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Risas mongoloides

la-conjura-de-los-necios-john-kennedy-toole-trabalibrosParece un tópico pero siempre se ha dicho eso de que hacer reír es más difícil que hacer llorar. Quizás sea porque el sufrimiento es un sentimiento más universalizado que el sentido del humor, tan particular, según los casos.

Tomemos como ejemplo el de nuestro estadista Alejandro Luque que, para esto del V Aniversario de EC, se atreve a confesarnos que no le gusta La conjura de los necios (1980) de John Kennedy Toole. ¿Y ahora qué hacemos con él?

Para que luego digan que en Cádiz son todos unos cachondos…

 

 

Alejandro Luque

En contra de lo que sostienen algunos, defiendo que hablar mal sobre un libro es más difícil que hacerlo bien. Hoy cualquiera piropea a cualquiera con una socorrida batería de lugares comunes (observen cómo las redes sociales, tan beligerantes en otros campos, se han convertido en grandes focos de adulación masiva), mientras que poner a parir un libro exige al menos el esfuerzo de argumentar, si es que uno no quiere pasar por arbitrario. Es decir, se trata no solo de manifestar el desagrado, o la contrariedad, que nos produce tal o cual obra, sino de razonar qué criterios nos han llevado a tal conclusión. Desconfío así de los críticos que, como nos contó en Sevilla Rodrigo Fresán, no hablan jamás de libros que no les gustan, porque los olvidan de inmediato. Como si el juicio sobre una novela o un poemario fuera Bien o Mal, blanco o negro, puerta grande o enfermería. ¿Qué sucede con los libros que podrían haber sido geniales, pero que naufragan porque el autor no ha sabido o no ha podido ver que la historia necesitaba un buen par de arreglos de fontanería? ¿Y con aquellos que son fabulosos, pero adolecen de algún defecto que los arrastra al fracaso? ¿Con los muy bien escritos que fallan en la historia? ¿Y las historias cojonudas en las que el lenguaje no está a la altura?

Sí, este es un oficio que exige mojarse. Porque para cantar alabanzas ya hay legiones de aficionados. Se trata de compartir criterios, ¿con qué si no trabaja el crítico?, y todos sabemos que someter una obra a un criterio a menudo produce heridos de diversa gravedad. A nadie se le escapa, por otro lado, que poner a caldo a algo o a alguien da cierto prestigio. Señalar la flaqueza donde el aplauso es unánime genera una extraña admiración, como si el crítico severo poseyera facultades que a los demás se les escapan. Dar caña, en efecto, da pisto, da caché. Salvo en el caso que nos ocupa en estas reseñas Especial Aniversario: con los libros que nos da vergüenza reconocer que no nos gustan. ¿Vergüenza por qué?, se preguntan aún los despistados. Porque en esos casos, la citada tendencia se invierte, y la fuerza de la obra o del autor es tal, que quien queda en evidencia es el crítico. En lugar de investirse del aura de los grandes lectores, se expone al ridículo habitual: no entendió la obra, no alcanza a reconocer las claves, no tiene suficiente sensibilidad, carece de lecturas para sacar el suficiente jugo. Todos los grandes, desde Edmund Wilson hasta Rafael Conte, desde Harold Bloom a García Martín, han mojado alguna vez sus sábanas con pesadillas de esta índole.

Si me extiendo tanto en estas disquisiciones es porque, a estas alturas, todavía no me he decidido por el libro que voy a escoger. ¿Recurro al desesperante James Joyce, espero a que alguien me diga que los cuentos están mejor que el Ulysses, y cuando me digan que al menos se salva el de «Los muertos» le digo que ése es el peor de todos? ¿Explico qué rabiosa perplejidad suelen producirme las genialidades de Henry James? ¿O cómo bostecé con Todas las almas de Javier Marías, que me hizo recordar aquello de Borges: “El lector se ha ido hace una hora y el tipo todavía sigue hablando”? ¿Me decido de una vez a proclamar que soy el único español que estuvo a punto de morir de vergüenza ajena con Sin noticias de Gurb, de Mendoza? ¿Reconozco que, aunque disfruté, no volvería a leerme Rayuela ni por mucho dinero? ¡Mi magro prestigio como crítico al garete! Y en poesía, ¿confieso que Juan Gelman me crea desconciertos atroces, que a Octavio Paz a veces lo veo falto de voltaje, que cierto Juan Ramón, con toda su genialidad, me deja frío? ¿Con qué cara me van a mirar a partir de ahora, qué sé yo, Carlos Pardo o Antoñito Lucas?

No, nombres y libros no faltan. Lo que falta es tiempo, serenidad y lucidez para abordar la faena. Cosa difícil porque, mientras relleno estas líneas, tengo a Fran Matute en el ‘chat’ urgiéndome a acabar la pieza para maquetarla mañana. Bueno, podría hablar de un subgénero que detesto especialmente: la novela loca. Sí, diré lo que digo siempre para evitar el bochorno, propio o ajeno: que la culpa es mía, que es un problema personal que tengo con ese modo de narrar que identifica al autor con uno o varios personajes extravagantes, desopilantes, pirados, iluminados… Para que me entiendan, mi límite de tolerancia a ese tipo de historias está en algo del tipo de La vida exagerada de Martín Romaña, de Bryce Echenique. Más allá de eso, el cuerpo empieza a pedirme biodramina y hasta me pongo a buscar en el libro el botón de volumen, a ver si consigo bajarlo. Me pasó, por ejemplo, con Ferdydurke, la obra maestra de Gombrowicz, a la que algún día tendré que darle otra oportunidad, pero que en su día me pareció escrita por Jim Carrey ciego de speed. Y me pasó, creo que por primera vez, con La conjura de los necios

Empecemos asumiendo que una novela promocionada con el suicidio de su autor y el posterior premio Pulitzer es, de entrada, un éxito seguro. A continuación, reparemos en que el título es excelente. Luego nos adentramos en la vida del célebre Ignatius J. Reilly, tan fácil de asimilar con el pobre John Kennedy Toole, y tenemos el espejismo del relato autobiográfico, otro anzuelo irresistible. Vale, ya hemos picado. Vamos allá. ¿Cuántas páginas? Adelante. Cuando yo me lancé, todavía no se estilaba la palabra friki, pues Tod Browning era aún casi un secreto cinéfilo, pero tampoco había que conocer la palabra para detectar que el prota es y se comporta en todo momento como un friki. Un friki que emborrona cuadernos soñando componer una genialidad (¿quién no lo ha hecho?) y apenas pone el pie en la calle, se encuentra con otro tipos tan frikis como él o peores. Un friki encandilado por Boecio y la escolástica medieval, que vive con una madre a la que le gusta empinar el codo, mientras él se abandona a la comida basura para canalizar su incapacidad para adaptarse al mundo y su rechazo a la vida laboral.

Pues bien, esta criatura obesa, comedora de hamburguesas, su anciana madre y la fauna metropolitana de Nueva Orleans han hecho que varias generaciones de lectores se partan la caja de risa, mientras un servidor sudaba frío rogando llegar cuanto antes al final de ese suplicio. Para que luego digan que los de Cádiz tenemos sentido del humor. Pues no. No me hace gracia un señor gordísimo. No me hace gracia la mostaza, el aceite o la salsa barbacoa resbalando por la papada. No me hacen gracia las ancianas al borde de la demencia o el alcoholismo. No me hacen gracia los zoos urbanos en los que cada nuevo personaje está más grillado que el anterior, pero grillado sin más. Y sobre todo, me inquieta un poco imaginar a varios miles de lectores descargando sus carcajadas sobre ese espectáculo.

¿Qué pasa, no le gusta El Quijote?, preguntará alguno. Le diré que sí, porque aunque el protagonista de la novela esté loco y haga locuras todo el rato, la inteligencia con que todo esto es descrito, y la humanidad y la compasión que impregnan todo el relato, hacen que la obra de Cervantes no tenga comparación posible con la que nos ocupa. ¿Qué pasa, no le gustaba Búscate la vida? Sí, no tengo nada contra el llamado humor surrealista, pero más que nada creo que Chris Elliott tenía un talento natural para hacer reír que no está al alcance de cualquier novela. ¿Qué pasa, no le gusta Muchachada Nui? No, no me gusta.

Y no me gusta La conjura de los necios porque se me escapan sus ironías (¡lo acepto!), porque sus cuadernos Gran Jefe me aburren (¡sí!), y para terminar su caricatura del mundo moderno capitalista no ha acusado bien (¡es mi modesta opinión!) el paso del tiempo. Desde 1980, fecha de publicación de esta novela, la vida se ha hecho mucho más grotesca, más grasienta, menos susceptible, también de ser encapsulada en una ficción libresca, y menos en una ficción humorística. La obra cumbre de Kennedy Toole, en fin, me inspiró hace muchos años una desasosegante mezcla de tedio y tristeza. Me conformaría con que esta reseña no inspirara al lector de EC ninguna de esas dos cosas, pero nadie dijo que esto de ser crítico veraniego fuera un trabajo fácil.

admin

5 comentarios

  1. Qué barbaridad, pichita… Con lo que se parece Nueva Orleans a Cádiz… Menos mal que has respetado a Chris Peterson, que si no…

  2. Tus amigos poetas te seguimos queriendo (aunque lo de Ferdydurke me ha dolido: no sé qué tiene de malo Jim Carrey ciego de speed)

  3. La horchata irá en reducidas dosis para el gaditano Luque. Yo sí que me entristecí cuando descubrí que Kennedy Toole se había ido al otro barrio sin pisar Alicante. En un cuaderno Gran Jefe que su madre donó a la Smithsonian Institution el malogrado escritor cuenta que su fuente de inspiración para la novela fue una visita furtiva a La Caleta, tras trasegar vino con unos cuantos «pishas malajes».

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