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Road to filosofía

WaldenCAROLINA LEÓN | Veréis: podría no haber escrito esto. Ni esto ni nada más. Cuando este libro cayó en mis manos me encontraba al borde de cierto colapso. No lo sabía de cierto, lo sé ahora que estoy escribiendo. Así que, por religioso que suene, este libro me ha salvado un poco (no dejo de preguntarme, mientras anoto, qué salvaciones quedan disponibles para los no creyentes).

Pero, atravesando esa tupida neblina que no sé cómo no me dio por darme chocazos con las paredes, lo abrí con un par de prevenciones. Las señalo porque han condicionado mi lectura hasta que el propio avance de las páginas me las tiró por la alcantarilla. Por un lado, frente a un libro de filosofía suelo sentirme «poca cosa», poco apta o carente de las lecturas adecuadas; por otro, no he leído Walden y no tengo más que un conocimiento tangencial de la obra de Henry Thoreau, y eso quizá me convertía en la menos indicada de las lectoras de un ensayo que busca investigar en la potencia o actualidad del pensamiento del norteamericano.

Ninguna de esas condiciones ha importunado mi disfrute de este texto: comedido, acogedor y balsámico (siento una especie de vergüenza colocando este adjetivo), de aliento tranquilo e investigación pausada, que se propone revisar algunos aspectos del pensamiento de Thoreau o, de otro modo, enfocar el experimento y el texto de Walden «no como guía moral, sino como ejemplo de investigación ética». Y eso lo hace por partes, desde el relato de un fracaso en primera persona hasta la pequeña antología poética del final: registros que, a priori, no parecen del todo propios de la filosofía.

Y me fue fácil, de la mano del autor, avanzar las páginas, partir de la cuestión propuesta (¿cómo vivir en Walden hoy?) y preguntarme sinceramente: ¿En verdad quedan similitudes entre el tiempo de Thoreau y el nuestro? ¿Qué posibilidades tenemos hoy, que no sean metafóricas, de encontrar nuestra casa en Walden? ¿En qué sentido podemos «detener» el fragor o salirnos del bullicio, los afanes, la vocinglería, para incursionar en un territorio más apto al pensamiento? ¿Y podemos pensar, de cualquier modo, intensa o fragmentariamente, en un mundo que se descompone, tanto en lo cultural como en lo ecológico?* ¿Estamos a tiempo?

El pensamiento requiere, como cualquier otra actividad humana, ciertas condiciones materiales. Mirémosnos, miremos a nuestro alrededor: nuestras formas de vida son insalubres y tóxicas, y ni siquiera estoy hablando del aire. Por tanto no podía dejar de leer este conjunto de ensayos con una prevención extra: cómo y cuándo se consigue ese «tiempo necesario para leer y habitar una casa…» y alcanzar, no se sabe cómo, «una vida más ética, más deliberada y mejor elegida». Que la filosofía me resulte ajena (que se lo resulte a tantos miles) a veces tiene que ver con su obscena desconexión de las condiciones en las que viven aquellos para los que, se supone, se piensa. No le pasa así a este libro, y es por ello una defensa de un pensamiento que se genera desde una situación para poder revivirlo en nuestra situación.

El libro de Casado parte de entender Walden como un experimento de empequeñecimiento apto para cualquiera, en cuanto que deja de considerar el «número de posesiones» para pensar en «limitar los deseos», pues en palabras de Thoreau, «somos ricos en proporción al número de cosas que podemos permitirnos dejar en paz». Y, de ahí, Casado selecciona algunos asuntos para «dejar en paz» el resto: no pretende explicar las posibles salvaciones a nuestro alcance (variopintas opciones en la cultura contemporánea, desde las políticas de la identidad a las teologías débiles o fuertes); pretende tan sólo apuntar algunas rutas (empedradas, eso sí, nada de carreteras asfaltadas). Entre ellas: la teoría ecosocial y la alianza de saberes propuestas en Autoconstrucción de Jorge Riechmann; la apuesta por el mundo común de Marina Garcés; la reinserción de la cultura científica al lado (o al interior) de nuestras culturas humanísticas; la revisión del concepto de «razón» romántica para incluir la precariedad y la vulnerabilidad en su definición; la persecución de la filosofía como actividad y puesta en acto, no como sistema; la confrontación de los «colapsos» (a nivel macro y micro, a nivel planetario y personal) mediante el paradigma de la «sobriedad»…

Pero, por encima de todo (a esta reseñista le parece que hay un «por encima»), lo de Casado es un ensayo de riesgo y contenido político, de abismamiento en lo personal como herramienta de conocimiento expandido, de confianza en la palabra y el lenguaje para informar, y formar, pensamiento. Es un ensayo que no persigue verdades, sino materiales con los que avanzar y, sin problema para el reciclaje (la casa de Walden ya contaba con multitud de restos encontrados), es capaz de dibujar pequeños senderos para habilitar el pensamiento y hacernos ir más allá. Algunos han sido mencionados arriba, otro importante en el conjunto es la poesía, a la que trata en un par de capítulos como pasadizos que llevan a otros lados, que producen relocalizaciones o transiciones, metanoias (nombradas desde el primer momento como el objetivo principal de Walden) o, dicho en vulgo, «cambios de actitud». Nuestras tóxicas formas de vida pueden necesitar tan sólo ese pequeño desplazamiento, sin necesidad de grandes apuestas.

Todo, pues, en este recorrido, tiene que ver con ponerse en otro lugar, relativizarnos, transitar y abrirnos a lo inesperado. Pero, para introducirse en esa ruta que propone Casado como espiritista de Thoreau, me digo, también hace falta cierta actitud mental.

En el transcurso de la lectura, me he preguntado en más de una ocasión si esta caja de herramientas, esta relectura en letra minúscula de Walden (y algunos apuntes de filosofía contemporánea) no son algo como así una «filosofía de la impotencia», llegados al punto en el que hemos de abandonar las certezas y las afirmaciones. Me he preguntado qué puede hacer la confianza «en la potencia del pensamiento, en su capacidad para sostener y aumentar la vida» de Thoreau, por minimizar el asedio de la ira, el odio, la sinrazón. Me he preguntado cómo se puede mantener, en lo cotidiano, esa confianza, esa suspensión del deseo acumulativo o sustitutivo. No he obtenido respuesta. Tampoco lo pretende el libro.

Porque, como señalaba arriba, se limita a tirar imaginativa, empáticamente, del experimento Walden, y así desplegar algunas pistas, en una selección que resulta fértil, estimulante y balsámica (otra vez con vergüenza), por cuanto nos sitúa en nuevos sitios y nos hace sentir viajeros sin brújula en pistas de piedra, en senderos semi abandonados. Puede que Walden, detrás de esta lectura, signifique ponerse en posición de respuesta (al caos, a la entropía, al dolor, a la desesperación). El pensamiento puede no ser una losa, sino un trayecto actualizado cada vez, una posición relativa conocedora de sus límites, y una lámpara tan sencilla como un poema. Sí, este libro ni quiere ni puede ofrecer salvaciones. Es pequeño y abismado como un diario personal, y desde ahí es capaz de dibujos tenues pero luminosos. Si tan solo sirve para hacernos despertar algunas mañanas (o todas las mañanas) con la confianza en «influir en la calidad del día», la casa en Walden puede no ser ninguna improbable quimera ni el pensamiento un castillo inalcanzable. Y este libro pequeño y versátil hace de caja de herramientas para ello.

* No seré yo de las catastrofistas, o el mundo se descomponía igual en 1855 o el mundo contiene en sí mismo una cuota infinita de descomposición, pero vaya puto asco.

Una casa en Walden (Pepitas de calabaza, 2017), de Antonio Casado da Rocha | 157 páginas | 16,50 €

admin

Un comentario

  1. Gracias, Carolina, me alegra este inesperado encuentro vía Thoreau. Por mi parte yo le he estado dando vueltas al tema de los cuidados y también a las dudas que compartes en tu reseña. Thoreau no suele dar malas noticias y por ello su prosa transmite esa confianza en esa potencia movilizadora del pensamiento, pero no siempre, y también es consciente de que el pensamiento requiere condiciones materiales. Cuando se practican bien, la política y los cuidados son dos actividades orientadas a proporcionar esas condiciones y así preservar la vida. No la vida en general, sino la vida concreta de alguien, que nunca es sólo su vida, sino una vida vivida con otros.

    La casa es el lugar de los cuidados, pero a Thoreau le preocupaba que la casa se comiera metafóricamente el resto de su vida. Por ello su programa en Walden fue algo así como reducir la casa (la economía, los deseos, la voluntad de poder) y ampliar el vecindario (la ecología, sensibilidad moral, la inclusión del otro) para así hacer posible el pensamiento. ¿Qué es, al cabo, pensar? Colocarnos en un lugar dónde no estábamos, en ese extrañamiento cuyo objetivo no es tanto la felicidad como la apertura, el desplazamiento, la transformación o conversión, la metanoia de los antiguos.

    Llamémosla como sea, esa transformación me parece necesaria para abordar la finitud, la impotencia, el fracaso, la negatividad, eso que llaman “el trabajo del duelo”. Porque, efectivamente, el pensamiento aquí y ahora parece impotente para sacarnos de un presente exhausto en el que todo lo humano parece ya póstumo.

    Ese movimiento o tensión entre melancolía y la esperanza, entre el duelo y la confianza, entre lo nuevo y lo viejo, es característico de Thoreau y también de nuestro tiempo, creo.

    Seguimos.

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