RAFAEL CASTAÑO | En la portada de En la ciudad líquida se ve un mapa parcial de San Petersburgo. Para mí, que jamás lo he pisado, podría ser también el de cualquier territorio inexplorado: Bogotá, Calcuta, Fuentes de Andalucía. Me gusta pensar que, como aquí, la ciudad rusa, construida sobre el agua, es la suma de muchas islas, unidas por ese vaso comunicante, rama, vena, que a cada uno de nosotros nos une también con nuestra memoria libresca.
Es el agua la metáfora perfecta para definir este libro, escrito por la traductora Marta Rebón. Es lo que da sentido a esta portada y da sentido, también, a la historia de cada lector. Recuerdo que al final de Crematorio, Rafael Chirbes enumera los libros y películas que influenciaron su novela. Es una manera de reconocer, con sus señas definidas, lo que en su novela aparece de forma tangencial o directa, pero siempre bajo la máscara de su voz. No es una lista exhaustiva. Existen fugas, huecos inevitables, porque no hay lectura que perviva ni la memoria es sólida. La memoria no tiene memoria, de hecho. Lo que queda es siempre un eco de ecos, un mapa, un mar de coincidencias, repeticiones, reminiscencias, reflejos esquivos que se entremezclan. Se recuerda a un autor, a un libro, por frases que no sabemos verbalizar, por el lugar en el que lo compramos o recibimos, por mil razones imposibles de acotar. Se recuerda a ciegas. Muchas veces el recuerdo no es una frase sino un comportamiento, una enseñanza, la metamorfosis de una idea. Lo indefinible es lo que nos define.
Este libro se construye, como San Petersburgo –fruto de la ambición de Pedro el Grande–, sobre un elemento móvil, líquido. Está lleno de carambolas, de lugares compartidos, de espacios transformados por la memoria, por el conocimiento y el amor a una lengua y su cultura. Brodsky sentado en la maleta con la que huiría de la Unión Soviética, Chéjov tosiendo sangre en la mesa de un restaurante, el quijotismo de Dombrovski, la cuerda por la que Marina Tsvetáieva subía a su casa en Arbat, los remordimientos de Vasili Grossman. En cada página hay un nombre, y a cada nombre lo acompaña un fondo urbano y sentimental, literario e histórico, que forma, hoja a hoja, el mapa de las lecturas de Rebón, su mapa de lectora y fotógrafa y traductora de obras como Una saga moscovita, Vida y destino, Sofia Petrovna o El maestro y Margarita.
En la ciudad líquida es, en este sentido, un libro metaliterario, que sabrán disfrutar especialmente quienes ya estén familiarizados con los nombres y obras que compendia, o quienes quieran zambullirse –de nuevo la metáfora acuática– en la literatura eslava. Si uno cumple este requisito disfrutará el ritmo pausado, divagatorio, de cada capítulo, de cada etapa, un trayecto al que se suman, como en las grandes vueltas ciclistas de los últimos años, países invitados: Portugal, Marruecos, Italia, Ecuador. Y, en ellos, Paul y Jane Bowles, Juan Goytisolo, Tarkovski (padre y, especialmente, hijo), Pessoa, Saint-Exupéry.
Cita Rebón a Claudio Magris: “Para ver un lugar es preciso volver a verlo”. Y por eso Rusia, en un eterno retorno, reaparece tras cada excursión exótica o devaneo como su médula, su razón primera. Reaparece en una doble traducción: la de Rebón, como lectora, traductora y viajera, y la de todos los autores que han hecho de Rusia el escenario de sus obras, de sus vidas, de sus nostalgias –el subtítulo de este volumen es Derivas, interiores y exilios–.
Recuerda en este aspecto a Librerías, de Jorge Carrión, donde este escribe, por cierto, una frase que ilustra la fascinación que la literatura rusa genera en tantos de nosotros, más allá de sus personajes, tan vivos, o de sus diálogos, que tantas veces funcionan como vehículos populares de la reflexión filosófica: “Para el lector occidental Oriente comienza donde lo hacen los alfabetos desconocidos”. En la ciudad líquida y Librerías son libros similares, llenos de libros, en los que cada lugar y cada experiencia están siempre enlazados a la palabra, leída o redactada. Ambos hablan desde la perspectiva de quien no entiende una vida sin leer y sin todo lo que leer conlleva y contagia y transforma y diluye y consolida, y como tales son, en una extraña amalgama, libros de viajes, ensayos, autobiografías, mapas, catálogos, diarios íntimos. Ambos, en especial el de ella, se leen como agua.
Escribe Rebón, entre muchas otras citas jugosas: “No es casual, decía Serguéi Dovlátov, que todos los libros tengan forma de maleta”. Cuando Google Maps nos permite escudriñar prácticamente cada rincón del mundo, los mundos por explorar están en este. Poco tengo yo que reprocharle a esta maleta. Caballo de Troya ha realizado una edición cuidada, con un tamaño manejable y tacto cálido, de una aspereza muy leve y agradable. Echo en falta más espacio para las fotografías de Marta, de Ferran Mateo y del resto de artistas invitados. No quedaría mal En la ciudad líquida en formato de libro de mesa, a lo Taschen. Uno podría así contemplar las fotografías con mayor detenimiento, descifrar mejor los lugares que inmortalizan, descubrir más detalles. Yo, que con Crimen y Castigo y Anna Karenina quedé prendado de la literatura rusa, daría el dinero besado.
En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017), de Marta Rebón | 408 páginas | 20,90 euros