LEONOR RUIZ | Llevo casi dos décadas lejos de mi país de origen, del que salí sin una sola meta clara y al que no hay día que parte de mí no desee regresar.
Portela, de la mano de Alicia, nos lleva a los Estados Unidos de América, territorio donde la protagonista aterriza por vía universitaria y se construye un notable currículo académico. Desde el primer instante, sabemos de la quiebra: de la identidad, de la biografía, de una relación de pareja. Asistimos a un final ansiado y definitivo que, en medio de una claustrofobia creciente (las primeras páginas recuerdan a la Casa tomada de Cortázar), tarda en llegar. Que ese final llegue es lo único importante. El modo en que lo hace, lo de menos.
Dos puntos de unión y alejamiento, con sus tira y afloja, acompañan toda relación mixta: el individual y el cultural. A veces, adoptar cierta distancia respetuosa mantiene a salvo ese núcleo íntimo sin el que una relación real jamás existiría: el difícil y complejo yo de cada cual, con sus orígenes, su carga inconsciente, sus heridas y herencias. Otras veces, nada sirve.
Sin embargo, y aquí puede llevar a engaño la lectura, toda relación es, por definición, mixta, dado que siempre combina elementos distintos. Las diferencias lingüísticas y socioculturales pesan, pero no está claro que determinen el rumbo de una pareja. La unión de Alicia y Matty está abocada al fracaso, de eso quedan escasas dudas. Las circunstancias, por su parte, ayudan poco. Pero el factor crítico brota de un veneno reconocible y universal. Un veneno —el abuso— que arruinaría cualquier relación de pareja y ante el que el matiz multicultural se vuelve accesorio.
«Tere mira a su hija y piensa que no sabe cuándo su niña se ha vuelto tan dura». Alicia, introvertida y solitaria, se aísla más y más en medio de la cordialidad postiza que la rodea. Cae en el mutismo y la melancolía. Se vuelve un ser triste. Y al mismo tiempo está harta. Harta de Matty, de su familia política, del «frío insoportable», de sí misma. Un hartazgo que no desaparece ni va a marcharse a ningún sitio.
La autora retrata muy bien el aburrimiento y la superficialidad del primer mundo, ese mundo de apariencias afables que ocultan infiernos. Y plasma con crudeza la geografía suburbana de EEUU: «Calles vacías de gente, todos en sus casas, aislados, protegidos, como su hija», piensa la madre durante sus visitas.
Alicia intenta implicarse en la universidad, mejorar la relación con su entorno profesional mientras la convivencia con Matty se deteriora. Cada vez están más lejos el uno del otro. La posibilidad de entenderse desciende y termina por desaparecer. No haber tenido hijos le permitirá a Alicia poner océano de por medio. Él también parece pasar página, aunque nos preguntamos si algo aprende.
La prosa, agilísima, no evita lo más difícil: adentrarse en recovecos anímicos donde todo se enreda: la rabia, la conciencia, los afectos, el miedo irracional. Flexible, adaptativa, fiel al propósito de lo que se desea contar, la autora emplea un tono descriptivo, como de crónica, que levanta el pellejo y muestra en carne viva lo invisible sin alarma ni oportunismo. Con todo, una crítica: la confesión de la protagonista de haberse besado con otro cumple su función narrativa (acelerar la ruptura) pero resulta un tanto gazmoña (en mi chica opinión).
«No quiero empezar de cero, no quiero borrón y cuenta nueva, no quiero reconstruir mi vida sin entender cómo he llegado aquí». Lejos de la autobiografía, Portela ha hecho un notable ejercicio de reflexión y de memoria. Renacer a partir de lo vivido y observado. No perderlo de vista. Conservarlo al alcance de la mano.
Formas de estar lejos (Galaxia Gutenberg, 2019) | Edurne Portela | 240 páginas | 18,90 euros