ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Reconozco a modo de confesión que a la hora de escribir una reseña suelo poner en contacto el libro que he leído con algunos otros que he estado leyendo u ojeando atropelladamente a la vez. Una especie de promiscuidad sin peligro extremo de contagio que me permite hallar la excusa para comenzar a escribir sobre lo escrito. En esta ocasión, mientras leía adictivamente Las agujas de la noche, segunda novela del escritor sevillano Fernando Repiso, mi amante ocasional fue Georg Simmel y su Filosofía de la moda. Rápidamente, los enlaces neuronales, como si de un Gindr o un Tinder o algunas de estas celestinas modernas se tratara, encontré algunos puntos de enlace que favorecían un encuentro. El primero, la noción del presente como espacio límite de Simmel, la inextensión del momento. Porque la historia que nos narra Repiso se sitúa claramente en estos tiempos (que es una forma relativa y no muy arriesgada de referirnos a una sincronía actual o presentista), eso sí, solo desvelada en contraposición a algunos acontecimientos que, aunque disfrazados por la ficción, nos anclan a un pasado reconocible. Quién no recuerda aquel mediático caso Arny o el lamentablemente célebre protagonizado por la manada sevillana. Recordamos los hechos, y eso ya nos sitúa en una temporalidad posterior, limítrofe, inexistente en cuanto a decurso, porque el presente es un punto de encuentro. Y también este último sintagma me hace poner en relación la obra de Simmel con la novela, pero por otros motivos que entenderán cuando la lean. En otro momento de mis lecturas simultáneas, tuvo lugar una nueva intrusión textual: según relató Georg Lukács, al parecer, Simmel dijo en cierta ocasión que “había demasiadas pocas categorías como había demasiados pocos sexos”. Y la conexión me vino de inmediato. Blanco y en botella.
Ahora sí. Una vez aprovechada la excusa, me convierto en una mujer fiel y me entrego exclusivamente a Fernando Repiso y a su trepidante thriller policiaco. Un policía homosexual adicto a las drogas, al alcohol y al sexo, divorciado y con un hijo de once años. Alamedero de residencia habitual, laboral y festiva. Cruising, cancaneo, slam, saunas gays, porno extremo y truculento, conciliación familiar, adicciones, perversiones, muertes, asesinatos: todo ello conforma esta narración policiaca de ritmo rápido y musculoso, un poco harcorde, un poco gore, un poco camp, un poco comedia y un poco drama. Una, por tanto tragicomedia urbana, localista y transgeográfica que se sitúa en una Sevilla identificable y secreta —acaso cualquier ciudad— desde La Alameda hasta el Polígono de San Pablo, pasando por el Charco de la Pava, Sevilla Este o las naves del mercado central de abastecimiento de la ciudad, que aquí se renombra como Sevilla Central. Una ciudad única, muy caracterizada, y que a la vez puede reconocerse en cualquier territorio del mundo que haya conseguido tener polígonos industriales y basura en las afueras. Esta espacialización citadina se complementa de algún modo antitético con la oscura provincianidad de un pueblo de sierra de una ciudad cercana. Y esta contraposición de la modernidad y la tradición nos convoca a la negación que planteaba Habermas sobre lo moderno y la negación de que la tradición fuese la referencia ineludible de lo que debe ser. Porque si lo real nos lleva a engaños perceptivos, también en la novela ocurre que nada es como parece, ni desde el punto de vista de lo tradicional-previsible ni desde el punto de vista argumental. Y es que la mirada irónica de la realidad que trajo consigo el fenómeno del pop en el siglo XX sigue dando sus frutos. La deconstrucción, destrucción y reconstrucción de los elementos fosilizados en la narratología hasta ese momento nos han situado en un espacio antiheroico donde el protagonismo puede surgir en cualquier resquicio del barrio, del parlamento, del pueblo o del suburbio. Aquí, en esa ironización socializada y lúdica en clave pulp que, lejos de una novela de tesis, plantea una realidad, incluso esporádicamente una ideología, se sitúa Las agujas de la noche, este adictivo thriller que dibuja algunas zonas oscuras, sórdidas, bizarras y cotidianas de la ciudad, de las ciudades.
Podría ser relativamente fácil pensar que, de algún modo, detrás de esta novela hay un interés por instalarse, incluso consolidar, el género queer en la narrativa actual o alejarse de la heteronormatividad o cualquier pretensión por el estilo. No lo creo. Por una parte, porque ya el siglo pasado nos dejó algunas conocidas muestras seriales de este “género” narrativo donde los protagonistas eran policías, detectives o espías homosexuales —Joseph Hansen,Peter Tuesday Hughes, Dan Kavanagh, Pgarcía (José García Martínez-Calín), por recordar algunos nombres—, por otra, no hay más que adentrarse en la novela para darse cuenta de que estamos dentro de un ejercicio narrativo absolutamente lúdico. Es decir, tengo la impresión, ya lo decía antes, de que no estamos ante una novela ideológica o de tesis sino ante un ejemplo de literatura donde el entretenimiento —y ya adelanto que lo hay, y mucho— roza la mano, eso sí, con algunas denuncias, reivindicaciones o reflexiones acerca de las luces y las sombras de ciertos ambientes sin perder la memoria de la estigmatización histórica de los homosexuales.
Pero lo importante aquí es la acción: pasan cosas, continuamente pasan cosas que a través del suspense van encajando perfectamente en el engranaje. La trama va avanzando rápidamente a través de capítulos muy medidos y numerados en orden descendente que nos permiten en todo momento saber cuán cerca o lejos estamos del desenlace —o de los desenlaces, porque aunque no quiero desvelar mucho es posible que encontréis varios clímax y alguna que otra red herring, como llaman en el cine a la pista falsa—con puntos de giro bien estructurados, nudos de acción numerosísimos que nos hacen cabalgar por las páginas tapando con los dedos las líneas que siguen para no dejarnos chafar la sorpresa que intuimos que ocurrirá de inmediato, y ocurre. Entre lo más sórdido de la noche sevillana y lo doméstico la historia nos divierte y nos deja sin aliento una y otra vez. Y es que muchos lectores, y el resto en ocasiones, buscamos, unos y otros, diversión y entretenimiento en la literatura. Estamos necesitados de mundos paralelos que a ratos nos alejen del yo cansado o abatido o estandarizado y nos acerquen al otro. Lo vemos en la fiebre por las series televisivas. Sí, a ratos necesitamos que nos lleven en volandas, que no nos dejen huérfanos y abandonados a la reflexión y al autorreconocimiento durante páginas y páginas. Y aquí Fernando Repiso nos lleva de paseo a las afueras, a la noche, a lo imprevisible, a lo desconcertante: esos espacios que nos provocan tanto miedo cuando no tenemos un libro entre las manos y que en la lectura nos atrapan de tal modo que no queremos volver a casa o no podemos salir de la historia. Otra adicción más, aunque esta ajena a la trama.
El suspense y la sorpresa como en un logrado ejercicio de género negro acechan siempre al pasar la página. Y dentro de la trama, los personajes —los tramadores— permanecen unos, entran y salen otros, sin alejarse nunca demasiado porque todos tienen un papel, una participación y un destino en esta historia. Todo ello hace que la novela tenga un estilo cinematográfico: lenguaje que cede importancia a las imágenes, descripciones breves de los personajes que se caracterizan en muchos casos por los diálogos, pulsos narrativos con un raccord irreprochable y sorpresas y desasosiego e inquietud y, en ocasiones, ternura.
Esto último es lo que me inspira el protagonista, el inspector de policía Iván de Pablos, un perfecto ejemplo de antihéroe absolutamente humanizado que es, de algún modo, deudor de su propia experiencia vital, de su condición de homosexual salido del armario después de un matrimonio con paternidad incluida, de su compromiso laboral con la justicia y su existencia siempre pisando la línea del fueradelaley, de su dificultosa responsabilidad como padre de dudosa reputación. Esto último me gusta especialmente porque se adentra en el espacio del lenguaje como subversión, de los relatos subversivos que quitan la máscara a los discursos de la alienación, tan necesarios en estos tiempos de neoliberalismo extremo. Y es que el inspector De Pablos ejerce un rol que el determinismo otorgó tradicionalmente a la mujer: cómo ser mujer y no morir en el intento cede su inhospitalidad a cómo ser hombre, padre, gay, trabajador respetable y vivir sin morir en el intento. Por eso quiero saber más, quiero seguirle la pista a este inspector tendente a la torpeza, abrumado por su propia identidad y sus necesidades, ofuscado por el intento constante de conciliar el querer hacer bien las cosas y el poder hacerlas, el desear y el necesitar, el constante duelo cernudiano de la realidad y el deseo, que tropieza como en cualquier historia pulp o serial folletinesco con todos los obstáculos posibles, como debe ser. No tengo ni idea de si el autor tiene intención de seguir regalándonos nuevas entregas de este personaje que tiene trazas de continuidad, de haber venido para instalarse en un serial por entregas. En cuanto pueda se lo preguntaré así como quien no quiere la cosa, entre seria y cancaneante, a ver si cuela. Estaría bien.
Las agujas de la noche (Planeta, 2022) |Fernando Repiso | 430 páginas |21 €