JUAN CARLOS SIERRA | Hay muchos libros que habría que empezar por el final. Melilla, 1936, obra del novelista y jurista Luis María Cazorla que cierra, junto con La rebelión del general Sanjurjo y La bahía de Venus, la trilogía que este ha dedicado a la II República, es un claro ejemplo de ello. Aconsejo desde aquí al lector que se vaya a acercar a esta novela que comience por la ‘Nota del Autor’ (pp. 347-349), si quiere iniciar su lectura sabiendo exactamente en qué terreno de la ficción se encuentra; también puede no hacer caso a lo que acabo de escribir y dejar de leer esta reseña -no pasa nada-, si es de los que prefieren entrar vírgenes en el relato que plantea Melilla, 1936. Para los primeros, creo que no está mal saber de antemano que, según esta nota, todos los personajes de la novela son reales y que toda ella se basa no solo en “el sumario referido a Joaquín M.ª Polonio Calvente que instruyó la jurisdicción militar y todo lo que siguió hasta su fusilamiento”, sino también en otra documentación histórica, “obras científico-históricas” prefiere llamarlas el autor. Lo que no creo que sea necesario especificar es que todas esas noticias históricas fehacientemente documentadas y noveladas por Luis María Cazorla se refieren a la llegada a Melilla de Joaquín M.ª Polonio Calvente como juez de primera instancia e instrucción unos meses antes de la rebelión militar contra la II República, al comienzo de esta insurrección durante la tarde del 17 de julio y a su posterior desarrollo hasta el asesinato por fusilamiento del juez en la madrugada del 23 de julio de 1937.
En el juego entre la ficción y la realidad, Luis María Cazorla parece inclinar su balanza hacia el lado de lo historiográficamente documentable y rellenar los huecos de los archivos, las actas, los memorandos,… con el relato de la imaginación. A lo largo de la lectura de Melilla, 1936 se detecta ese esfuerzo y un empeño destacado por acreditar exhaustivamente lo que se narra; se nota que el autor ha realizado un trabajo titánico en este sentido y que además ha añadido todo su bagaje profesional como hombre de leyes, probablemente uno de los más destacados del ramo en el cosmos legislativo patrio. Por este motivo, porque realmente se nota demasiado, porque lo documental se desgaja frecuentemente del hilo narrativo, no se deja ensamblar de forma natural, quizá a Melilla, 1936 le cuesta sostenerse como novela y podría haberse convertido, mejor, en un ensayo histórico-jurídico o en una suerte de narración en marcha entre el curso en sí de la investigación histórica y lo novelesco, eso que tan bien ha hecho últimamente Arturo Muñoz en su libro Por un túnel de silencio (Pepitas de Calabaza, 2022) con otro tema histórico especialmente sensible como es el terrorismo de ETA. Como dijo Juan Marsé a propósito de una novela premiada por el Planeta, a esta de Luis María Cazorla se le ven demasiado las costuras.
Esas costuras producen en la lectura una sensación paradójica: sabiendo que lo que se cuenta es todo real y está solventemente documentado, si nos fiamos de la ‘Nota del Autor’ a la que nos referíamos antes, la sensación que se tiene durante la lectura es la de incredulidad, la de inverosimilitud, la de cartón piedra. A eso además contribuye el tratamiento de los personajes, que en muchas ocasiones resultan bastante planos. Especialmente significativo en este sentido es el caso del protagonista, el juez de primera instancia e instrucción don Joaquín María Polonio Calvente. Creo que se desaprovecha la oportunidad narrativa que ofrece el oportuno recurso de incluir en el relato su supuesto diario personal. Y si escribo ‘supuesto’ es porque entiendo que, al no mencionarse explícitamente en la ‘Nota del Autor’, se trata de una invención fruto de la imaginación novelesca de Luis María Cazorla. En estas partes diarísticas del relato de Melilla, 1936, el personaje, al contrario de lo que cabría esperar, queda desdibujado, sin profundidad, demasiado esquemático en su insistente -y, por consiguiente, narrativamente ineficaz- defensa del sistema judicial y de los ideales republicanos; resulta difícil cuantificar la medida exacta entre la intranscendencia y la pesadez, como es difícil no caer en lo cursi cuando se habla de amor. Se insiste quizá demasiado en su dimensión pública, en su profesionalidad, en su imagen hacia el exterior, mientras que se evita entrar en las profundidades de su personalidad, en sus contradicciones, en su vida familiar o, más allá de ciertos tópicos algo manoseados, en su relación con su mujer. Todo esto además resulta algo inverosímil, porque, a no ser que alguien esté escribiendo un diario con la idea de quedar bien ante una posible publicación, lo lógico y normal es que en él se vuelquen incluso esas intimidades vergonzantes que no se revelarían ni al amigo más íntimo. Sea como fuere, son precisamente estos secretos inconfesables junto con sus fallas, sus paradojas, sus ángulos muertos,… lo que dibuja y da relieve a la humanidad de un personaje, incluso lo que facilitará la empatía del lector y contribuirá a la credibilidad del relato en el que se inserta.
A esta impresión chirriante contribuye además el lenguaje asignado a ciertos personajes, empezando por el utilizado por el protagonista en ese diario que comentábamos, pero también el que el autor le atribuye en su conversación diaria. El lenguaje en los diálogos en general resulta impostado, falto de naturalidad, especialmente en las intervenciones extensas de algunos personajes; como aquella en que López Castillejos (página 271) le explica a Polonio Calvente el comienzo de las escaramuzas callejeras en favor de la rebelión militar y en defensa de la República o un poco más adelante (página 278) en la conversación entre militares sublevados acerca de “el capitán Virgilio Leret, izquierdista con numerosos precedentes de cariz levantisco y casado con una intelectual republicana y no menos izquierdista como es Carlota O’Neill,…”. Me cuesta creer que en plena ebullición rebelde se hable de esta manera -¡¡”izquierdista con numerosos precedentes de cariz levantisco”!!- sobre los considerados enemigos de la patria y no se opte por un registro cuartelero, soez, chabacano e insultante -valga la redundancia-. Esto tampoco juega muy a favor de la novela que plantea Luis María Cazorla. Como tampoco lo hace en otros tramos del libro una sintaxis libérrima, diríamos que tirando a libertina, salpicada de errores a veces básicos y con demasiados incisos que hacen perder el hilo de la frase y de sus ideas.
En cualquier caso, Melilla, 1936 puede llegar a provocar la atención e interés del lector, a pesar de que el final es bien conocido, ya sea porque uno ha elegido leer previamente la ‘Nota del Autor’ o por sus conocimientos particulares acerca de la Guerra Civil española. De estos conflictos normalmente conocemos los grandes rasgos -sus batallas, sus grandes nombres, sus fechas imborrables, sus movimientos tectónicos,…-, pero nos falta lo pequeño, la vivencia del ciudadano normal y corriente, su intrahistoria. La novela que tenemos entre manos sí que bucea en este último terreno y es ahí donde reside su interés, lo que invita a sumergirse en sus páginas y no abandonarlas hasta ese final desgraciado de sobra conocido.
Melilla, 1936 (Almuzara, 2022) | Luis María Cazorla | 352 páginas | 21 euros