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Sí, pero no

JUAN CARLOS SIERRA | Uno llega a ciertos libros por obra y gracia de un azar caprichoso -valga el pleonasmo- que unas veces se alimenta de sus obsesiones, otras de sus rarezas y más frecuentemente de sus intereses, construidos a partes iguales por sus obsesiones y por sus rarezas, o viceversa. Así fue como aterricé en Casa dividida, la última novela de Antonio López-Peláez (León, 1967).

Resulta que un día, por casualidad, en las páginas de cultura de Diario de Sevilla, uno de sus redactores culturales me asegura que se trata de una novela sobre Irlanda del Norte, más concretamente sobre la ciudad de Belfast tras la firma de los acuerdos de paz o Acuerdos de Viernes Santo (10 de abril de 1998), acontecimiento histórico que me toca de cerca, porque el acaso quiso que me encontrara precisamente ese día en la carretera entre Dublín y Londonderry camino de esta última población del Ulster, donde pasaba unos días de vacaciones. Además, por internet leo en la contraportada del libro que en él se narra cómo discurre, tras ese acuerdo de paz, la vida de un ramillete de gente corriente: un músico metido a camello, un columnista en el punto de mira de las fuerzas vivas del protestantismo belfiano -quizá incluso de los paramilitares-, un periodista cultural de verbo afilado y sarcástico en horas bajas, una pareja que espera a su primer bebé,… Aunque he seguido a distancia a través de los medios de comunicación el desarrollo del conflicto norirlandés después de los Acuerdos de Viernes Santo, me faltaba y me interesa a partes iguales la mirada del día a día, de la intrahistoria, de lo cotidiano y equivocadamente intrascendente; y es justo esto lo que me promete a priori esta contraportada. Así pues, era cuestión de encajar otro azar para que me hiciera con el libro de Antonio López-Peláez y lo devorara.

La lectura de Casa dividida ha resultado interesante y decepcionante a partes iguales después de tantas arbitrarias expectativas o, muy probablemente, debido a estas. Efectivamente, la novela se sumerge en la vida cotidiana de una Belfast nada glamurosa, ni siquiera políticamente hablando. En este sentido, el retrato de la ciudad tras los acuerdos de paz que describe Antonio López-Peláez en su novela hay que entenderlo más desde una perspectiva sociológica que arquitectónica o turística -recordemos que la ruta de los murales alusivos a los ‘héroes’ del conflicto norirlandés son ahora parte de los itinerarios turísticos de la zona-. Y aquí acierta de pleno el escritor leonés.

Es fácil caer en la tentación de poner a tus personajes a la altura del acontecimiento histórico que tratas en tu relato o incluso por encima de él, algo que resultaría completamente inverosímil, porque la vida verdadera está hecha en general de gente poco heróica, de gente corriente que simplemente trata de llegar a fin de mes, que tiene que sacar la cabeza por encima de la miseria moral y económica, que pelea por algo parecido al amor,… Y todo esto a pesar de la trascendencia de la Historia en mayúsculas que transcurre a su lado y que apenas vislumbra o de la que, muy al contrario, es plenamente consciente, pero para bajarla a continuación del pedestal de las mayúsculas, de los libros de texto y de los titulares de los periódicos, porque a pie de calle, de cafetería o de hospital la sensación que se tiene es que nada cambia sustancialmente, que realmente no ha pasado nada tan trascendental como proclaman las televisiones y las radios o en el futuro escribirán los historiadores en sus más que sesudos ensayos. Algo así como lo que le decía en El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa el personaje de Tancredi a su tío Fabrizio: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Esa parece ser la tesis que expone y defiende a través de sus personajes Antonio López-Peláez en el caso de Irlanda del Norte y quizá la lección universal que se puede sacar de este acontecimiento histórico.

Pero que en el devenir de la Historia y de la intrahistoria no pase sustancialmente nada no ha de significar que en la novela que nos traemos entre manos no suceda realmente nada. Para que un relato funcione ha de ponerse en juego un conflicto, algo ha de romper la normalidad, aunque esa normalidad esté construida por un montón de anormalidades, como es el caso del Ulster del que se habla en Casa dividida. Sin embargo, en la novela de Antonio López-Peláez no se encuentra por ningún lado ese motor que genere a su alrededor un relato que funcione, que despierte el interés del lector. Este, a través de la voz y de la perspectiva del personaje principal, ese periodista cultural anónimo que ha conocido mejores momentos, vaga de escena en escena, de anécdota en anécdota sin rumbo fijo, sin brújula narrativa, sin saber qué está pasando realmente, si es que realmente está pasando algo. Sí que existe una levísima trabazón de las escenas entre los capítulos de la novela, sustentada fundamentalmente en la aparición y desaparición de los otros personajes con los que trata la voz protagonista, pero poco más.

En este peregrinaje atolondrado, la ciudad de Belfast, especialmente en su facción protestante, se erige como un personaje más del libro, quizá uno de los principales. Pero esto es lo mismo que decir a la salida del cine que lo que más te ha gustado de la película ha sido la fotografía o la banda sonora.

Como casi todo en esta vida y sobre todo en la literaria, puede que no esté entendiendo nada de la novela de Antonio López-Peláez o que me esté perdiendo algo; puede que esta flacidez narrativa responda a una posición estética del autor respecto a lo narrado y su material real para hacer coincidir la nada de la realidad post Acuerdos de Viernes Santo con la de la ficción de su novela; es decir, que se trate de una suerte de metáfora narrativa de la realidad, donde el término real es el imaginario y viceversa. Así pues, puede que lo que a mí me parece un inconveniente en la novela, se trasmute por arte del birlibirloque literario en virtud. No sé.

En cualquier caso, creo que Casa dividida corre el riesgo de caerse de las manos del lector, defrauda las expectativas creadas por el azar a su alrededor, pero no concretamente las de alguien interesado en los troubles norirlandeses y con cierto bagaje lector al respecto, sino las de cualquiera que espere un artefacto literario, como es toda novela, que lo introduzca en el devenir de una historia bien perfilada, que lo mantenga en cierto sentido con ganas de seguir leyendo, que lo remueva, que lo entretenga. Una novela puede ser muchas cosas menos aburrida, según le he oído decir en muchas ocasiones a Care Santos.

Casa dividida (Extravertida Editorial, 2022) | Antonio López-Peláez | 172 págs. | 17,50 euros

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