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Sobre desilusiones infundadas

9788490660454

 

Un árbol caído

Rafael Reig

Tusquets, 2015. Colección “Andanzas”

ISBN: 978-84906-045-4

312 páginas

19 €

 

 

 

José M. López

Debo decir que llevaba meses esperando la nueva novela de Rafael Reig, uno de los escritores españoles actuales que más me interesan. Su libro anterior, Lo que no está escrito, salió en 2012, y, después de tres años, ya se presentía en los mercados editoriales el olorcillo de final de cocción de la siguiente obra del asturiano. Sin embargo, cuando leí las primeras referencias publicitarias de Un árbol caído no pude evitar sentir una pequeña desilusión ¿El motivo? Era un libro, según leía, que trataba sobre ajedrez y sobre la transición, y yo, sinceramente, de ajedrez, lo justo, y el tema de la transición suele darme, con contadas excepciones, bastante perecita.

¿Desilusión? ¿Pero cómo me atrevía yo a dudar de Rafael Reig, un tipo cuyos libros me habían aportado tantas satisfacciones en el pasado? Así que estas reticencias previas fueron desapareciendo a lo largo de la lectura de la novela. Primero, porque el tema del ajedrez (al que el escritor es muy aficionado) no es más que un esqueleto narrativo sobre el que el que el tejido de la trama se ciñe, una especie de juego paralelo en el que se enfrentan cada uno de los personajes sobre el tablero de la vida. Pero no es necesario en absoluto ser un experto, ni siquiera saber mover una ficha, para disfrutar de lleno la novela. El tema de la transición, por otro lado, sí posee cimientos de mayor calado en la obra. Estamos ante lo que se suele llamar una “novela generacional”, pero de una generación que no es la mía, sino de aquellos nacidos sobre los 60, cuyos padres estuvieron en primera fila durante el final de la dictadura. Ellos, los hijos, sufrieron y disfrutaron con veintitantos las hieles y las mieles de la transición, desde la droga, a la música de la movida, pasando por el destape o el supuesto florecimiento cultural. Johnny es uno de estos jóvenes, que en el año 2003, con cuarenta años, se dedica a investigar la vida de sus padres y compañeros de generación. Tras la dictadura, se habían ido a vivir juntos a las afueras de Madrid, y explora cómo cambió el tranquilo devenir de esa urbanización tras el regreso de Luis Lamana, otro de los amigos que había abandonado el grupo y el país años atrás. Reig se siente muy cómodo utilizando los patrones del género policíaco para dar pie a una trama que termina siendo, me da la impresión, una especie de ajuste de cuentas hacia esa generación formada por una clase acomodada que corrió delante  de “los grises” y militaba en el partido comunista pero que, tras la caída de Franco, quiso hacer una revolución tranquila, y se dedicó, ya con Felipe, a dejar el partido  por otro que se decía socialista y obrero, a integrar los juntas directivas de grandes empresas, a pasear su ateísmo, medalla en cuello, como hermano mayor de una procesión de Semana Santa, y a pertenecer, en definitiva, a una clase que se caracterizaba por el cuello vuelto, la chaqueta de pana y el fajo en el bolsillo. Al autor parecen interesarle especialmente las mujeres de la transición, cariátides que en realidad arriesgaron más que sus maridos a la hora de luchar contra la dictadura. Con la democracia, se dedican, decepcionadas, a pasar las tardes bebiendo Gin-tonics en espera de que sus maridos las saquen a alguna fiesta lujosa de empresa. Como comenta el narrador en un momento de la novela, “se habían salvado sacrificando a sus mujeres”.

¿Desilusión? ¿Pero cómo osé siquiera cuestionar el nuevo libro de Rafael Reig por su tema si, además, es un escritor cuyas novelas no se ciñen a asuntos concretos? Sus obras exponen panorámicas vitales que no dejan de enfocar asuntos que, si bien no eran el objetivo principal del encuadre, están presentes en la vida, y como tal deben parecer. Un árbol caído, además de un libro sobre la transición o una novela policíaca, también es una novela de amor, o de desamor. La investigación de Johnny es, en el fondo, un último intento por recuperar a la mujer que nunca le quiso, y que, si vuelve, sabe que lo hará por compasión o, en el mejor de los casos, por resguardarse de  la tormenta en un cariño tranquilo y seguro. El amor de los perdedores, en definitiva. El sexo también está presente en sus novelas. Aquí aparece como un rito primitivo y ancestral, que a veces se muestra en forma de remedio alquímico, otras como satánico vicio.

¿Desilusionado? ¿Pero cómo me aventuré a poner en duda de antemano la obra de un novelista con tal sentido del humor? Y es que el humor de Reig es soterrado, invisible y transversal. Funciona como esos espejos cóncavos de las ferias que deforman las figuras para proyectarlas como realmente son por dentro. Un humor paródico que muestra lo ridículo del comportamiento de cada uno de los personajes, apartándolos de todo endiosamiento. Hasta el lector, en ocasiones, acaba sonrojándose, ya que se ve identificado con tal o cual personaje sobre el que se está dibujando esa lúcida caricatura.

¿Desilusionado? ¿Pero cómo me lancé siquiera a proyectar esos leves titubeos en mi mente sobre un libro de un tipo que escribe tan bien? Sus novelas poseen una ingeniería perfecta y recurrente, que dota a la trama de un tejido envolvente que parece ir hipnotizando al lector, que lee y lee sin poder parar. Las obras de Reig se devoran con una narcótica ansiedad. Raro si tardas en terminarlas más de dos tardes. Y es que se va creando en sus páginas una red de emociones e ideas que se superponen de manera elegante, para terminar destilando un lirismo nada pedante ni empalagoso. Porque su poesía es la poesía de los perdedores, pero también la de los tipos duros que prefieren no llorar en público. Hablamos de una sensibilidad disimulada, que  nace, a modo de cuña,  de lo más cotidiano e incluso de lo ordinario. Humor y lirismo son dos de sus señas de identidad, que entrelaza a la perfección a través de la metáfora degradante. Esta es su mejor herramienta para describir lo que sienten los personajes, lo que siente el lector. Como en este pasaje, donde se habla  del amor de todos los jóvenes hacia la guapa de la pandilla:

Tanto amor, como un dolor de muelas, nos desfiguraba la cara, nos quitaba el sueño, como esas manos que arrastraban muebles en el piso de arriba; tanto amor, que siempre volvía a aparecer, intacto, repentino, en otra parte de nuestro cuerpo, como esa picadora que cada vez escuece en un sitio distinto” (15)

¿Desilusionado? Sin duda, esa leve decepción que me llevé al leer la publicidad de Un árbol caído ha desaparecido por completo tras su lectura. Puede que hasta me alegre de haber sido un iluso y haber creído que el libro no iba a gustarme. Porque quizás esos prejuicios han actuado como brida ante mi habitual entusiasmo cuando aparece una obra del autor. Prejuicios que, seguramente, han hecho  que disfrute aún más de otra nueva obra maestra de uno de nuestros mejores novelistas actuales.

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