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Soledad oblicua

9788416358953CORADINO VEGA | A diferencia de Lancha rápida, que nos abocaba a un ritmo quizás demasiado frenético, el segundo libro de ficción publicado por Renata Adler, Oscuridad total, exige una lectura más lenta, concentrada, ante su extraña mezcla de sustancia y ligereza, de falsa densidad y entretenimiento desenfadado. Al igual que el primero, se trata de un libro raro; raro en el mejor sentido de la palabra: como parece ser su autora o era Muriel Spark, que en su posfacio dice que casi consiste en un género en sí mismo, una narración discontinua en primera persona que con razón puede calificarse de novela, si por novela entendemos una representación autónoma de la visión de la vida que tiene quien la escribe. En este caso, de su narradora apenas sabemos que se llama Kate Ennis, que es periodista y que mantuvo con un hombre casado llamado Jake una relación de ocho años, la cual a causa del egoísmo de éste se fue a pique en un momento dado. Poco más. Y para saberlo uno se ve obligado a leer entre líneas, identificando la ausencia y los cambios de referentes, pues no sólo se omite lo que el lector quiere conocer, sino que la manera que tiene Renata Adler de referir la realidad siempre es tangencial, oblicua, en el sentido que buscaba Emily Dickinson cuando decía: “Di toda la verdad, pero dila sesgada”.   

De hecho, la primera y la tercera parte de esta novela no cuentan ninguna historia, no siguen un hilo duradero de pensamiento, incluso parece que no les importa tener un receptor ni emitir mensaje alguno: pues muchas veces la escritura se convierte en un soliloquio de la narradora consigo misma o con el amante desaparecido. Como un reflejo de la percepción sensorial y de la memoria, a modo de fogonazos que yuxtaponen recuerdos sin contextualizar y experiencias de la vida cotidiana, las pistas que vamos obteniendo sobre la ruptura de Ennis con Jake aparecen entrelazadas, de una forma que a veces se imbrican pero otras no, con reflexiones “desde las cuestiones públicas más elevadas hasta los actos privados más pequeños”: fragmentos que hablan de la enfermedad o el sentimentalismo en la literatura de Gertrude Stein y Thomas Wolfe; disquisiciones sobre los procesos judiciales, el fútbol americano o la función de la coma en la prosa; apartes en los que se relata un encuentro casual o un dilema ético o se piensa sobre la deriva del periodismo, la pérdida de confianza en el gobierno o las facturas telefónicas. A veces cada párrafo se refiere a una cosa, los desplazamientos de la persona y el punto de vista bailan, las frases se repiten en unas disonancias que recuerdan la manera entrecortada que tenía de tocar el piano Thelonious Monk. Y, sin embargo, sumergirse en este poliedro hecho de crónica, ensayo divertido, diálogos ágiles, epigramas sin pedantería y aforismos de los que, de vez en cuando, repunta el desgarro amoroso (“te miro en busca de signos de que vayas a dejarme y descubro para mi desesperación que uno de los dos ya se ha ido”) o una confesión tan sincera como la de un diario, lejos de aburrir o cansar —por la sensación que se tiene a cada dos por tres de estar siempre como comenzando—, se convierte en una experiencia subyugante, en un dejarse llevar por la chispa de un estilo que, sin alcanzar la hondura lírica del de Elizabeth Hardwick (que es, junto a Joan Didion, la escritora con quien más se relaciona a Renata Adler), cautiva por su efervescencia analítica, sus ideas vivaces, su ritmo oral, su ausencia de artificio y su ejercicio de franqueza.        

A la narradora de Oscuridad total le gusta mucho el principio de una novela de Nabokov que reza: “Y en segundo lugar porque”; muy al principio se pregunta a sí misma: “¿Es aquí donde empieza?”, y se responde a su vez: “No lo sé. No sé dónde empieza. Aquí es donde estoy”; tiene una dubitativa percepción de su obra en marcha cuya perplejidad en cambio la aleja de la autoconciencia posmoderna: “¿De quién es esta voz? No es mía. No es mía”. La sensación es que la propuesta de Renata Adler carece de propósito deliberado (“escribir es siempre, en parte, marear a alguien”), y que lo mismo bebe del surrealismo (clavados a la pezuña del caballo árabe del pensamiento, la información o el sentimiento, siempre aparecían los dientes de la pregunta: ¿todo esto es cierto?”), que del aullido ‘beat’ y los impulsos de la contracultura. Pero no hay en ella nada de preceptivo, más bien al contrario: toma distancias respecto a las vanguardias al situarse en el terreno de lo íntimo; y aunque el material convertido en novela provenga de los años sesenta y setenta, de antes y después de la revolución sexual, su osadía no está exenta de una crítica a los desvaríos y dogmas de los radicalismos incipientes. Esto convierte a Renata Adler aún más en una verdadera ‘outsider’, fácil de confundir con lo de que precisamente se desmarca, si no comprendemos que su relato sin pies ni cabeza, ni orden ni concierto, no es una ocurrencia caprichosa, sino la extensión natural de la velocidad y el caos mental de su época en Lancha rápida, o la fractura del vidrio de la estabilidad emocional en esta novela donde una de sus frases recurrentes es: “De cómo fui y al mismo no logré ser una ciudadana de mi tiempo”.

A diferencia de las que la precede y sigue, en la segunda parte sí hay una historia más o menos lineal: tras la ruptura con Jake, Ennis se escapa al sur de Irlanda buscando la calma, huyendo de él, a un castillo que le presta un amigo diplomático, y en un principio el clima gris, las nubes y la lluvia le alegran, pero un pequeño incidente con su coche de alquiler, y la antipatía que muestran hacia ella los criados en unas situaciones a cada cual más absurda, acrecientan su sensación de que algo va mal. Entonces lo que sólo parecía la desconfianza tímida y educada de quien no quiere prejuzgar a nadie se va convirtiendo en un estado psicológico rayano en la paranoia, y el relato se troca en una pesadilla cargada de vigor y autenticidad en lo que puede ser la representación exterior de la confusión, la fragilidad, el desvalimiento e incluso la desesperación que asolan a la protagonista. Así, hacia la mitad del libro, la lectura se vuelve adictiva, vinculada a la circularidad de los pensamientos de Kate Ennis, cuando el talento de Renata Adler consiste en hacernos ver algo de lo que su personaje parece no tener aún conciencia plena: que de lo que está intentado escapar, como cuando al principio de la novela se nos dice que se marchó a la isla Orcas, es de su propia soledad, del reconocimiento tardío de que su “mundo, al fin y al cabo, ha sido, en cierto modo, el periódico, y todas estas personas; y el hogar, sea lo sea el hogar, está formado por sheriffs, vecinos, abogados, médicos, embajadores, redactores, senadores”. Escribir para marear a alguien, sin más, porque sí, por puro disfrute o necesidad de comprender o mero entretenimiento. Rara vez uno tiene la ocasión de encontrar un mundo tan personal, una forma de novela tan singularmente propia sin más pretensión que la de ser fiel a sí misma, como cuando lee a Renata Adler.

Oscuridad total (Sexto Piso, 2016), de Renata Adler181 páginas | 20 € | Traducción de Javier Guerrero | Posfacio de Muriel Spark

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