ALEJANDRO LUQUE | Cada vez se siente uno más lejos del furor turístico ciego, obsesionado por el selfie y los megusta de las redes, y más cerca del observador sosegado, del caminante a paso lento, ese que ni siquiera necesita ir muy lejos para alimentar su curiosidad. Subrayo esto último porque parece de lo más español presumir de haber hollado las playas vietnamitas, los hielos del ártico o los desiertos australianos, mientras se ignora todo de nuestros países vecinos y aun de la propia España.
Vicente Valero es un poeta y narrador al que sigo con interés, autor entre otros de un estupendo libro sobre los días ibicencos de Walter Benjamin. Cuando supe que había escrito una suerte de cuaderno de viajes sobre la Provenza se me antojó de inmediato, porque en su escritura siempre encuentro cosas dignas de atención y placer estético; pero también por la elección del destino, esa región un tanto apartada del circuito vacacional, alpina y mediterránea a la vez, y con una tradición cultural propia que va mucho más allá de su celebérrimo festival de Cannes.
A Valero parece interesarle menos el glamour de las alfombras rojas que la mirada de Petrarca, que pasó su juventud por esos pagos, y desde la cumbre del Mont Ventoux se preguntó qué hacía abandonándose a la contemplación del paisaje, cuando lo verdaderamente admirable es asomarse al alma. Idea agustiniana que, como se ve, posee escaso predicamento en nuestros días.
El poeta es el guía primero y principal, pero hay muchos más. Asoman en estas páginas el poeta René Char y su amigo Albert Camus, que murió en un accidente de tráfico cuando viajaba desde Lourmarin a París, después de haber afirmado que en la primera localidad había encontrado el cementerio donde querría reposar. “Estaré muy bien en él”, apuntó. También aparece Paul Cezánne, que reconoce en la naturaleza de Sainte-Victoire “la carne resplandeciente de las ideas y de Dios” y cuyos restos reposan en el cementerio de Saint-Pierre, en Aix-en-Provence. O Pablo Picasso, que está enterrado –si alguna vez lo supe, yo lo había olvidado por completo– en Vauvernagues. Y entre todos se va trazando un análisis sobre el paisaje que es síntesis de naturaleza y de cultura, de imagen y palabra, de vida y muerte.
Vicente Valero viaja morosamente por carreteras rodeadas de flores y verdura, de un pueblo coqueto a otro, pero sobre todo salta de lectura en lectura. Y ahí surge un riesgo importante para cualquier libro de viajes, y es la tentación de citar tanto, de compartir con el lector todo lo que hemos leído, que se nos olvide contarle qué es lo que nosotros mismos hemos visto o sentido. Un reproche que hice incluso al maestro español de literatura viajera Javier Reverte, que incurría con frecuencia en ese error que la era de Google y de la Wikipedia no ha hecho sino agravar.
Creía que Valero iba a arriesgarse a naufragar en esas corrientes, cuando llegué a la última parte. Ahí están, ordenadas como un diario, las impresiones del autor en forma de breves poemas en prosa bajo el título Junio en casa del doctor Char. En él encuentro una frase que me parece un buen consejo para el viajero, una forma de acabar con ese turismo descerebrado del que hablaba al principio, que amenaza con hundir todas las ciudades del mundo. Dice así: “Busca una maleta en la que no quepa nada más que tu desnudez”. Y echa a andar, echa a andar.
Breviario provenzal (Periférica, 2021) | Vicente Valero | 120 páginas | 9.50 euros