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Sombras chinescas

adonde van los chinos

 

¿Adónde van los chinos cuando mueren?

Ángel Villarino

Debate, 2012

ISBN: 978-84-9992-230-0

304 páginas

18,90 €

 

 

 

Ilya U. Topper

«¿Que si hay funerales chinos? Por supuesto que sí. Se mueren igual que todo el mundo. ¿Que si lloran a sus muertos? Hombre, pues claro, como todos los demás. ¿Que si vienen muchos juntos? Bueno, a veces sí, aunque no es nada comparado con los gitanos. No sé qué quieres que te diga.»

Ángel Villarino se ha armado con una motosierra para desbrozar de una vez por todas una jungla de prejuicios, una de las más tupidas que cabe imaginar: la que cubre y oculta la vida y milagros (económicos) de la comunidad china en España. Lo hace, como un buen periodista suele hacerlo: dando información.

¡Un momento, un momento! Antes de que abandonen esta página haciendo clic en cualquier enlace, déjenme decirles que pese a la terrible palabra «información», aquí no hay aridez. Como efecto colateral de su tarea de desmonte de prejuicios, Villarino ha reducido a cenizas, de paso, esa creencia tan difícil de desarraigar que dice que informar, e informar bien, es aburrido. No lo es. No, cuando el periodista ha hecho bien su tarea: tener calle antes de sentarse a escribir. Mucha calle.

Tal vez deba apuntar que los periodistas llamamos «tener calle» al hecho de bajarse a la ídem y mirar, ver, preguntar, oír, observar (añadan todo verbo que se les ocurra, siempre que sea antónimo de googlear). Eso que hoy se hace tan pocas veces en las redacciones. Me consta una en la que pusieron un reloj de fichaje en la puerta, y la práctica me habría parecido buena, si hubiera servido para premiar a quienes pasaban más tiempo en la calle, pero como los malpensados entre ustedes ya habrán adivinado, se le dio la finalidad contraria.

Déjenme añadir un grato recuerdo: fue en esa misma redacción, la de La Clave (que en paz descanse, desde 2008), donde conocí a Ángel Villarino. Era entonces corresponsal (de esos que los gerentes llaman freelance para ahorrarse el sueldo) de nuestra revista, y algunos diarios más, en Roma y a menudo en los Balcanes. Luego se fue al lejano Este y cubrió un rato China y la ultramar adyacente. Era uno de los tres nombres que en mi muy extensa agenda de corresponsales iban precedidos por cuatro estrellitas, la máxima calificación. No, no me sorprende que el libro sea tan bueno.

Porque es bueno con nota. Villarino se ha metido a fondo, tan a fondo como pueden ustedes soñar y un poquito más. Ha hablado con cientos de chinos establecidos en España, desde tenderos del barrio de Lavapiés a millonarios de Barcelona, pasando por las putas de Gran Vía. Ha pasado por bodas chinas y pisos patera, y desde luego por los almacenes mayoristas de Cobo Calleja, ese territorio chino al sur de Madrid, un universo aparte, como ustedes no se lo imaginan, y donde alguien importa cien mil bragas cada semana. También con su competencia, con empresarios españoles, con aduaneros y policías y sí, con empleados de funeraria. Y la imagen que se traza es la de un colectivo vibrante, siempre presto a innovar, a cambiar de mercado en el primer indicio, con una tremenda solidaridad hacia dentro y mucha desconfianza hacia fuera. Pero sin historias negras. No: los chinos muertos no se cocinan. Se entierran. Lamento desilusionarles.

Pero esto es sólo una parte del libro. Durante su lustro de vida en Pekín, Villarino se ha recorrido también las fábricas donde producen aquellas cien mil bragas semanales, y las urbanizaciones de lujo donde los mayoristas invierten los beneficios que sacan en Madrid y donde montan casinos con vino español. También las empresas que se anuncian en internet para ofrecer, a tarifas muy competitivas, cualquier certificado falsificado que se desee. Pero también los pueblos de donde salen los chinos de España (y de toda Europa): Quingtian, esa provincia perdida en las montañas al sur de Shanghai donde hace frío y sólo quedan viejos.

Y de repente, la inmigración china deja de serlo para nosotros, lectores: de repente entendemos que es una emigración, la misma que vivió Andalucía en el siglo XX o Galicia en el XIX. Sólo que esta vez somos los receptores. Pero las tornas cambian: ya fuimos chinos, y tal y como pintan las cosas, puede que nos vuelva a tocar serlo. Y entonces es bueno saber que los chinos, esencialmente, no son un alien galáctico.

Sí: Ángel Villarino no sólo ha conseguido un libro con un perfecto maridaje entre información (mucha información detallada, rigurosa, verificada, de primera mano) y lectura amena, muy amena (testimonios frecuentes, breves, con la voz propia de los personajes y con la presencia del autor, pero sin ponerse nunca en escena: ese equilibrismo de contar que uno ha estado ahí, pero sin chupar cámara, algo que ya podrían aprender unos cuantos que ahora mismo pululan por las guerras del planeta). Ha conseguido, además, emocionarnos. Ponernos un espejo y una pared traslúcida para hacernos ver que en el fondo, quienes arrojan esas sombras chinescas somos nosotros mismos.

A mí China siempre me ha pillado un poco lejos. No son las noticias sobre las que salto nada más aparecer en la prensa (aunque soy consciente de que hay que enterarse de lo que pasa allí). Pero con este libro me pasa como con las crónicas taurinas de Joaquín Vidal: no hace falta haber visto nunca un coso por dentro para disfrutar con sus revoleras. Ah, y si hay en esta sala un profesor de periodismo, que lo apunte para el próximo semestre.

Si hay en la sala un gerente de periódicos, de esos que ponen relojes de fichar, también.

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