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Somos gregarios por naturaleza (o hasta qué punto)

LUIS ANTONIO SIERRA | Entre los clásicos de la literatura británica del siglo XX, Philip Larkin ocupa un lugar destacado, sobre todo en lo tocante a la poesía. De hecho, dos de sus poemarios, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas, son – bajo el humilde punto de vista de este reseñista – de la mejor lírica que se ha escrito en el Reino Unido en los últimos cien años. Pero Larkin no fue solo un gran bardo, sino que también demostró su maestría en el género novelístico con títulos como Una chica en invierno o el que va a ser objeto de este artículo, que con gran acierto ha rescatado para el público hispanohablante la editorial Impedimenta y que Marcelo Cohen ha traducido magníficamente: Jill.

Bajo este nombre de mujer que da título a la novela de Philip Larkin se encuentran muchos de los anhelos del protagonista – y más que probable alter ego del autor – John Kemp. Con el trasfondo de un país inmerso de lleno en la Segunda Guerra Mundial y sufriendo el blitz de la aviación nazi, Kemp comienza sus estudios como becado en la universidad de Óxford. Para este joven de orígenes humildes, acceder a tan elitista institución le acarreará conflictos de identidad que se conjugarán con una muy típica característica del ser humano, sobre todo en las etapas de la adolescencia y la primera juventud, esto es, el gregarismo y los problemas derivados de no saber gestionar el sentimiento de pertenencia. John Kemp es una rara avis – junto con el resto de becados – en un mundo en el que sus compañeros de estudios proceden de familias adineradas bien situadas socialmente y para quienes la estancia en esta universidad es un trámite natural en su vida social. Por ello, aunque Kemp no encaja ni por estatus social ni por posibilidades económicas con gente como Christopher – su compañero de cuarto – y sus amigotes, intenta acomodarse para dejar de sentirse como un patito feo. De ahí también sus dilemas sobre si adherirse al mundo de Christopher o al de Whitbread, otro patito feo que sí es muy consciente de su lugar en el mundo y que actúa como líder oficioso de los becados.

Para escapar del desasosiego que le produce esta situación, Kemp se refugia en la creación literaria con la invención de un personaje femenino, Jill, que le servirá como vía de escape. Pero – y aquí probablemente se encuentre uno de los giros de trama más surrealistas que este reseñista ha leído en mucho tiempo – el personaje imaginado por Kemp cobra vida como Gillian, la prima de Elizabeth, novia oficiosa de Christopher. Aunque el vuelco argumental es más que sorprendente, también es verdad que, tras unos momentos de desconcierto, la historia remonta con el personaje de carne y hueso y el despertar de John Kemp a lo que ella representará para él, su primer amor de juventud, el cual, como sucede casi siempre, se verá truncado por cuestiones de clase fundamentalmente.

Aparte de la trama, de los giros narrativos y del más que sobrado dominio del género por parte de Larkin, esta novela nos trae a colación asuntos muy interesantes que hemos mencionado someramente y que habría que abordarlos con algo más de detalle. El tránsito de la adolescencia a la edad adulta es algo a lo que no escapa este joven, destetado con su llegada a la elitista Óxford. Esta travesía no está exenta de conflictos, de contradicciones entre el inconsciente y la realidad, entre esa misma realidad y el deseo. El gregarismo propio del ser humano tiene sus límites y estos pueden provocar auténticos estados de desesperación por no ser capaz de acomodarse a los deseos, bien porque sea materialmente imposible, bien porque estos choquen frontalmente con la realidad. John Kemp, además, se enfrenta al dilema de ser lo que otros quieren – o esperan – que llegue a ser, o lo que él pretende ser, lo cual le crea auténticos conflictos que se manifiestan en su reacción frente a las constantes humillaciones que sufre por parte de compañeros como Christopher y su panda. Curiosamente, duda entre asumirlas como tales en un claro ejemplo de ocultamiento de la realidad en aras de ser admitido como miembro del grupo o tomarlas en serio y desmarcarse de sus acosadores. Las contradicciones entre dejarse llevar por el hedonismo o cumplir con el deber que se le supone como estudiante también son moneda de cambio en el devenir de Kemp en esta etapa de su vida.

Al contrario de lo que otras narraciones harían, esto es, dar una solución cerrada, acabar la novela con un final concreto que determine el futuro del personaje, Larkin – muy acertadamente, creo – nos deja un final abierto que corresponde a la auténtica realidad de cualquier ser humano. No nos da la solución concreta a los dilemas del personaje porque la vida es así, porque vamos cambiando, evolucionando, tomando decisiones acertadas o no, dando pasos hacia adelante o corrigiéndolos si entendemos que nos hemos equivocado. Al fin y al cabo, esta es la vida, y la de Kemp, con sus aciertos y sus errores, también.

Jill (Impedimenta, 2021) | Philip Larkin |Traducción de Marcelo Cohen | 312 páginas | 22,50 euros.

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