ILYA U. TOPPER | Son unos putos sufíes, colega. Sufíes, con todas las letras, y con toda la música, por supuesto. Música punk. Hardcore. No sólo hardcore, sino taqwacore. ‘Taqwa’ es árabe y significa piedad, devoción, y en este caso significa arrodillarse a rezar cinco veces al día, en fila con los hermanos, entre cascos vacíos de cerveza, colillas de porro y después de bajarle el volumen a los Sex Pistols. Como lo oyes, tío.
Son punks. Pero punks musulmanes. Y no, con musulmanes no digo que se llamen Mohamed o Zineb o Ali por haber nacido así, y que les guste el punk. De esos hay también, digo yo, en California o en Buffalo, como hay marroquíes rockeros o heavys de Teherán. Pero no es eso. Estos colegas se creen el rollo de verdad. Se leen el Corán todo el puto día, se lo saben casi de memoria, y hacen hasta el ‘adhan’ y todo, la llamada a la oración, antes de extender sus alfombras o su trozo de caja de pizza. No paran de hablar de Mahoma, su harén de esposas y la madre que las parió. Se tatúan versos coránicos en la piel. ¡Se tatúan! Que es un poco como si un cristiano de los kikos para follar se pusiera un condón con una imagen de la virgen estampada.
Bueno, vale, lo de que tatuarse sea algo ‘haram’ es nuevo: las musulmanas de mi tierra se han tatuado toda la vida de dios. Que es pecado mortal se lo han sacado de la manga los telepredicadores salafistas.
Pero es que los chicos de los taqwacores son prácticamente salafistas. ¿A quién si no se le ocurre rezar cinco veces al día y en fila? Claro, si fuesen salafistas no se abrirían una cerveza después ni se fumarían un canuto, ni pondrían «Fuck All Government», de Crass, cuando se llevan a la cama a una tía. O un tío. Que para eso tienen hasta bandas liwaticore (de ‘liwati’, maricón).
Son sufíes. Y a los sufíes las reglas les sudan la polla. Ellos saben que Dios existe, y Dios sabe que ellos existen, ¿qué más hace falta? Ya lo dijo Angelus Silesio, allá en 1657, que debió de ser sufí también, aunque de los cristianos:
«A Dios las obras le dan igual: el santo al beber cerveza
le agrada tanto como cuando canta y reza.»
O algo así. Claro, yo me he preguntado siempre por qué uno es santo si no es por sus obras. Si uno es santo simplemente porque lo es. Debe de ser ¿no? Uno no toca música punk. Uno es punk.
Pues sí, tronco: cambiando las drogas locales por la cerveza y las darbukas por las guitarras eléctricas, los punks son la nueva generación de sufíes. Sé de eso un rato porque mi viejo ha escrito un tocho sobre los sufíes en el Magreb y salen bastantes grupos, entre los que se dejan greñas y los que van todo el día fumados, haciendo versos al kifi y haciendo acrobacias con una cabra. Y ya no digo los que se comen un cordero vivo o que se pegan con cuchillos hasta sangrar –les vendrían bien unos pinchos punk– pero eso ya es más heavy, claro. Un poco death metal ¿no?
Los punks de Buffalo se pasan el día haciendo el ganso en los centros comerciales. El ganso o el loco del psiquiátrico, simplemente para ver qué cara pone la gente, esa gente que está tan en sus casillas. Eso es el curro del derviche en mi tierra: sacarlos de ahí.
A quien más sacan de sus casillas es a los buenos musulmanes, claro. A estos gilipollas pijos de la Muslim Students Association, los tíos que cortan el bacalao en todo lo que se hace llamar musulmán en América, y se pasan el día discutiendo si hay que matar a Rushdie por apóstata. Y luego van los punks, se levantan de la oración y ponen un tema de los Ghilmans que dice algo así como que Mahoma le dio por culo a su novia cuando era una cría. O que les encanta hacer malabarismos con el Corán en la punta de la polla.
¿No es fantástico? Decir que Mahoma era un putero es de lo más islámico que te puedes imaginar porque en el islam no hay nada más que Dios, y Dios es tan grande que no le hace falta un puto santo para difundir Su Palabra. Eso, al menos, dice Jehangir, el prota de la novela. Soy tan musulmán que me cago en el islam. Y que se hagan pajas con sus fetuas todos esos muftíes que compiten por ver quién la tiene más larga. La barba, digo.
El tipo ese, Michael Muhammad Knight, lo cuenta de puta madre. Como si hubiera estado ahí. Si te lees luego la solapa, parece que resulta que no, que es todo inventado, que él ni siquiera creció en una familia musulmana sino que se convirtió, eso sí, casi de crío. Y que el movimiento punk islámico de Estados Unidos se fundó después, precisamente porque él se lo inventó, porque se inventó este libro, después de volver de Pakistán. Digo yo que en Pakistán, además de mucho integrista suelto, habrá conocido a unos sufíes.
No te voy a contar el final, tío, porque mejor te lo lees tú. Ese concierto en Buffalo, bajo la nieve, con todas esas bandas taqwacore de la Costa Oeste, de Khalifornia. Eso es apoteósico, tronco: no has leído nada mejor. Como la tía esa que se pasa todo el día con el burka –aunque es feminista a saco y odia a los mulás: debe de llevar el burka simplemente por joder, como otros punks musulmanes llevan la estrella de David– como esa tía, digo, le hace al cantante una mamada en el escenario, eso no tiene precio, tío. Cuando digo apoteósico, lo digo en el sentido griego: cuando el héroe se convierte en dios. Una sufí sabe que ella es dios.
Ojalá la historia acabara bien. Ojalá tuviera razón Knight cuando dice que este sufismo punk pueda forjar una nueva forma del islam en América, lejos de los mulás y sus fetuas, un islam que sea una fe, no un código de barbas. Que no sea lo que es ahora: levantarse de la taza de váter para correr a consultar el libro de hadithes sobre cómo se limpiaba el culo Mahoma. (Es la mejor definición del islamismo que he leído en mi puta vida. Superen esa).
Pero no, colega, esta batalla está perdida. Muy perdida. Y Knight lo sabe: para poder publicar el libro en América le ha tenido que poner asteriscos a las frases. Así: Me c*** en el i****. Me paso el s**** C**** por la p**** de la p****. Así hablan los punks del libro cuando dicen verdades como puños. Porque si no, ya sabes, tronco, si no lo haces así, hoy día, en Estados Unidos, van y te queman como a Rushdie.
The Taqwacores (Ginger Ape, 2014), de Michael Muhammad Knight | 364 páginas | 24 € | Traducción de JMT & B. Orzos