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Sumisiones de cortesano

ACA0293

 

Gente, años, vida (Memorias 1891-1967)

Iliá Ehrenburg

Acantilado, 2014

ISBN: 978-84-16011-06-3

2.064 páginas

55 €

Traducción de Marta Rebón

 

 

Coradino Vega

Se ha presentado este volumen como uno de los testimonios fundamentales para entender gran parte del siglo XX, y en buena medida es así. Pero hay libros de memorias en los que, apenas avanzadas unas páginas, uno no puede sino poner sobre alerta la fiabilidad de su autor. Al lado de esa inercia tan acusada que tienen muchos personajes públicos a dar una buena imagen de sí mismos y quedar bien, las fuentes cada vez son más ricas y rigurosas: hay confesiones de víctimas, historiadores documentados, visiones solventes sobre la revolución soviética, la época estalinista o incluso el papel de la URSS durante la guerra fría. Iliá Ehrenburg (Kiev, 1891 – Moscú, 1967) fue un testigo privilegiado de todo ese periodo, y no se trata de esgrimir cuánto de lo que cuenta fue o no verdad, sino de hasta qué punto cumple la premisa que él mismo se impone al inicio de sus recuerdos: “Me esforzaré en no tergiversar nada de manera consciente”. Porque más allá de su pretendida buena fe, del supuesto romanticismo y la sinceridad de su adhesión a unos ideales más o menos justos (“la causa”, como no parará de repetir), Ehrenburg escribe menos como el escritor independiente que presume de ser, que como el servil burócrata de Estado y agente de propaganda que sin ningún tipo de duda fue.

Nacido en el seno de una familia burguesa judía, Ehrenburg describe con vivacidad periodística la atmósfera del cambio de siglo bajo el zarismo, al tiempo que se afana por construirse una identidad a medida de joven revolucionario. El ceño hosco en casa y la imagen de delincuente juvenil, tan mistificada como autocomplaciente en su recreación retrospectiva, fijan las pautas para un activismo bolchevique precoz —cuando aún estaba en el instituto y conoce a Bujarin— que acabará con sus huesos en una celda de la Ojrana como paso previo a la clandestinidad. Desde el pasaje en que aprecia la libertad tras su rápida salida de la cárcel, choca el doble rasero con el que evaluará (o callará) los actos posteriores del régimen soviético aun afectando a muchos de sus allegados, Bujarin incluido. El exilio le conduce a París, donde vivirá gran parte de su vida, y no precisamente mal, por mucho que contraponga su situación a la de la emigración blanca. Allí conoce a Lenin —de quien siempre hablará con veneración devota— y a Trotski. Pero sobre todo pasará la mayor parte del tiempo en los cafés de Montparnasse, como La Rotonde o la Coupole, en los que compatibiliza sin mayor problema su “espíritu intransigente” de materialista histórico —para quien los sentimientos han de ser una debilidad inadmisible— con sus tribulaciones de poeta dandi educado en el humanismo del siglo XIX. En su primer viaje a Italia se impregna de arte renacentista. A la vuelta se hace íntimo de Modigliani y Picasso, a quienes se refiere por sus nombres de pila, y conoce y admira a Léger y Rivera, que tanto le servirá de inspiración para el Julio Jurenito de su primera novela. El estallido de la Primera Guerra Mundial le pilla a contrapelo y, tras ser rechazado como voluntario, se queda en La Rotonde con otros liberados del frente para quienes el odio a la ordenada vida burguesa mezcló perfectamente con la fe en la lejana Rusia y la sed de catástrofe. Sólo cuando es requerido como periodista, y visita las trincheras del Somme, decide hablar de la guerra con un espanto no del todo exento de admiración casi vanguardista. La Revolución de Octubre parece cogerle asimismo apartado de su país, en ese papel de espectador del que intentará zafarse durante el resto de su vida, y al desconocimiento suma esta vez el desconcierto que le produciría siempre la dialéctica del esteticismo con la ‘proletkult’.

Como emigrado político evitará también la guerra civil rusa y, cuando vuelve a su patria, de un lado confiesa que no puede comprender lo que está pasando pero, de otro, no ceja en explicarle a Marina Tsvietáieva “cuál era la verdadera catadura de los blancos”. En un anticipo de la tónica “nosotros” contra “ellos” que se repetirá a lo largo de las memorias, el mal sólo lo cometen los mencheviques. En Moscú queda fascinado por todo lo nuevo y los debates poéticos protagonizados por Maiakovski y los simbolistas seguidores de Blok. Trabaja como funcionario pedagogo y entabla contacto con Meyerhold. No deja de recordar el cambio de década como “una época extraordinaria”. De Pasternak alaba su poesía para, acto seguido, incidir en su complejo carácter egocéntrico y ermitaño, y descalificar Doctor Zhivago como una equivocación. De Mandelstam rescata mezquinamente sus versos sobre la revolución y no dice ni una palabra de su destino. Del de Tsvietáieva, como del de su amiga Ajmátova, sólo afirma que sabe “el precio que paga el artista por su pasión”, como si en todos estos casos lo que importara fuera la poesía, no las vidas particulares de cada uno. Al mismo tiempo, la exaltación de los primeros años de la revolución adolece de un lirismo incontenido que eleva la fuerza espiritual del pueblo ruso a categoría de suprema abstracción. “Maiakovski nunca estuvo en conflicto con la revolución: es una fantasía de quienes no le hacen ascos a nada en la lucha contra el comunismo.” Así capta a cualquiera que se cruce por su camino. De cada conocido valorará o rescatará la afinidad con la causa justa, y omitirá o pasará de puntillas sobre su disidencia. En 1921, confiesa, fue “uno de los primeros ciudadanos soviéticos en salir al extranjero”. Y quizás radique ahí la razón de su comentada supervivencia: si Iliá Ehrenburg no compartió la suerte de la mayoría de intelectuales de su generación, no fue porque naciera con una camisa puesta (que es la expresión rusa para el que nace con estrella); por simple suerte o azar, como él con no poco cinismo sopesa; si sobrevivió al delirio homicida del estalinismo fue porque siempre estuvo donde tuvo que estar, porque dijo lo que en cada momento no fue demasiado incómodo decir, porque lo que él considera con orgullo una prueba de lealtad duradera se revela como un acto prolongado de docilidad, como una toma de partido del todo consciente y una sumisa voluntad de ignorar.

Cuando se entera de la desaparición de Isaak Bábel, su “amigo más íntimo y fiel”, no sólo reacciona con una impasibilidad heladora, sino que incluso en la década de los sesenta, muerto Stalin y celebrado el XX Congreso del PCUS, al recordarlo justifica: “Bábel fue uno de aquellos que pagaron con su lucha, con sus sueños, con sus libros y, por último, con su muerte la felicidad de las generaciones futuras”. Nadie tiene la obligación de ser un héroe. A nadie se le puede exigir que tenga vocación de mártir. Uno no puede juzgar las condiciones de miedo e intimidación en las que se desarrolló la vida que lee desde el presente. Pero es que Ehrenburg en ningún momento confiesa que tuvo verdadero miedo. Lo máximo a lo que acierta a reconocer es su incertidumbre, su estupor, su hastío, su íntimo desacuerdo, su recelo del estalinismo —culpando en principio de la represión a Yezhov y Beria— toda vez comenzado el deshielo que él mismo tanto contribuyó a nombrar con el título de una novela. Las revelaciones que el propio partido se atreve a hacer iniciado el mandato de Jrushchov son la garantía de la salvaguarda del espíritu de Lenin y la pervivencia de la idea original, como si la dictadura del proletariado no estuviera ya presente en Marx. No importa que voces extranjeras —con su miope visión de los logros del pueblo ruso— alertaran de inmediato sobre lo que estaba pasando; no importa que las víctimas estuvieran justo delante de los ojos de Ehrenburg. Para él, cualquier crítica al totalitarismo de la URSS no es más que una artimaña propagandística con la que el capitalismo etiqueta todo lo que se resiste a su expansión, postura por cierto defendida aún hoy por Badiou o Žižek, entre otros. Poco importa que los deportados de la ‘deskulakización’ desfilaran hacia tierra de nadie ni que Kolimá sea citada por primera y única vez, y de manera casi anecdótica, en la página 1.893; a juicio de Ehrenburg, no hay cosa más digna de elogio que los resultados del primer plan quinquenal y el amor orgulloso de los obreros, retratados como en un cuadro de Brueghel el Viejo, por sus fábricas de nueva creación. Poco importa que su otrora amigo Gide denunciara lo que vio a la vuelta de su visita a Rusia; para Ehreneburg, aquel cambio de criterio obedecía poco menos que a su lábil carácter narcisista de homosexual. Poco importa que en el Moscú de 1937 estuviera sucediendo lo que ha documentado pormenorizadamente Karl Schlögel en su reciente Terror y utopía; por esa misma fecha Ehrenburg no sólo relataba para Izvestia la heroica resistencia del proletariado en el frente de Aragón, sino que él mismo traía —junto con el luego también purgado Koltsov— el dinero necesario para financiar la intendencia soviética en la guerra civil española. Decir esto, al igual que para los emocionados seguidores actuales de Žižek o Badiou, es sólo defender la mentira y la hipocresía y la crueldad y la opresión del sistema capitalista; o sea: la prueba irrefutable del dogmatismo de los que se pretenden antidogmáticos; o sea: el indicio más evidente de su fundamentalismo democrático; o sea: la equidistancia entendida como zona de confort; o sea: la forma más eficaz de evadirse de los problemas del presente.

Llama la atención la perseverancia con la que Ehrenburg divide al mundo entre su “nosotros” y sus “enemigos”, que primero son los zares, después los mencheviques, después los nazis y después los países occidentales, con especial relevancia de Estados Unidos. En los años treinta, en su libro España. República de trabajadores, concentra toda su simpatía en un inmarcesible pueblo español que nada tiene que ver con su clase dirigente. Si uno lee las impresiones que provocan en Ehrenburg personajes como Miaja (“ese títere”), Azaña o Daladier, y las compara con las de por ejemplo Chaves Nogales en ese mismo tiempo, comprobará hasta qué punto puede aquél llegar a ser tan arbitrario como despectivo. Mientras que Paul Éluard deja el surrealismo para abrazar la causa y por tanto cambia para mejor, su íntimo compañero en la guerra de España André Malraux es el perfecto ejemplo de que siempre se puede cambiar a peor. Mientras, Ehrenburg repite una y otra vez: “Jamás he calumniado la realidad soviética”. De esta forma, claro que Gente, años, vida se puede considerar un completo recorrido por los grandes acontecimientos del siglo XX: con la condición de que comprendamos que todo suceso, todo personaje o cualquier situación, son evocados con la parcialidad más absoluta. Por mucho que Ehrenburg previera el ascenso del fascismo en Italia, el ocaso de la República de Weimar, las consecuencias de la Viena en el periodo de Dollfuss, o que se convirtiera en un ferviente antifascista dinamizador de congresos de escritores y plataformas para la paz, nunca, ni siquiera tras la muerte de Stalin y la denuncia del culto a la personalidad subsiguiente —que tan fácil puso la condena al dictador y cualquier tipo de aclaración autoexculpatoria tras el reconocimiento de que el fin no podía justificar los medios—, nunca a lo largo de los siete libros que conforman sus memorias, se aplicará a sí mismo lo que pensó hasta el final de los ciudadanos que vivían al otro lado del telón de acero: “La servidumbre es para aquellos que aún no se han librado de su mentalidad de esclavos”. Él cubrirá la guerra civil española desde un hotel de primera con semanas de descanso en una casita alquilada en Banyuls. Se fascinará por Hemingway y por Capa, y se sentirá contento porque cada vez que vuelve a Rusia ve crecer los aciertos de su sociedad, y llamará “delicado soñador” a Alberti, y acudirá con Aragon y Neruda a todos los congresos de escritores, y de cada artista o científico amigo valorará más su fidelidad al comunismo que el mérito de su trabajo. En medio de las purgas del partido y los juicios farsa como el de Bujarin —al que se ve obligado a asistir— repite en más de una ocasión que, a pesar de todo, “sabía que había escogido el camino correcto”. Su toma de partido es rasa, sin complejidad ni matices, aburrida, sin remisión. Si acaso sorprende el conmovedor retrato que hace de Antonio Machado, o las continuas alusiones al carácter de su idolatrado Chéjov, sobre todo por lo que tienen de contradictorio respecto a su altisonante vanidad y previsible posicionamiento; o la sinceridad de su derrumbe físico tras el pacto Mólotov-Ribbentrop.

El tono de Ehrenburg sin embargo no es el de un fanático; como mucho puede empalagar cuando le da un brote de sentimentalismo leninista, o cuando se autocita sin rubor o reproduce sus poemas o las críticas de sus libros, o explica lo que se propone contar con una autocomplacencia bochornosa. Cómo no lo vio antes estando tan bien informado y relacionado; cómo se empecina en justificar lo que a partir de cierto momento incluso él considera injustificable; cómo nada y salva la ropa a la vez; cómo se las ingenia para estar en misa y repicando; o cómo convierte la dialéctica en el arte y la técnica de caer siempre de pie, son las interrogaciones constantes que uno se hace mientras lee este libro. Sus críticas a la política literaria oficial de los gobiernos comunistas, su velada denuncia del antisemitismo soviético, su don ecuménico para repetir que “en todas partes hay mala gente, al margen del régimen político”, su fría defensa de Vasili Grossman (y su tibio disgusto por la no publicación de El libro negro que escribió junto a él contando los horrores del nazismo); su sorpresa incrédula cuando empiezan a acusar a tantos artistas de formalistas, de cosmopolitas o de enemigos del pueblo; su perplejidad ante el caso de los médicos; su supuesto valor a la hora de coger el teléfono y adelantarse a que Stalin lo llame a él; sus misiones gubernamentales a congresos por la paz que sólo buscaban el desarme unilateral de la alianza atlántica; todo aquello cuanto se afana por contar que hizo por los ciudadanos de la circunscripción por la que fue designado diputado en el Soviet Supremo; todo eso, y más, puede mostrar los claroscuros de su contradictoria personalidad, puede hacer comprensible que Nadezhda Mandelstam dijera de él que “sin poder hacer nada, como todos, sin embargo intentaba hacer algo por la gente”, puede resaltar su rimbombante convicción sincera en que un nuevo mundo esperaba a la humanidad, pero al mismo tiempo pone bajo relieve las medias verdades sobre las que cuenta y vivió su vida, lo mucho que tuvo que callar, la voluntad tan ciega de la que tuvo que hacer acopio para no querer conocer lo que sabía perfectamente que estaba pasando por mucho que se desmarcase después de 1956. Hasta última hora pensó por un lado que “es imposible imponer la justicia cometiendo actos injustos” y, por otro, que la batalla continuaba contra “los enemigos del pueblo soviético y reconocer el más mínimo error sería darles alas a ellos”.

De esta forma, es cierto que Gente, años, vida es un documento fundamental para entender, si se lee entre líneas, cómo fue posible sobrevivir a Stalin cultivando una independencia intelectual sólo creíble ante los ojos del autor que se la supone. Por sus páginas, traducidas en un nuevo trabajo heroico por Marta Rebón, desfilan muchos artistas, escritores secundarios, pensadores y científicos relevantes como Sartre, Jorge Amado, Nicolás Guillén, Einstein o Joliot-Curie, cuya grandeza como ya se ha dicho, a ojos de Ehrenburg, residió en que “fueron leales” y no hicieron otra cosa que defender “la verdad”. En la torpeza machacona de su defensa quedan servidas en bandeja las razones de sus detractores. Ehrenburg estuvo en todos sitios, conoció a todo el mundo, pero que ningún lector busque en estas dos mil páginas referencias a Sájarov, Orwell, Koestler o Sholzhenitsyn, porque no las va a encontrar. Se cita una sola vez a Camus y de forma torticera. Durante la guerra fría dice Ehrenburg que los sucesos de Hungría del 56 le hicieron pasar el peor mes de su vida. Emisario internacional de la Unión Soviética, de entre sus múltiples viajes destaca el que hizo por el sur de Estados Unidos, con plena libertad, para ver con sus propios ojos el epicentro del racismo. En ningún momento se preocupó por conocer de primera mano los campos de concentración su país, las islas del archipiélago gulag, los barracones de tránsito en los que murieron algunos de sus amigos. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que hoy nadie puede concebir un libro escrito por un cortesano de Hitler similar a este escrito por un cortesano de Stalin. Ehrenburg, por supuesto, también cubrió Núremberg.

admin

2 comentarios

  1. Titánica y lúcida reseña. Que los hados te conserven el nervio y nosotros lo leamos.

  2. Leyendo estoy ‘Prohibido entrar sin pantalones’ de Juan Bonilla y me encontré con esto: «Menudo prenda Ehrenburg, ya casi nadie se acordaba de sus terribles artículos contra los bolcheviques cuando empezó a levantarse la Revolución, nadie parecía tener la más mínima noción de sus antiguas simpatías por los blancos, en realidad se le perdonaba porque era simpático con todo el mundo, el más simpático de todos, y era un gran escritor (…). Era el único que podía publicar sus ediciones igual entre los exiliados rusos que entre los bolcheviques, y ni siquiera le daba importancia a que sus ediciones en Rusia solieran aparecer con un prólogo en el que se le acusaba de tener todavía rastros de burguesía almidonada y contrarrevolucionaria» (pp. 165 y 166).

    Enorme y demoledora reseña, por cierto. Mi admiración (y envidia) más sincera.

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