CARLOS FRONTERA | En el así llamado mundillo literario, como en cualquier patio de vecinos, se dan con cierta frecuencia debates tirando a tontorrones, intercambios de pareceres pamplinosos que copan por unas semanas las conversaciones de los rellanos y los murmullos del ojo patio, y de ahí no salen. Nada nuevo bajo el sol: cualquier comunidad, por pequeña que sea, es un cosmos con sus propias leyes gravitacionales y sus fronteras, un universo reconcentrado con sus fricciones y ficciones, normal que se pierda la perspectiva y se magnifique una avería del ascensor. Por ejemplo, autoficción esto, autoficción lo otro, patatín patatán. Yo sólo digo Mortal y rosa, de Francisco Umbral. Yo sólo digo Nosotros en la noche, de Kent Haruf. Yo sólo digo La metamorfosis, de Franz Kafka —pero ¿eso es autoficción? Yo diría que sí—. Yo sólo digo El club de los mentirosos, de Mary Karr.
El club de los mentirosos son las memorias de Mary Karr, la autora. Memorias de infancia, con una elipsis final que le traslada diecisiete años después. Con un talento portentoso, desbordante, Mary Karr relata los episodios que marcaron su infancia, que transcurrió, primero, en Leechfield, un pueblucho de Texas rodeado de refinerías petrolíferas y pantanos pestilentes y caimanes y borrachos —El club de los mentirosos toma el nombre del grupo de amigos de su padre, que se reunía en torno a unas cervezas y se contaban chismes para entretener el tedio, embustes mayormente, con la pequeña Mary con testigo—, y luego en Colorado, en una localidad en medio de nada. Son memorias como deben ser las memorias: en parte repleta de lagunas, con apagones de recuerdos y espacios en blanco que no consigue poner en pie, y, en parte, precisas, minuciosas, fotografías de la retina que conservan hasta el más mínimo detalle.
No lo tuvo fácil Mary Karr, no fue su infancia precisamente feliz. Con unos padres que van entrando en una espiral de alcohol que cada vez les succiona más adentro, una abuela enferma de cáncer y de maldad, un entorno hostil y desalmado y varios episodios que arruinarían la vida del más pintado para los restos, no hay, sin embargo, resentimiento en las palabras de Mary Karr. Sorprende —o me sorprende— la digamos asepsia con la que cuenta todo, o la ausencia de juicio y de rencor, más bien. Hay incluso humor en su relato, un humor negro, ácido, capaz de arrancar una sonrisa en mitad de la situación más tremebunda. No sé, es como si, de algún modo, perdonara a sus padres, a su abuela, a quienes le jodieron la vida. O no como si les perdonara, porque me da la impresión de que no tiene nada que perdonarles. Hay más bien compasión hacia ellos, incluso cierta ternura. Como si los comprendiera, como si diese por hecho que, con esas vidas que les tocó en suerte, en esos entornos miserables, no hubiesen podido hacer otra cosa, no hubiesen podido ser de otro modo. Sorprende —me sorprende— esa capacidad de cariño, esa piedad. El retrato que hace de sus padres, de su hermana y de su abuela es admirable, para quitarse el sombrero y hasta la cabeza.
En España se publican al año del orden de 14.000 libros de narrativa, ni idea de cuántos corresponden al género de autoficción. En cualquier caso, no hay que echarse las manos a la cabeza ante tanto truño, ya sea con la etiqueta de autoficción por delante o con cualquier otra. Repito: 14.000 libros al año. Más allá de los chascarrillos de patio de vecinos, qué portento El club de los mentirosos, qué ejemplo de literatura sin más.
El club de los mentirosos (Periférica & Errata Naturae, 2017), de Mary Karr | 520 páginas | 23 euros |
Traducción de Regina López Muñoz