0

The thrill is gone

Cubierta-El-mago

JOAQUÍN PÉREZ BLANES | Juan Mayorga es un ser admirable, una de esas rara avis que, de tanto en tanto, surge en mitad de un vacío simbólico de figuras idílicas y no le queda otra que asumir el papel diletante del nuevo ídolo. Juan Mayorga es como un cometa Halley, porque una figura así pasa o acontece cada 75 años, como lo hicieron, en nuestra tradición dramaturga, Lope, Lorca, Valle-Inclán y Buero Vallejo. Juan Mayorga es, como diría aquel tabernario de Luces de Bohemia: «un cráneo privilegiado». Es académico de la lengua, matemático y doctor en filosofía, imparte Dramaturgia en la ESAD y tiene una extensa obra con cerca de cuarenta títulos. Valga esta alabanza para ensalzar la figura indiscutible de Juan Mayorga como el dramaturgo más destacable de la escena teatral de comienzos del siglo XXI. Primero como parte integrante del teatro del Astillero y después, especialmente, con Animalario, junto a Juan Cavestany—el creador de esa serie tan incómoda de ver que se llama Vergüenza—. La presencia de estos dos dramaturgos y la dirección artística de Andrés Lima, con la colaboración siempre activa y creativa de Alberto San Juan, Nathalie Poza, Willy Toledo, Roberto Álamo y Javier Gutiérrez regalaron al público unos frutos inolvidables, desde esa divertida irreverencia de sus inicios que se llamó Alejandro y Ana, hasta la sublime y dolorosa Hamelin, que supuso, sin duda, el lanzamiento oficial de Juan Mayorga como notorio dramaturgo; aunque el hombre llevase escritas y estrenadas más de una decena de obras.

Desde entonces, toda nueva creación de Juan Mayorga suponía siempre una maravillosa espera para verla sobre las tablas, como admirador incondicional de su trabajo que fui y que soy, lo defiendo, como una madre a su hijo, ante cualquier crítica mundana. Sin embargo, algo ha ido madurando mal entre ambos, quizás más en mí como lector-espectador que en él como dramaturgo y director de escena. Ya con El crítico me sentí un poco desplazado, quizás porque Mayorga entraba más en la reflexión en voz alta y en las disquisiciones filosóficas que en la construcción visceral de los personajes. Estos iban perdiendo cuerpo, iban soltando el lastre de las emociones singulares, de las pasiones procelosas, de las turbias relaciones, iban deshaciéndose de esos secretos duros que crepitan en el público al revelarse en escena como una epifanía, iban perdiendo la condición de carácter que Shakespeare les había conferido para convertirse en una explicación, una excusa. Ahora, los personajes viven guiados por una idea metafísica que prevalece sobre las pasiones y las personalidades, que son, al fin y al cabo, las que todavía mueven el drama y la comedia desde los griegos, porque, como es bien sabido, todo comienza con los griegos, hasta, por lo que se ve, el yogur.

En El mago pasa esto. Juan Mayorga escribe en algún momento: “Las explicaciones acerca del laberinto pueden ser más complicadas que el propio laberinto” y a esta obra le sucede, de alguna manera, eso mismo. Las explicaciones que dan los personajes son tantas y tan desmedidas sobre una misma idea que vuela en el ambiente que la ternura, los miedos y las inquietudes de los personajes se desdibujan quedando en una única idea fija: ¿Y si en realidad lo que uno está viviendo es parte de un truco de magia y cree estar en su casa cuando en realidad sigue sobre el escenario de un teatro todavía bajo el influjo de la hipnosis?

La pieza comienza cuando Nadia llega a casa, viene del teatro, de una sesión de hipnosis. Durante el truco, el mago la ha hecho volar sobre la ciudad y ha llegado a su casa, donde entra y entabla una conversación poco natural con su marido y su hija, entonces, ella misma cae en la duda de si la Nadia que ha regresado es la Nadia madre y esposa o es un desdoblamiento de la Nadia que continúa bajo los efectos de la hipnosis en una sala. Nadia es un gato de Schrödinger que, de un punto de partida tan simple y a la vez complejo: “vivo y muerto a la vez”, gira sobre sí mismo y se enreda, cada vez más—como el juego de la serpiente en aquellos viejos Nokias de pantalla cuadrada—, hasta no tener solución de continuidad. Es un enredo que se hace un poco denso, porque cuando parece avanzar hacia algún sitio retrocede y regresa al punto de partida. La obra tiene algunos destellos simpáticos y la puesta en escena, a pesar de contar con un elenco artísticamente muy solvente, da la sensación de pertenecer al grupo de comedias blancas que escribían Arniches o Jardiel Poncela, con un toque añadido—como el perejil de Arguiñano—, de metafísica y reflexión existencial, sin abandonar el terreno de la comedia blanda. El texto se deja leer con facilidad y tiene algunos parlamentos para subrayar, pero le falta la energía voraz del Mayorga de otros tiempos. Cuando terminé de leer la obra y leer el breve ensayo de Pepe Viyuela que acompaña esta edición, me quedé con ese sentimiento extraño en el cuerpo que, como el gato de Schrödinger está, al mismo tiempo, en el placer y la tristeza, y recordé enseguida la canción de B. B. King que comienza diciendo: “The thrill is gone” que podría perfectamente traducirse como “la magia se ha ido” y a pesar de todo, te seguiré leyendo, adorado Mayorga.

El mago (La uÑa RoTa, 2018) | Juan Mayorga | 92 páginas | 12 euros | Con un ensayo de Pepe Viyuela

admin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *