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Tiene tanto que contar…

ELENA MARQUÉS | Pues el mes de vacaciones ha ido según lo esperado, sin contratiempos dignos de mención. Y eso, a estas alturas (o bajuras) de la vida, es muy de agradecer. Tampoco es que haya leído por encima de mis posibilidades, un propósito que casi siempre se ve truncado por las buenas compañías; pero sí he acaparado para el futuro, entre regalos de onomástica, algún que otro robo y compras inopinadas, más libros que otras veces por estas fechas. Una de aquellas adquisiciones, Tarántula, de Eduardo Halfon, me permitió intercambiar varias palabras con la librera de turno allá por Santander. Alabó la simpatía del guatemalteco y dijo algo que me llamó mucho la atención: «Tiene tanto que contar…».

Y tanto.

Yo, que soy muy imaginativa, quise pensar que se refería a que una gran cantidad de novelistas de hoy tienen poco que narrar. Más que nada porque se dedican a limpiarse los mocos con (y a veces «en») la literatura o a dar vueltas autoficcionales y no son capaces de levantar un argumento en condiciones. Se me pasó por la cabeza que la señora, más o menos de mi edad, echaba de menos una novela de las de antes, una novela total, o una voz que la tomara de la mano desde la primera línea y no la soltara hasta el mismísimo y triste colofón.

Con esto parece que estoy criticando a quienes se basan en su propia vida para llenar de ese modo su literatura. No es, por supuesto, lo que trato de decir. Y mucho menos cuando me dispongo a reseñar el último libro de un escritor que, según la crítica, lleva escribiendo lo que se suele llamar «novela en marcha» casi desde que se decidió a tomar la pluma. Pero es evidente que mi vida, por poner un ejemplo, es poco novelable, mientras que la familia de Halfon, por ese cruce de culturas y razas, exilios y viajes, su judaísmo, la vida en uno de los lugares más peligrosos de la tierra, le aporta al escritor muchas anécdotas. Si es que un secuestro o la estancia en un extraño campamento «para judíos» pueden caber bajo nomenclatura tan ligera y superficial.

Como en otras ocasiones, Halfon recupera un recuerdo de la infancia y nos hace saltar de un presente plagado de compromisos literarios, conferencias y esos actos de los que debe llenarse la vida de un escritor para sobrevivir a una memoria impactada y/o aturdida por hechos que más bien parecen irreales por lo pesadillesco.

Todo se resume en un campamento al que, enviados por sus padres, acuden él y su hermano a la tierna edad de doce o trece años. Lo que debería haber sido una experiencia de aprendizaje y felicidad termina convirtiéndose en un remedo de campo de concentración, una alegoría del odio, una yincana siniestra que se transfiere a una prosa esta vez más lúgubre, más entrecortada, más dura. Si el estilo y la voz de Halfon se caracterizan por la sencillez y la naturalidad, por la sensación de oralidad y cercanía, en esta ocasión estos elementos subrayan o acentúan la voz del niño que narra. Solo así consigue que logremos tolerar una historia que apenas asimilamos cuando aparece en una película americana de sobremesa porque, entre cabezada y cabezada, estamos seguros de que eso jamás podría ocurrir.

En cualquier caso, independientemente de que los recuerdos estén más o menos aderezados, que eso siempre pasa, queramos convertirlos en materia literaria o no, que los recuerdos sean en efecto reales (reflexiona sobre ello a raíz de un «supuesto» cartel de «Se prohíbe la entrada a perros y judíos») o hayan quedado emborronados por la bendición de la distancia, esos fragmentos, a veces muy pequeños (más pequeños cuanto más aterrador es lo que rememora), que componen el diario de unos días terribles sirven para ahondar en temas que interesan a Halfon especialmente, como la identidad y su construcción, la pertenencia a una comunidad (o la imposición de esa pertenencia con medios más o menos coercitivos, pero siempre violentos), la herencia que recibimos, la violencia (perdón por las rimas), el miedo, el sometimiento, la consciencia o inconsciencia de la maldad, la percepción de cada quién (en el presente alternan dos conversaciones con dos de los asistentes al campamento), la huida como fórmula de supervivencia, el exilio. En definitiva, cómo es ese ser frágil y en ocasiones siniestro que se sigue llamando hombre zarandeado por la vida.

No he explicado que la tarántula que al monitor de ojos azules del campamento le trepaba por el brazo no era sino una esvástica, deformada por la mirada ingenua e inocente de un niño. En realidad, no he contado mucho porque no es el cometido de esta nota. Además, carezco de la capacidad de tomar a nadie de la mano desde la primera línea y no soltarla hasta el mismísimo y esperado colofón. En cualquier caso, el lector por su cuenta corroborará lo que expresó en voz alta la amable lectora santanderina sobre Eduardo Halfon: «Tiene tanto que contar…».

Tarántula (Libros del Asteroide, 2024) | Eduardo Halfon | 184 páginas | 18,95 euros

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