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Todos hemos estado allí

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ALEJANDRO LUQUE | Aunque el Archipiélago del Perro que da título a esta novela es completamente imaginario, dejen que les cuente un secreto: yo he estado allí. He navegado entre esas islas que se hallan a un tiro de piedra de la costa africana, tan cerca que, en los días claros, resulta inconcebible atribuir el menor peligro al acto de echarse al mar en busca de un sueño. Por suerte, no he visto los cadáveres que aparecen en la playa en las primeras páginas del libro, pero sí las barcas de los desesperados, varadas y amontonadas junto a un descampado que sirve de aparcamiento a los vecinos.

He deambulado por esos callejones por los que soplan vientos que los marineros bautizan con nombres sonoros, esas casas bajas donde habita gente que se conoce de toda la vida, donde los bisnietos que juegan a la pelota son un espejo de la amistad que unió, un siglo atrás, a los bisabuelos. He probado ese vino espeso y dulce, aunque me lo sirvieron con otro nombre. He conocido incluso a ese médico que se encarga de examinar a los cuerpos que el mar ha escupido sobre la orilla, y me habló de cómo llegaban y siguen llegando, exhaustos, deshidratados, niños y ancianos, hombres y mujeres, vivos o muertos. Sí, el Archipiélago del Perro no figura en los mapas, pero existe: yo he estado allí.

Y he vuelto a él dejándome arrastrar por el poderoso magnetismo de esta historia, la de los primeros vecinos que se tropiezan con esos náufragos y se preguntan qué hacer con ellos. La conciencia cívica recomienda dar parte a las autoridades; la caridad cristiana, ofrecer un digno entierro… Pero el sentido práctico aconseja andarse con prudencia, porque, si algo tienen todos claro, es que ese hallazgo solo puede ser una fuente de problemas. Y si alguna ventaja tiene vivir en una isla, apartados de todo ruido, entregados a una rutina inmutable, es precisamente la tranquilidad.

Philippe Claudel se lo toma con calma antes de entrar en materia: deja que compartamos la perplejidad con los protagonistas, mientras nos va revelando sus distintas personalidades. Nos va presentando al alcalde, a la vieja, al cura, al pescador, al viñador, al maestro del pueblo. Arquetipos más o menos familiares que parecen adentrarnos en algo parecido a una novela de costumbres, si no fuera porque, cuando queremos darnos cuenta, estamos atrapados en un puro noir. Y ya no hay otra escapatoria que seguir, seguir hasta la última página.

Por el camino, descubriremos que los difuntos en cuestión pueden poner en peligro el proyecto soñado por todos allí, un balneario de fuentes termales, financiado por un poderoso consorcio internacional, que promete una prosperidad inédita a una población que hasta ahora ha malvivido de la agricultura; que todo el mundo tiene sus razones para evitar hacer frente a lo que parece una emergencia humanitaria; que de todos ellos, es el maestro el que parece más dispuesto a ir hasta el fondo del asunto, no sabemos si por ser el único forastero del grupo, el que no tiene sus raíces en aquella tierra…

Oiremos rugir al Brau, el volcán que preside la isla, y sentiremos cómo una insólita pestilencia se expande por doquier, sin saber si se trata de emanaciones sulfurosas o de algún presagio funesto. Asistiremos a la aparición de un policía aficionado a los alcoholes que vendrá a complicar aún más las cosas. Y, entre otras cosas, presenciaremos un juicio que es de lo mejor y más angustioso del género que se ha dejado leer desde aquel memorable desenlace de El archivo de Egipto, de Leonardo Sciascia.

Fue precisamente Sciascia quien patentó esa fórmula de novela negra en la que, por una vez, lo de menos era descubrir al asesino. Al final de la lectura, quedaba tan de manifiesto la corrupción estructural de la sociedad descrita, que poco importaba el dedo que apretaba el gatillo, o la mano que dictaba la orden: todos estaban, de una forma u otra, por acción u omisión, implicados en la infamia.

No ha podido elegir mejor padrino el autor de Las almas grises y La nieta del señor Linh para explicarnos que también en el drama de la inmigración en el Mediterráneo todos estamos manchados: tanto las mafias africanas que engañan y explotan a esos pobres subsaharianos como los políticos que promulgan leyes insolidarias, los gobiernos que no responden a los compromisos de acogida, los empresarios sin escrúpulos que se aprovechan de la coyuntura o los ciudadanos del otro lado que compartimos en redes la foto de un niño ahogado y pasamos al siguiente meme.

Ya lo dije, yo he estado allí, pero también usted, y usted señora, y tú también, chaval. La metáfora que propone Claudel es brutal: Europa es también una isla que no sabe qué hacer con los cadáveres que estropean la estampa idílica de sus playas. Y que, como los personajes de esta obra, cree que enterrándolos cuanto antes, es decir, volviéndolos invisibles, se acaba el problema o al menos se disimula. Pero esa puzza que invade el aire, ese abyecto perfume de miseria y podredumbre, no hay quien lo esconda.

“¿Hasta dónde estamos dispuestos a llevar nuestra cobardía para conservar nuestra tranquilidad?”, le oí preguntar a Claudel en una entrevista. La respuesta la llevamos repitiendo muchos años: lejos, muy lejos, hasta donde haga falta. Y esperen a que esa extrema derecha cínica y descarada ocupe más espacio en los parlamentos de los diversos países de la UE y en las instituciones comunitarias: me temo que vamos a batir récords de desvergüenza colectiva.

No obstante, y aunque el mensaje está más o menos claro, y las buenas intenciones más que demostradas, Philippe Claudel no ha hecho un manifiesto, ni siquiera un ensayo o un reportaje. Lo suyo es una novela, una novela de verdad, con todos sus perejiles, con sus muchas y efectivas técnicas de sugestión y enganche. Y eso, lejos de hacerle ningún mal a la causa subyacente, le hace un gran, grandísimo bien, a la literatura.

Publicado anteriormente en M’Sur.

El archipiélago del perro (Salamandra, 2019)| Philippe Claudel | 2018 páginas | 18 euros | Traducción de José Antonio Soriano Marco.

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