JUAN CARLOS SIERRA | Consulto la etimología de la palabra ‘euforia’ en diversas fuentes y me encuentro con lo que más o menos recordaba de mis años bachilleres y universitarios de estudiante algo friki de griego clásico; algo así como llevar (φέρω) lo bueno o el bien (εὐ), algo así también como soportar con fuerza y brío lo que venga, por malo que sea, o algo así como una buena capacidad de producir, de ser fecundo. Más allá de otros significados de la palabra ‘euforia’, de conceptos más actuales y complejos, el libro de Carlos Marzal que rompe con trece años de sequía poética del escritor valenciano no ha podido hallar mejor título que el de Euforia, porque el poemario se ajusta estrictamente a su primitivo significado, pues verdaderamente nos trae el bien a sus lectores, nos transporta a un lugar amable y fecundo en bondad, sencillez y humildad, y nos ayuda, porque así nos lo explica, a soportar con cierto estoicismo bien entendido, sin flagelos, los momentos graves a los que nos expone la vida, principalmente a los que nos expone el paso del tiempo y su hermana mayor la muerte. Se trata de una manera de estar en el mundo, de un talante, de una actitud ajena completamente al malditismo o a la manoseada pose del poeta profeta, torturado por tener consciencia y conciencia de las grandes verdades y por cargar, como Sísifo, con la responsabilidad irrenunciable e inútil de comunicárselas a los demás mortales. Quien quiera su dosis de tormento y congoja que se aleje de Euforia o, mejor, que lea con detenimiento el poemario de Marzal y que se deje de tonterías.
Porque el libro de Carlos Marzal es fundamentalmente una cura de humildad, un baño en aguas limpias, una inmersión en lo que realmente importa, un empaparse de realidad real, no de pajas mentales o de entelequias más o menos abstrusas y trágicas. En ese proceso, que por momentos recuerda al camino que también ha recorrido en algún momento de su trayectoria poética Vicente Gallego, compañeropoético de Marzal y, sin embargo, amigo, condiscípulos ambos, hablando de todo un poco, de otro grande al que también se canta y se echa de menos en Euforia, el enorme Francisco Brines; en ese proceso, decía, se apuesta sobre todo por cantar a la amistad, al amor, a la familia, al deseo, a la poesía, a la belleza, a lo aparentemente pequeño e insignificante, a los detalles -a la puntualidad, por ejemplo, en el poema homónimo de la página 215, aunque el texto en sus versos finales tenga más enjundia-. En definitiva, se trata de celebrar la vida, la que nos quede, porque aquí tampoco se cae en la ingenuidad naíf de soslayar lo insoslayable por desagradable. Porque el personaje poético es un ser iluminado por la dicha, una voz poética ‘contaminada’ de alegría -”Sólo valgo la pena en mi alegría”, afirma en el verso final del poema ‘Euforia’ (página 88)-, y todo lo demás, todos los demás yoes quedan neutralizados, que no negados, por esa condición disfrutona, acaparadora de todo lo que en la vida pudiera contener la bondad del prefijo griego εὐ.
Ahondar en un poemario de 264 páginas excedería con mucho los límites razonables de una reseña como esta. Quiero decir que Euforia toca tantos asuntos, tan variados, tan ricos, con tantos matices, que para hacer justicia al libro y a su autor debería extenderme mucho más allá de lo soportable para la paciencia del lector de reseñas en una web. Por eso me limitaré a dar fe de esa sensación general de la que he hablado antes y que creo que le da sentido al conjunto. No obstante, sí que creo que es necesario mencionar, aunque sea brevemente, esa extensión anormal de Euforia, muy alejada también de los usos y costumbres habituales del mercado editorial poético actual. Este hecho, que podría responder al prolongadísimo silencio poético de Marzal, se aviene bien, sin embargo, con la idea general que preside el libro. Cuando uno ha soltado lastre, cuando uno se siente liberado de chorradas y de postureo, cuando se dice a sí mismo que vale ya, que tonterías, las justas, entonces el cuerpo se pone flamenco y disfrutón, pide pista y la mano que hasta ahora ha estado contenida o engarrotada se derrama, se expande, se explaya, y como consecuencia de todo ello sale un poemario torrente como Euforia, un volumen que se extiende por los deltas de la vida y no deja rincón sin explorar ni títere con cabeza, empezando por el yo poético que lo protagoniza.
Ese desbordarse sin tonterías, ese canto a lo sencillo y natural, a lo cotidiano, a lo terrenal, pide a gritos un sermo humilis, una poesía antirretórica, un lenguaje directo, sencillo, fluido, claro, que a pesar de todo, no se deja caer en el barro de lo prosaico, porque nunca pierde su vuelo lírico, ya sea en la imaginería, en el ritmo del verso, en los quiebros aparentemente simples pero profundos, en la maquinaria conceptual/filosófica,…
De entre las más de doscientas cincuenta páginas de Euforia, algún poema habrá que se escape a esta línea compositiva o que no la alcance del todo o que no le cuadre al lector o que incluso le pueda chirriar un poco. En cualquier caso, creo que estoy en disposición de asegurar que Euforia es uno de los poemarios más interesantes que se han publicado en los últimos años, al menos de los que han caído en mis manos, pues uno no tiene el don de la ubicuidad lectora. Y es que Carlos Marzal ha logrado situarse en la mitad de un camino poético que bascula entre la intrascendencia y las naderías de la poesía digital, instagramer, la instapoesía o como carajo quieran llamar a eso, y los fuegos artificiales ruidosos pero algo vacíos de otra línea poética más ‘profesional’ o académica u oficial o como carajo quieran llamar a eso. Entonces es cuando llega Carlos Marzal, se deja de tonterías y escribe Euforia; y de paso nos quita todas las tonterías a sus lectores.
Euforia (Tusquets, 2023) | Carlos Marzal | 264 páginas | 18 euros