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Tortilla sin romper huevos

Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin
Timothy Snyder
Galaxia de Gutenberg, 2012
ISBN: 978-84-8109-949-2
620 páginas
25 €
Traducción de Jesús de Cos
Coradino Vega 
Dice Tzvetan Todorov que los verdugos del lado hitleriano están a favor de la comparación porque les sirve de justificación, las víctimas del lado hitleriano están en contra de la comparación porque ven en ella una justificación, los verdugos del lado estalinista están en contra de la comparación porque ven en ella una acusación y las víctimas del lado estalinista están a favor de la comparación porque les sirve de acusación. Sin embargo, la existencia de unos no convierte de ningún modo en menos culpable la perpetración de los otros. Un ciudadano polaco, posiblemente intelectual, ve por entre la ranura de un superpoblado vagón de tren —dispuesto por las Waffen-SS o por el NKVD— a un campesino hacerle un gesto atravesándose el cuello con el dedo. Un joven nazi observa en el gueto de Varsovia cómo un bebé sigue mamando del cadáver azulado en que se ha convertido el cuerpo de su madre. Una maestra ucraniana escucha un ruido extraño y, al salir al patio, sorprende a una manada de críos despellejando al más pequeño para después comérselo. Son sólo tres ejemplos sepultados por la rotunda cifra —y calibrada a la baja— de catorce millones de muertos provocados por las políticas de asesinatos en masa orquestadas por Hitler y Stalin, entre 1933 y 1945, en el espacio geográfico que Timothy Snyder ha denominado “Tierras de sangre”. El impresionante número de víctimas, exhaustivamente computadas a lo largo de este revelador, documentadísimo y espeluznante libro, podría adormecer nuestra percepción de cada una de ellas. “Querría llamar a cada una por su nombre”, escribió la poeta rusa Anna Ajmátova. Pero a diferencia de las abstracciones a las que llegó Hannah Arendt para explicar la génesis del totalitarismo, Snyder procura no olvidarlo.
Profesor de la Universidad de Yale e investigador en las principales ciudades centroeuropeas, Timothy Snyder pertenece a esa nueva generación de historiadores anglosajones dispuestos, con el malogrado Tony Judt a la cabeza, a inventariar los errores del siglo XX desde un posicionamiento moral, transido de un divulgativo a la par que riguroso pragmatismo, que arroje luz a nuestro desconcertante y sombrío presente. En concreto, el objeto de estudio de este libro son los métodos de exterminio masivo, junto con sus causas y consecuencias, que sirvieron a la realización de las sanguinarias utopías nacionalsocialista y estalinista, en un territorio delimitado por Berlín al oeste y Moscú al este, y que percutió con inusitada crueldad —primero fueron ocupaciones soviéticas, luego alemanas y, por último, de nuevo soviéticas— en las repúblicas bálticas, Bielorrusia y, sobre todo, en Polonia y Ucrania. Snyder es sumamente cuidadoso con los términos y la acotación de su trabajo, de ahí que excluya a las víctimas directas de la Segunda Guerra Mundial, sus bajas militares e incluso al contingente judío originario de otros países asesinados en este enclave. Hasta el sorprendente pacto de no agresión Mólotov-Ribbentrop, que diseccionaría por la mitad las Tierras de sangre y prepararía la invasión conjunta de Polonia con la que se iniciaría la guerra, las víctimas de Stalin en tiempos de paz fueron mucho mayores que las de Hitler. A partir de 1939 sin embargo, Hitler empezó a eliminar a ciudadanos de otros países con la misma o superior eficacia con la que Stalin había matado a sus propios conciudadanos. Para Snyder, no es lo mismo Solución Final (plan alemán para la eliminación de los judíos que pasó por distintas fases, desde las proyectadas y no realizadas deportaciones a Madagascar o el Gulag hasta las cámaras de Treblinka) que Holocausto; como tampoco es igual campo de concentración o de trabajos forzados, que campo de exterminio (Auschwitz vendría a ser un híbrido que compaginaría ambas modalidades). Y aunque los grupos elegidos variasen según el determinismo de cada quién —racial en el caso de Hitler, y de clase o nacional en el de Stalin—, las razones económicas (las fértiles tierras de Ucrania o el petróleo del Cáucaso) fueron parecidas. Waffen-SS o NKVD, Ejército Rojo o Wehrmacht: sus modos de actuación fueron también similares. Y en las Tierras de sangre sus acciones se solaparon hasta tres veces, siendo sufridas por las mismas nacionalidades.
El sueño de Stalin era una Rusia industrializada en la que llevar a cabo su utopía comunista. Pero a principios de los años treinta la Unión Soviética era un vasto territorio en esencia agrícola. Así que si las condiciones objetivas no existían, tendrían que crearse. La colectivización prevista en 1933 provocó primero la hambruna en Ucrania y, años después, el Gran Terror que propició la eliminación o deportación de la mayoría de ‘kulaks’ supervivientes de la primera, así como de las minorías nacionales calificadas de “enemigas”. En 1939, soviéticos y alemanes invadieron Polonia y pudieron ensañarse aún más con sus detestados por ambas partes ciudadanos. Cuando Hitler rompió el tratado de no agresión e invadió en 1941 la Unión Soviética, la Wehrmacht aplicó su Plan de Hambre a tres millones de prisioneros de guerra más un millón de habitantes en el sitio de Leningrado. Mientras, en la retaguardia, las SS asesinaban a millones de judíos con armas de fuego o con monóxido de carbono. La resistencia bielorrusa fue implacablemente reprimida por los nazis. El levantamiento de Varsovia fue estimulado por los soviéticos que luego contemplaron, sin implicarse, cómo los alemanes mataban a más de cien mil polacos y arrasaban la ciudad. En cierto modo, Hitler y Stalin compartían un estilo de tiranía paranoico: sus errores, sus masacres, siempre eran culpa de los otros, de sus subalternos o de los polacos o de los campesinos ucranianos o de las conspiraciones capitalistas o judías que demostraban que sus políticas eran necesarias o deseables. Hambrunas soviéticas, terror de clases, persecución nacional, factorías de la muerte, limpieza étnica, antisemitismo estalinista. Un personaje de una novela de Vasili Grossman exclama que la clave tanto del nacionalsocialismo como del estalinismo fue la capacidad de privar a grupos de seres humanos del derecho a ser considerados como tales.
¿Pero cómo fue posible que se infligiera ese final violento a tantísimas personas? La ideología se convierte en una forma de explicación moralizante del asesinato de masas, que sirve para separar cómodamente a las personas que la explican de las personas que matan. La identificación con las víctimas afirma una separación radical con el que las comete. Para Stalin, el pueblo judío no tenía derecho a arrogarse el monopolio del sufrimiento nazi porque las verdaderas y heroicas víctimas de la guerra sólo fueron las soviéticas. Resulta así muy fácil usar la muerte de las víctimas para santificar políticas o identidades. Menos atractivo, pero más urgente, resulta entender las acciones de los perpetradores. Calificarlos de “inhumanos”, como Koestler, no sirve de nada. Después de todo, el peligro moral no es que uno pueda convertirse en víctima, sino en perpetrador o en simple testigo mudo. Tanto el nazismo como el comunismo despreciaron a las democracias liberales. Tanto Hitler como Stalin alcanzaron tales cotas de fascinación y poder a raíz de la impotencia de los sistemas pluripartidistas a la hora de plantar cara a la crisis del 29. La Gran Depresión fue el caldo de cultivo de esas dos utopías asesinas. Si los socialdemócratas de la República de Weimar hubieran pactado con los comunistas en una suerte de “frente popular” prohibido explícitamente por Stalin, que tachó a los primeros de “socialfascistas” antes de patrocinar la fórmula que luego facilitaría en el resto de Europa cuando comprendió la magnitud de su error, Hitler no hubiera llegado quizás nunca a la cancillería del Reich. Stalin se refocilaba con la crisis económica del decadente capitalismo y, para justificar su alternativa, repetía que no se podía hacer una tortilla sin romper huevos. Algo similar debió de pensar el voluntarista Hitler. La crisis que empezó en 2008 cada vez se parece más a la del 29. Timothy Snyder, como antes Tony Judt, se paran un momento, miran atrás y nos señalan cuáles son las líneas rojas. Esas tan fáciles, tan tentadoras de sobrepasar y tan peligrosamente recurrentes.

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