FRAN G. MATUTE | Desmitificar la década de 1960 es tan fácil como mitificarla. Tan solo hay que ver en qué se han convertido hoy día muchos de sus protagonistas, también en qué han quedado muchas de sus buenas intenciones. Los sesenta fueron especiales (nadie niega esto) mientras se vivieron, pero solo lo fueron para los que lo pudieron vivir en plenitud. ¿Espejismo o verdadera época revolucionaria? Si atendemos a los escritos de Tom Wolfe, uno de sus grandes cronistas, los sesenta fueron una época excitante, con sus luces y sus sombras, pero en todo caso viva y desafiante con la realidad. Lo curioso del caso es que Wolfe, en sus escritos de los años setenta y ochenta, indirectamente, ya nos contó en qué se transformó todo ese entusiasmo colectivo revolucionario.
Los sesenta (2009) de Jenny Diski muestran sin embargo una cara menos conocida de la época, más íntima, más doméstica, quizás menos accesible. Para empezar, son una crónica de cómo se vivieron los sesenta en Reino Unido, una experiencia muy diferente a la norteamericana, verdaderos “paquetizadores” de las estéticas dominantes de la década. Son también una crónica personalísima, basada en vivencias propias (estancias en el manicomio incluidas) pero adecuadamente extrapoladas a la hora de presentar conclusiones plausibles y serenas. En este sentido, resulta de lo más revelador el momento de autoconsciencia que relata Diski de su día a día como adicta a la heroína. Al fin y al cabo su rutina no variaba en exceso de la de cualquier ama de casa conservadora, solo que en vez de preparar el biberón para su hijo se dedicaba a preparar su dosis diaria. Todos los días igual, todos los días a la misma hora. Su relación con la droga, confiesa Diski, era absolutamente burguesa.
Los sesenta no pretende ser en ningún caso un texto a la contra, como si lo era el demoledor La conquista de lo cool (1997), de Thomas Frank, ensayo en el que se venía a demostrar, con más tino del que nos gustaría aceptar, que toda la década de los sesenta no fue más que un invento publicitario que la primera generación de jóvenes consumidores en libertad se tragó. Diski es aquí capaz de valorar en su justa medida los avances que se produjeron entonces, sobre todo a nivel social, si bien advierte que fueron avances un tanto inevitables, que probablemente habrían ocurrido de todos modos, con independencia de la coyuntura. La coyuntura es, por otro lado, según Diski, culpable de que el modelo de convivencia libertaria de los sesenta pudiera llevarse a cabo, al menos en Reino Unido. La instauración del estado del bienestar permitió que muchos jóvenes sin recursos pudieran acceder a prestaciones por desempleo o becas para las escuelas de arte. Se forjó así una generación de “vividores” a los que aparentemente nunca se les exigió que tuvieran que ponerse “a trabajar” si no querían. Lo curioso del caso es que de esta situación surgieron multitud de artistas pop que ayudaron a forjar la leyenda del Swinging London. De hecho, la calidad de la música que se facturó entonces parece lo único de la década incuestionable para Diski. Todo lo demás tuvo su reverso tenebroso.
Diski señala el juicio por obscenidad contra la revista Oz, una de las publicaciones underground más reconocidas del momento, que se celebró en 1971, como “indicador del final de la disidencia británica”. Los años de aparente libertinaje llegaban a su fin, las luces de la fiesta se apagaban. Tocaba enfrentarse a la vida adulta, tocaba descorrer la cortina para encontrarse con la cruda realidad. Que la revolución sexual había sido en el fondo una patraña, que la igualdad por los derechos de las mujeres solo se ha conseguido sobre el papel, que el mundo occidental sigue inmerso en un racismo patente. Y que todo aquel colectivismo y falso buen rollo comunitario cayó en desgracia en el mismo momento en el que nunca se plantearon qué tipo de sociedad futura estaban (probablemente sin querer) construyendo para sus hijos. Eso sí, al menos nos legaron la música.
Los sesenta (Alpha Decay, 2017) de Jenny Diski | 160 páginas | 20,90 € | Traducción de Marc García García