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Tras mí, la posteridad

ILYA U. TOPPER | «Solo quise escribir una novela, algo en la línea de El otoño del patriarca», me dijo Zülfü Livaneli cuando le pregunté en una entrevista sobre la airada polémica creada por la publicación de A lomos del tigre, en 2022. Todo lo que toca Livaneli se convierte en político, concluí, ¿o quizás el veterano escritor siempre escoge temas políticos? ¿Aunque sean los recuerdos de un sultán otomano, el antepenúltimo, Abdulhamid II, destronado hace un siglo?

La polémica, como siempre, enfrentaba a las dos Turquías: la islamista y la laica. (Quizás en ningún otro país del mundo sea tan fácil trazar la línea de división entre las dos mitades de una población, ni de darle un adjetivo tan preciso a cada una; más determinante aún que en las dos Españas: religión nacional versus laicismo). Lo curioso es que el sultán no era especialmente islamista. Aunque eso es una afirmación discutible porque el islamismo como ideología aún no existía entonces.

Abdulhamid II era el antepenúltimo sultán, dije, pero también podríamos considerar que era el último: fue depuesto por un golpe de Estado encabezado por un movimiento militar con ideas nacionalistas modernas, que a partir de ahí concentró el poder en sus manos, dejando como meros títeres a los dos siguientes príncipes que colocaba en el noble trono, mientras que el último soberano de verdad languidecía encerrado en una casona en Salónica, apartado de su reino.

Lo del golpe no fue exactamente novedoso: el propio Abdulhamid había llegado gracias a otra asonada, al igual que su predecesor, depuesto al cabo de tres meses por incapacidad mental. Pero Abdulhamid, una vez en el poder, lo tomó: disolvió el Parlamento que le habían hecho constituir, anuló la Constitución que le habían hecho promulgar y construyó una amplia red de vigilancia, represión y manipulación, gracias a la que se mantuvo 33 años en el poder.

Era una época extremamente difícil para el Imperio: perdió una guerra con Rusia, afrontó insurrecciones por todos los Balcanes, tuvo que ceder Creta y tenía al Estado en continua bancarrota. Su memoria es mixta en Turquía: se esperaba de él que fuera un gran reformador en el espíritu europeo, y de hecho construyó colegios, hizo llamar a médicos franceses para reformar el sistema sanitario, combatió el tráfico de esclavos, expandió el ferrocarril y amaba la ópera. Al mismo tiempo instauró una censura aplastante, alentaba movimientos religiosos y formaba escuadrones irregulares kurdos para acosar y castigar a la población armenia. Especialmente este último aspecto hizo que la prensa europea le diera el mote de Sultán Rojo o incluso Sultán asesino.

Hasta aquí puede leer los hechos en cualquier enciclopedia, estimado lector. Ahora viene Zülfü Livaneli y hace un libro.

No hace falta que usted, lector, conozca la historia de Abdulhamid para entender el libro: ya se encarga el autor de resumirla y explicarla conforme avanza la novela. En grandes partes, incluso, uno tiene la sensación de que esto, resumir y explicar la historia del último sultán otomano, es el principal cometido del libro. Nos acordamos de que la última novela de Livaneli que leímos, Serenata para Nadia, también tenía por principal cometido contarnos una historia —oscura, secreta, negada— del pasado de Turquía. Pero en aquel caso, el autor la envolvió en una narración marco con detectives, seducción, amenazas y chantajes en la Estambul de hoy. En la historia del sultán, hasta los secundarios son históricos, y especialmente ellos: desde el doctor Atif Hüseyin, que trató al sultán destronado y confinado a arresto domiciliario en el palacete de Salónica, hasta la última princesa. Es más: el diario del doctor sobre sus conversaciones con el sultán depuesto no es un brillante recurso literario sino una simple realidad histórica: lo escribió de verdad y se ha conservado.

En eso, en la realidad histórica, se queda al final la novela. Aunque las reflexiones sobre su vida y, sobre todo, su política, sus argucias, su hábil juego de enfrentar a todos sus adversarios entre ellos, esté puesto en boca del propio Abdulhamid, intentando justificarse ante la posteridad. No, no nos convencerá de que era un hombre bueno, pero sí uno hábil, uno capaz de guiar el Imperio a través de décadas muy turbulentas, con el derramamiento de sangre mínimo exigible. O al menos con el mínimo visible. Manipular, no descabezar, sería su divisa. Me recuerda, en ese aspecto, a Hassan II.

Esta justificación —que por supuesto no quiere ser tal: no pretende rehabilitar al Sultán Rojo, solo quiere mostrarnos lo complejo de un perfil humano en el contexto de su época, dotado de enorme poder y de la voluntad de no perderlo— se dirige, tanto nos va quedando claro, a un público lector que de entrada piensa, como el propio doctor Atif Hüseyin, su antagonista, de que Abdulhamid era un sanguinario tirano. Lo fue, sin duda. Si lo fue más de lo necesario, esa es la pregunta que deja abierta la novela, haciéndonos reflexionar sobre si es posible, como concepto siquiera, una autocracia que no sea tirana, no sea sanguinaria.

Entonces ¿por qué la polémica? se preguntarán ustedes. A la Turquía a la que pertenece Zülfü Livaneli, la laica, la democrática, la novela le debió de parecer un intento de socavar su convicción de que toda autocracia, y más aquella, es ineficaz, reprobable, condenable. Porque insinúa que los líderes militares que lo depusieron, y que son los heraldos de la Turquía moderna, quizás no fueran más reprobables, pero sí más ineficaces que el sultán.

A la otra Turquía, la islamista, le pareció un intento de certificar literariamente que aquel sultán era en efecto un tirano, y además un viejo decrépito —padecía hasta de almorranas— necesitado de justificarse ante la posteridad. Cuando para ellos es el último exponente de una dinastía reinante por la G. de Dios y debería ser modelo para poner fin a ese experimento de una Turquía republicana y laica y hacerla grande e islámica again. Tal y como intenta desde hace dos décadas, y con renovado brío desde hace una semana, su líder, Recep Tayyip Erdogan. Quizás intuyesen que el retrato psicológico trazado por Livaneli podría ser el de cualquier autócrata derrotado: en el futuro incluso el del propio Erdogan.

Zülfü Livaneli, eso no tiene nada que ver con la novela, pero lo cuento aquí porque acaba de ocurrir y porque ocurre prácticamente bajo mi ventana, acudió el sábado pasado a la alcaldía de Estambul, donde se convocaba a diario la manifestación a favor del alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, arrestado y enviado a prisión preventiva por corrupción y soborno, según la Fiscalía, o porque se ha proclamado candidato para las elecciones presidenciales contra Erdogan y debe ser eliminado de la política, según la oposición. Ahí estaban de nuevo las dos Turquías, una en la calle, cantando, pidiendo democracia, la otra esta vez atrincherada tras legajos judiciales que han perdida toda credibilidad y tras los escudos de los policías antidisturbios.

Zülfü Livaneli tomó el micrófono. Ante cincuenta mil personas se arranca a cantar Caminos minúsculos de este hogar… el poema que Bedri Rahmi Eyüboglu escribió en 1950 para Nazim Hikmet, el mayor poeta turco del siglo XX, trece años encarcelado por comunista, poema musicado por el propio Livaneli tras el golpe militar de 1980 que llevo a la cárcel a tantos y al cadalso a algunos. A nadie le robó, a nadie mató… canta, y la muchedumbre corea: nunca vista la condena que le cayó. Perdonen ustedes la divagación, pero hablábamos de autocracias. Livaneli tiene claro en qué parte quedará en la posteridad.

A lomos del tigre (Galaxia Gutenberg, 2024) |  Zülfü Livaneli | Traducción de Rafael Carpintero | 336 págs. | 22 €

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