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Tú eliges al monstruo

“Genio” es el nombre que le damos a lo que nos gusta cuando no queremos discutir sobre ello, cuando queremos que nuestra opinión pase a ser un hecho, cuando queremos trasladarle nuestra obsesión a otra persona, cuando no queremos pedir cuentas a nuestros héroes.

CAROLINA EXTREMERA | Este verano he releído varios de mis libros favoritos de Alice Munro. Precisamente este verano, dirán ustedes, pensando que lo he hecho como una forma de reivindicación en contra del supuesto intento de cancelar a la autora. Pero lo cierto es que, aunque había leído sobre cómo la pareja de Munro abusó de la hija de ésta con su conocimiento, se me había ido de la cabeza completamente, lo había olvidado. Me di cuenta porque un amigo mío llamó mi atención al respecto cuando publiqué una foto de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio en Instagram. ¿Cómo es posible que me olvidara de algo tan gordo que, además, sabía?

             Añadiré mas leña al fuego: nunca me olvido de que Picasso era un misógino que maltrató a todas sus parejas cuando veo un cuadro suyo y, de hecho, este conocimiento que tengo del autor hace que no termine de disfrutar nunca con su arte. Ante estos dos hechos tan contradictorios lancemos una vez más la dichosa preguntita: ¿se puede separar al autor de su obra? Tenemos también la versión más pedante y sibilina de esta cuestión: ¿se debe separar al autor de su obra?

            A lo largo de mi vida, me he encontrado con muchas respuestas a esa pregunta, algunas en artículos de prensa y otras verbales, en conversaciones con la gente. Cada vez que alguien me decía que sí, que se puede y se debe, me sentía incómoda. Cada vez que alguien contestaba que no, también. Solo me he sentido interesada con una opción: depende. Y eso es lo que me ha conquistado de Monstruos, que en ningún momento se pretenda dar en este ensayo una solución general a este interrogante.

            Claire Dederer escribió este libro como una forma de lidiar con sus propias contradicciones en esta materia al verse disfrutar con Polanski y sentirse incapaz de apreciar Manhattan, de Woody Allen. Lo que iba a ser un mero artículo acabó convertido en algo más cuando empezó a investigar sobre autores y autoras que podían encajar dentro del apelativo de “monstruo” y a clasificarlos en distintas formas. Por ejemplo, el capítulo dedicado al “genio”, donde entrarían Hemingway o Picasso, es de los más interesantes, porque no solo nos habla de los autores en cuestión, sino también de la mitología asociada al término y de cómo permitimos a ciertas figuras que cultiven un halo de cierta locura mientras que a otras no. “La locura puede darte una especie de prestigio, siempre y cuando la practique la persona correcta y de la forma adecuada”.

            Hace un barrido sobre muchas celebridades contándonos su relación personal con ellas y lo que se conoce de reprobable en cuanto a las biografías de personas como las mencionadas más arriba, el escultor Carl André, Richard Wagner, Virginia Woolf o J. K. Rowling. En general, no estoy de acuerdo en la monstruosidad de todos los que aparecen en el libro, pero eso no es verdaderamente importante porque estamos ante la opinión de una persona y, como tal, no está sentando cátedra en ningún momento. La parte de las mujeres, por ejemplo, no está muy lograda desde mi punto de vista, supongo que porque había tan pocas que ha tenido que tirar de la pobre Sylvia Plath (por suicidarse) o de Doris Lessing (por abandonar a sus hijos). Ella misma parece consciente de lo diferente que es el listón de la monstruosidad para un género u otro y algún capítulo es más flojo porque carece de consistencia.

            Sin embargo, el tema de este libro es que no se puede establecer una norma general que califique el grado de oprobio con el que debe cargar un autor o quién merece seguir siendo apreciado a pesar de sus defectos. La respuesta de Dederer a la pregunta que nos hemos hecho en tantas ocasiones es que depende. Pero no del director de cine, del novelista o de la poeta. Depende del receptor. Cada persona tiene sus propias líneas rojas y, sean las que sean, están bien. Esta idea puede parecer obvia, pero a mí me ha resultado revolucionaria. ¿Cuántas personas, ya sea en persona o en redes sociales, les han exigido coherencia a este respecto? ¿Cuántas les han acusado de ser unos canceladores porque no quieren ver tal o cual película en base a su director? ¿Cuántos les han llamado hipócritas por leer a tal escritor? Suficientes como para que haya muchísimos círculos donde los que no separan la obra del autor son considerados idiotas sentimentales, y otros donde los que sí lo hacen son unos privilegiados insensibles. 

            Por eso me ha gustado tanto este ensayo, porque Dederer bucea en sus propias contradicciones y te dice que está bien tenerlas, que podemos cambiar de opinión, que podemos dejar de ver películas que nos incomoden por más que venga un listo a decirnos que son obras maestras, que podemos seguir leyendo libros de un tío que tiró a su mujer del coche y que, incluso, podemos cuestionarnos si eso está bien o mal. Nuestra subjetividad no es un defecto, sobre todo cuando la “objetividad” parece ser la subjetividad de personas muy concretas.

            Disfruten de sus autores favoritos siempre que puedan y, cuando no, curen sus heridas y descubran otros nuevos. Es legítimo.

Estaría diciéndote lo que tienes que pensar y, al decírtelo, estaría diciéndote lo que tienes que hacer. Y no quiero darle esa importancia en particular a mi propia subjetividad; no quiero revestirla del ropaje de la autoridad. En el consumo de una obra de arte confluyen dos biografías: la del artista, que quizá desbarate la visión del arte, y la del miembro del público, que tal vez condicione la visión del arte. Sucede en todos los casos.

Monstruos (Península, 2023) | Claire Dederer |Traducción de  Ana Camallonga | 320 págs. | 20.90€

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