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Un buen primer acercamiento a la poesía japonesa

ELENA MARQUÉS | No hace mucho, una querida amiga, que además es poeta, profesora y ocasional traductora, me regaló un vídeo precioso. En él, la autora del célebre ensayo El infinito en un junco reflexionaba sobre el valor y la magia de los trasvases idiomáticos. El discurso, pronunciado este año en la Feria del Libro de Frankfurt, una de las más importantes del planeta, tenía la belleza y sensibilidad que caracterizan a su autora, y elogiaba el descubrimiento de las historias y civilizaciones lejanas gracias a la transposición que ese callado oficio, desempeñado entre bastidores, nos ofrece.

Para mí, nada más lejano que las culturas orientales; sus costumbres antiguas me resultan absolutamente ajenas, tanto como impenetrables los rostros de quienes las conservan con actitud reverencial. El hecho de que los nipones no manejen un alfabeto como el nuestro (todos somos el ombligo del mundo, sí), de que adoptaran el kanji chino y emplearan el hiragana y el katakana, que son algo así como fórmulas de transcripción silábica (aunque no existen las sílabas, sino las moras: estoy contando de memoria), lo que hace que sus textos puedan aparecer bajo códigos distintos, convertían su literatura en algo aún más inalcanzable.

Por eso, en la facultad de Filología, allá por los años ochentimuchos, miraba no solo con admiración, sino con manifiesta reverencia, al profesor don Fernando Rodríguez-Izquierdo, quien a su aureola venerable y educada unía el hecho de que traducía del japonés, una lengua extraña que, para colmo, era aglutinante (andaba entonces yo con los conceptos medio aprendidos), unos poemas diminutos llamados haikus que, decían, trataban de capturar el instante, que es lo mismo que aprehender su esencia más profunda (vamos a llamarlo aware). Como las fotografías, pero con palabras, y con alguna mención a la naturaleza y a los ciclos estacionales para expresar el inevitable, por humano, tema del tiempo.

Pues han pasado años, y lustros, e incluso décadas, y aún hoy sigo desconociendo y simplificando mucho sobre esta poesía que, sin embargo, me deslumbra y me concede algo tan necesario como la paz de espíritu.

Por eso me apresuré a pedir, en cuanto supe de su existencia, la antología, preparada magníficamente por Alba Editorial, La semilla y el corazón, con traducciones de Teresa Herrero y Juan F. Rivero, quien ofrece en las primeras páginas un instructivo tratado sobre la historia de la poesía japonesa y sus principales makurakotobas y utamakuras, que es como decir sus palabras clave con todas sus connotaciones e imágenes recurrentes, lo que nos da una idea de una poesía canónica y bastante inmovilista a lo que, como se cuenta en esa completa introducción, quizás contribuya el carácter insular de Japón, que es algo que marca, aunque ya cada vez menos.

Dividida por etapas, desde unos orígenes que se antojan divinos (los primeros poemas se atribuyen al dios Susanoo) hasta autores del siglo xx, donde no se olvida de las voces femeninas aunque algunas no aparezcan con su nombre pero de eso no vamos a hablar ahora (Consorte Principal, Madre de Michitsuna), La semilla y el corazón supone un buen primer acercamiento, bajo un formato, además, muy propio (son habituales las recopilaciones y antologías en la literatura del país, desde el Manyōshū, pasando por el Kokin Wakashū hasta el aún vivo Ogura Hyakunin Isshū), a wakas, tankas, chōkas y sedōkas tocados por la delicadeza y la elegancia (miyabi), la honestidad del sentimiento o la emoción (makoto), y esa «belleza triste» de la que habla el Monje Saigyō en uno de sus poemas ante topoi como la impermanencia del mundo (mujōkan), que dejan pequeñas perlas más profundas y significativas de lo que a primera vista, o lectura, pudieran parecer. La concentración de esta poesía en pocos versos, la amplitud de significados que ciertos términos despliegan por acumulación de connotaciones seculares, su intimidad y carácter doméstico, los temas que reúne, donde no faltan los amores y desamores que jalonan toda la historia de la literatura independientemente de en qué lengua esté escrita, así como la conciencia de lo efímero de la vida, dejan estrofas hermosas como esta de Ni no Tomonori que no me resisto a reproducir por los ecos calderonianos que en ella resuenan:

«Te veo en sueños

y te veo al despertar;

al fin y al cabo,

esta existencia efímera

es un sueño también».

O este otro, de Fujiwara no Teika, que desde el siglo XII me trae unos versos que bien valieran como epitafio para acompañarme en la eternidad:

«No digas sueños;

diles, mejor, fantasmas,

que en este mundo

cuanto vemos y oímos

se desvanece».

Que sencillo no es lo mismo que simple no hace falta decirlo. Que en una gota de rocío pueda alojarse toda la luna (son de nuevo palabras de Fujiwara no Teika) se demuestra en esta antología que se lee con gusto y nos toca, con la levedad de las flores del cerezo, el fondo del corazón.

La semilla y el corazón (Alba Editorial, 2022) | VV. AA. | Traducción de Teresa Herrero y Juan F. Rivero | 472 páginas | 24 euros |

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