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Un cierto ardor en la retina

JORGE ANDREU | A veces en las novedades editoriales se puede hablar de un acontecimiento literario. Así me lo anunció el editor de Páginas de Espuma durante una conversación que mantuvimos al momento de conocernos en la Feria del Libro de Madrid. Un verdadero acontecimiento literario. Me contaba que en septiembre saldría el nuevo libro de relatos de Eloy Tizón, que gesta cada diez años antes de darlo a conocer. Y es que diez años dan para mucho. Para una obra breve que se desparrama por todas partes.

Plegaria para pirómanos (2023) es el libro de la sesentena del autor. Ya Eloy Tizón demostró en Velocidad de los jardines (1992) una destreza, un tono especial a lo Clarice Lispector, una extrañeza narrativa que a muchos lectores más tardíos −por edad− nos dejó deslumbrados, como también luego en Parpadeos (2006) y en Técnicas de iluminación (2013). Siempre me quedé con el primero, con esa forma diferente de narrar, de tirar del hilo de lo anecdótico hasta convertirlo en un texto a caballo entre lo narrativo y lo lírico, poema en prosa que cuenta historias de lo más anodino pero en cuyo desarrollo aprecia uno esa música que hila armonía, contrapunto, fraseo, dinámica, sentido completo. Recientemente leído Técnicas de iluminación, me pareció que acentuaba mucho más esa forma de hacer que no pase nada en apariencia, que sea necesario avanzar para atar los cabos hasta que todo adquiere unidad, y ese flujo de imágenes superpuestas que se concentran hasta la narración de una escena vista de reojo. Su último libro, sin dejar de escarbar en ese estilo poético de contar como un cuadro en movimiento, con detalles sugeridos a partir de motivos que se reiteran, planos que se abren y cierran, capas de piel dentro del texto, sin embargo, parece retomar el hilo narrativo y cierta independencia de cada relato, a pesar de tener como marco común un álter ego.

En Plegaria para pirómanos, Erizo se presenta como una especie de escritor diletante, observador del mundo, con una serie de experiencias que se empeña en recordar, a veces con errores como cualquier recuerdo, con vacíos y destellos, pero que subyacen a los nueve cuentos de la colección. Un hombre que «no deseaba lectores: deseaba rehenes» (pág. 21), admirador de un escritor estrambótico, que recibe como encargo clandestino la escritura de un libro sobre una autora de éxito, o más bien un libro de una autora de éxito, convertido así en intermediario entre dos mundos, decepcionado y admirado al mismo tiempo, porque «tal vez escribir un libro, después de todo, no tenga tanta importancia» (pág. 42). Este mismo Erizo recuerda una estancia en un edificio en el que asistió a la muerte de una vecina que vio salir en ambulancia cubierta de papel de aluminio, motivo que le sirve para reflexionar, en una sucesión de imágenes trasnochadas, sobre la muerte y la casualidad, sobre las posibilidades que acechan en un futuro no se sabe si inmediato: «Mejor no pensar en ello» declara (pág. 48), pero lo hace, y mucho, tanto que el relato se desarrolla en paralelo al amortajamiento. El recuerdo se vuelve más azaroso aún en «Agudeza», un relato que es a todas luces una teoría de la narración al mismo tiempo que una apología de la timidez, una timidez común a todos los amigos del niño y adolescente Erizo y que en su edad adulta lo llevará a abandonar la mesa en mitad de una cita sin dar explicaciones. La timidez y el sentimiento de culpa. Los cabos sueltos que se anudan en esta pieza que es para mí una de las mejores.

Y es curioso que a este relato, donde la vista cobra un papel fundamental por la terrible vivencia de uno de los tímidos, le suceda una pieza extremadamente poética titulada «Dichosos los ojos», que es todo un recorrido visual en una larga enumeración que constituye, quizá, el momento de mayor altura poética, en la que la narración es puro collage. Y es que el cuento ya no gana por knock-out a lo Cortázar, ya no, el cuento en Eloy Tizón es esto, pintura, movimiento, conjunto y, al final, una sensación de luminosidad como quien ve el final de un túnel. Como la sinfonía que resuelve en la coda.

A partir de esta postal lo fragmentario pasa a primer plano. En «Mi vida entre caníbales» aparecen destellos de los momentos vividos por una compañía de teatro antes de una desgracia, «Ni siquiera monstruos» contiene tres historias superpuestas donde el punto de vista es en su mayor parte una cámara de fotos, el fotógrafo y una posibilidad entre un millón en su pasado, y «Anisópteros» forma un largo monólogo donde la voz de una chica ingresada en un sanatorio pide explicaciones a un interlocutor. También para los dos últimos echa mano de lo fragmentario, a partir de una sucesión de capítulos cortos como el relato «Cárpatos», cuyo narrador en primera persona describe una expedición y en un momento dado echa en falta su cámara de fotos −conectando así con «Ni siquiera los monstruos» en la visión fotográfica del personaje y con «Agudeza» en el grupo de amigos senderistas−, y otra vez los retazos memorísticos en «Confirmación del susurro», que se abre como una carta de despedida para agradecer al final por la tristeza.

La narración alterna en su conjunto entre la primera, la segunda y la tercera persona, tiempos presentes, pasados y futuros, siempre provista de una visión particular, una atmósfera de encierro o desesperanza que, junto con la presencia del personaje de Erizo, dotan de unidad al conjunto. En común también con todos los relatos se encuentra un rasgo en el que Tizón muestra su dominio de la técnica: todos contienen dos historias paralelas, a menudo una tercera entrevista gracias al carácter poético de su prosa. Quizá este es el gran logro del autor no sólo en este libro, sino en todas las colecciones anteriores. Si la luz era un rasgo identificativo de su anterior Técnicas de iluminación, en este caso el fuego, el ardor, lo pasional hacen de Plegaria para pirómanos una suerte de oración para los amantes del fuego que vertebra todas las piezas del libro. Es una oración del lector consigo mismo, como afirmó el autor en una entrevista para La hora azul, una especie de acto litúrgico en busca de respuestas a nuestra condición de mortales.

Como muestra un botón: el lector que se asoma a «Ni siquiera los monstruos», el mejor logrado de todos, observa una primera imagen estática que el narrador se encargará de trastocar con su propia reflexión en lo que me parece un sutil ejercicio de distanciamiento. Mirar los problemas con perspectiva. Un Erizo niño obligado a subir de curso por la intervención de un inspector que se convirtió en su peor enemigo, un Erizo adulto que mira los últimos coletazos de su matrimonio durante el desayuno y luego a partir de las cartas que le envían sus hijos, capaces de inventar monstruos con los que jugar, y un Erizo, traspapelado quizá entre las imágenes poéticas y la fotografía, que busca una explicación a aquel punto Jombar, aquel momento en que su vida dio un giro para siempre. «Hay ciertas regiones de la mente a las que sólo se puede acceder haciendo escala en el cuerpo» (pág. 112), dice en esta búsqueda interior el narrador protagonista. La sugerencia de este tercer nivel hace de este relato la caracterización más completa del personaje, la que redondea el cuadro de su carácter, si es que efectivamente el Erizo de aquí es el mismo de todos los demás relatos, que bien aparece en segundo plano bien toma la voz cantante. Porque Tizón juega a eso, a que el hilo conductor sea ambiguo y en esa ambigüedad arda lo literario.

Sin embargo, ese ardor tan intenso se apaga poco a poco en los dos últimos relatos. ¿Pretendido? No sabría decir si es hoguera que se extingue, pero la intensidad decae en la última sucesión de fragmentos. La última carta de despedida se antoja una especie de epílogo donde la plegaria, la tarea cotidiana y la «bola de papel arrugado que cruje y se destensa» termina por cerrar una colección que aporta un grado máximo de calidad literaria en al menos siete de sus nueve cuentos.

Plegaria para pirómanos (Páginas de Espuma, 2023) | Eloy Tizón | 192 páginas | 18 euros

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