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Un corazón lleno de música

9788491390008JABO H. PIZARROSO | Con tanta fruta de saldo comprada en tiendas de grandes almacenes, con tanta materia prima artificiosa guardada en cámara, con tanta manzana que se llena de macas tras pasar dos miserables días en la alacena de nuestra casa, nos hemos olvidado un poco si cabe del sabor de las manzanas y los tomates de huerta en los predios de setiembre, en la rentrée gastroliteraria que nos acomete por estas fechas. Recuerdo un Babelia de hace años en donde se detallaban las primeras líneas de una novela en ciernes que anclaba por aquel momento a Bernardo Atxaga a su sillón Balzac, tras Gizona bere bakardadean (El hombre solo). «Llegó setiembre y todavía seguían verdes los tomates en las huertas«. Pues bien, ahora llegó setiembre y este año hay libros rojos en las librerías que se lascan al contacto del cuchillo lector con la suavidad con la que se lasca un trozo de carrillera.

Toda esta introito gastroliteraria viene a cuento para presentar una novela jugosa de Patxi Irurzun. Reconozco que mis prejuicios frente a lo que se considera un ‘best seller’ se interpusieron entre este libro y yo mismo. Pero había algo en Los Dueños del Viento que me atraía hacia su lectura, como la mar océana atrae de cuando en vez a ese tipo que se nombra a sí mismo con tres palabras míticas, «Call me Ishmael«. Cada cual tiene su ‘bildungsroman’, su tiempo de formación libresca y literaria. Pero existe, y puedo pecar de inexacto, un magma que por estos lares puede definirse como universal. Me refiero a esas primeras lecturas que muchos compartimos. Los Jack London, los Emilio Salgari, o los Robert Louis Stevenson, por citar algunos.

Patxi Irurzun se ha metido 10 años de trabajo entre pecho y espalda como Michel Terror del Miedo se mete un barril de ron a buche vivo. Y el resultado es una novela trepidante, una novela no de las de sofá, una novela de las de la cocina, de cuarto, de calle, de metro, de autobús y hasta de coche aparcado en mitad de una carretera secundaria, mientras pasan las horas del conductor detenido con los ojos clavados en las páginas, en un lugar mítico al que nos aventuramos de la mano de Joannes de Sagarmín. Los Dueños del Viento es un libro rápido, que se bebe como agua fresca, que seduce desde el primer momento y que te lleva por los meandros escondidos de sentimentalidades primeras que el tiempo acartonó. Este libro contiene un extraño tesoro dentro, una pequeña rareza sencilla y simple. Trabaja desde la ingenuidad. Este libro vuelve a reconciliarnos con el sabor degustado de nuestros primeros encuentros amorosos con la literatura, con las novelas de aventuras, con los primeros aquellos tiempos en los que no sabíamos ni qué narices era el narratario ni qué demonios era la anagnórisis, pero saltábamos de página en página como chicas y chicos saltan ríos a piedra resbaladiza en un verano de pueblo, con el sudor de la emoción empañando nuestros dedos y en contadas y recordadas ocasiones los ojos. Quizá por esto mismo, por este reencuentro con las cuadernas y sentinas de lector que todos llevamos dentro, por esa inmersión en los primeros libros que nos hicieron lectores, el encuentro con Los Dueños del Viento ha sido posible.

No recuerdo quién, pero algún Merlín de los míos, de entre la hojarasca de árboles mentores de mi Sherwood interior particular, me explicó una vez que para un escritor uno de los desafíos principales no se asienta en el malabarismo con los estereotipos, “lo más difícil no es jugar con estereotipos o más bien comenzar con estereotipos, lo más complicado es no acabar en el estereotipo”.  Y esta novela juega en un terreno complicado, conocido, y aparentemente previsible pero lo hace de una manera eficaz e insólita. Un libro que cuenta la historia del hijo de una Bruja quemada en Zumarramurdi en ese proceso judicial de 1610 que abrasó a un lado y a otro del Bidasoa a mujeres y de hombres acusados de ser brujos y brujas por la Inquisición, por el temido Lancre. Un libro que pasa de Zumarramurdi, la alta Navarra, a Lapurdi, y se dentra en el mar hasta llegar a la Española, Isla Tortuga y recalar en La Habana. De hijo de bruja a músico de los hermanos de la Costa, esa hermandad de hombres y mujeres libres que construyeron una cuasi república ácrata en isla Tortuga en un tiempo en el que los gobiernos del mundo todavía no habían apostado por las patentes de corso ni mercantlizado el robo entre naciones a partir de los piratas. La brujería y la piratería hermanadas en una novela que desde la ingenuidad sólida, desde la suavidad de su historia, desde una portentosa narración sin grietas, nos lleva por un siglo XVII mítico en busca de aquellas mujeres y hombres que desde la dignidad buscaron su islita de libertad allá donde pudieron.

El diletantismo literario a veces juega malas pasadas. La experiencia lectora y la deformación profesional también. Los y las que de cuando en vez descubrimos en cada lectura las tripas, engranajes, rodamientos, tuercas, botones y lunetas de los relojes-libros que devoramos, a veces perdemos el primer estímulo que nos llevó aquella lejana vez a devorar un libro una tarde acuosa o soleada de setiembre. Puede que sea la edad, o la madurez, pero hay un momento en el que el encuentro con la parte blanda de nosotros mismos, aquella que desde la inocencia nos asomó al mundo de la aventura junto a tipos como Gabriel de Ventimiglia o el mismísimo Olonés, alejada toda nostalgia, se convierte en un jardín lector novedoso en nuestro interior. Los Dueños del Viento hace eso. Nos convierte, y lo digo como un piropo, nos lleva nuevamente al primer lector que todavía abre los ojos desde la emoción del encuentro primero con un libro de aventuras. Y aunque reconozcamos, porque lo hacemos, en ese Oncededos a algún pirata malvado de La Isla del Tesoro, aunque también veamos detrás de la narración de Irurzun, la sombra de Pío Baroja en su biblioteca de Deba en una tarde de sirimiri navarro, aunque descubramos a Pío Caro explicando en las Brujas y su mundo lo que es un akelarre, aunque sepamos que entre los hemistiquios de la narración de este libro respiran grandes ballenas literarias, la suavidad del camino trazado por Patxi nos acerca aún más y desde otro prisma a estas narraciones fundacionales que dan apoyatura diegética a esta novela.

No quiero ser aguafiestas, porque en ocasiones existen lectores a los que les molesta el contaje de los hitos de trama de una novela, pero aún a riesgo de perder en este momento al lector o lectora que me sigue en este deambular crítico, confieso que hay un tiempo en el libro que desarboló mis controles emocionales hasta tal punto que incluso llegué a seguir la lectura con el corazón en un puño y la garganta seca, con un interés emocional que rayaba en lágrimas. La descripción del auto de fé inquisitorial en Logroño, en el momento en el que Joannes de Sagarmín y su padre buscan a la madre, la ambientación de esa noche, el encuentro con el escultor borracho de efigies, y el olor a carne quemada, la luz temblorosa de las antorchas y toda la puesta en escena narrativa de esta secuencia me retrotrajeron al adolescente que se emocionaba cuando Carmaux y Wan Stiller mirando al puente del barco, comprobaron que la silueta de El Corsario Negro volvía la espalda para que sus hombres no le vieran llorar tras cumplir su venganza y abandonar en alta mar a la hija del gobernador de Maracaibo de la que estaba rendidamente enamorado, y a la que juró perseguir hasta dar muerte.

Y es curioso que un libro que por las hechuras tiene vicio de ‘best seller’, que por sus andares se mueve con donaire en las mesas de novedades al lado de los grandes paquebotes literarios que deben ir sumando primeras, segundas, terceras y cuartas ediciones, mantenga un esqueleto y una carne y una pulpa de gran novela al estilo de las decimonónicas Germinal o aquella gran novela de comienzos del siglo veinte titulada Pedro Blanco el negrero, de mi amado Lino Novás Calvo. La piratería, y las novelas del mar, de aventuras, tienen en otras literaturas una herencia superior quizá a este tipo de novelas de aventuras en literaturas como las castellana.

Pero no hay que olvidar (que a mi entender, Irurzun no lo olvida, todo lo contrario, se apoya en ellas) obras como la citada de Lino Novás, o aquella Destino negro del gallego Manuel Mur Oti, sobre la piratería, la esclavitud y sus mundos. Pero quizá estemos tan acostumbrados a ver solamente a los piratas de Isla Tortuga con la cara de Johnny Depp, que en ocasiones hemos perdido el tiento de nuestra sensibilidad para reconocernos mucho mejor en Sagarmín, en Zalacaían o en Shanti Andia, que en ese pirata mediático del Caribe. Porque en una novela como Los Dueños del viento (en la que es cierto que en muchas ocasiones abundan los cameos literarios, donde hay personajes de la historia mítica vasca y universal que aparecen de manera gloriosa, léase Pedro de Axular o hasta el mismo Mikel Laboa en labios de Kutthun, o incluso ese personaje homónimo que a mi entender es un homenaje pequeño y muy cariñoso a Reinaldo Arenas en la prisión del Morro de La Habana) se cuenta la historia de un muchacho que busca su libertad en medio de un mundo que se destroza a latigazos de violencia, donde los impulsos primarios básicos se cuecen en la olla de las venganzas primigenias, y que sobrevive en el centro de ese espacio de violencia y de sangre agarrado a ese instrumento que le cuelga del pecho, la alboka, un cuerno milenario y musical, desde donde respira su corazón y mediante el que su corazón navega firme en una txalupa de bondad.

Y aquí, en este libro, las similitudes y comparanzas son muchas e incluso los sentidos y las interpretaciones pueden dispararse a rincones insospechados, pero a mí se me antoja que bien pudiéramos ver en este mundo terrible que busca de manera circunloquial la libertad y de manera sanguinariamente directa la supervivencia, un trasunto de lo que ha ocurrido en las tierras vascas durante los últimos ochenta años.

Este muchacho, Joannes de Sagarmín, apellido que en ‘lingua navarrorum’ yo traduciría como nostalgia de la sidra, morriña de la sidra, de la alegría, de la fiesta que rodea al txotx, y a las kupelas, en ese lugar mítico de la alta navarra pegado al mar y rodeado de montañas, mantiene pese a todo y pese a todos un corazón lleno de música que consigue mantenerse a flote en medio de tanto y tanto naufragio humano. Es un niño con un corazón lleno de música, al que una vez acabado el libro solo queda decirle una cosa, ‘Jo ezazu berriro abesti hori, Sagarmín!’ (¡Toca otra vez esa canción, Sagarmín!), la tuya, la canción de tu vida, Joannes.

Los Dueños del Viento (Harper Collins Ibérica, 2016) de Patxi Irurzun | 368 páginas | 18,90 €

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