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Un despropósito maravilloso

JOAQUÍN PÉREZ BLANES | En los tiempos en los que vivimos, donde la sociedad tiene la piel tan fina como una lámina de grafeno y es más fácil ofenderse con el prójimo que comprenderlo, hay que ser muy valiente y muy sincera para embarcarse en un proyecto de este tipo en el que la autora se arriesga a salir escaldada. Pero el teatro que no es valiente, no inquiere, no avanza, no contribuye del todo a que la sociedad se vea reflejada en los espejos del Callejón del Gato, es un teatro domesticado. No se trata tanto de ser provocativa en la puesta en escena como de provocar la reflexión en las cabezas de los que asisten al espectáculo. En el teatro, como en las artes, ya lo inventaron todo antes los griegos, así que cuando el teatro trata de ser provocativo poniendo en escena, por ejemplo, una persona desnuda masturbándose, lo primero es pensar que esa incitación al incomodo ya lo transitó en su tiempo La Fura dels Baus y ahora resulta algo anodina, pero es que los griegos ya tenían a las bacantes desfilando ebrias por las calles y adorando a un dios mundano como Príapo. Nada nuevo bajo el sol. Alguien que desee visitar Pompeya puede ver el fresco de Príapo en la Casa de los Vettii y luego nos comenta qué tal la impresión.

Para este estadista, la incomodidad en el teatro no es una cuestión física o fisiológica, sino una propensión a la reflexión en voz alta, a que el espectador se vea atrapado en una vorágine de preguntas continuas. La provocación viene dada por una interrogación constante de los prejuicios, valores y visiones poliédricas que tiene la realidad y a la que, habitualmente, no hemos llegado o no hemos querido llegar. El teatro incómodo y provocativo es el más valiente, y cuando se crea con una ingeniosa pátina de humor, conlleva esa situación en la que uno se está riendo y al mismo tiempo está pensando: “No me puedo reír de esto, esto es muy salvaje” y, sin embargo, el humor nos mantiene atrapados en esa incomodidad con total naturalidad.

Esta obra es así, salvaje, divertida, desproporcionada por su exceso y por su hilaridad. Es cierto que solo he tenido oportunidad de leerla, pero estoy deseando verla en escena porque su potencial es magnífico. Desde el comienzo de la obra, cuando Carmela dice: “Y ya me estoy dando cuenta de que estamos en un teatro”, la autora y las intérpretes dejan muy clara la presencia del público como integrante también del espectáculo. Público que entrará en juego al aparecer más adelante Pepita Grilla, que será la que cuestione en voz alta cuál es el público ideal para esta obra y, sobre todo, cuál sería el elenco ideal para su puesta en escena. La respuesta parece simple, pero es más compleja de lo que pensamos. La metatreatalidad y la ficción, en esta obra, permiten la continua interrogación y la participación necesaria del público.

El punto de partida no es nada sencillo pero parte, de alguna manera, de una pregunta que se hace la autora: ¿Cómo es la sexualidad de las personas con discapacidad? Porque pareciera que una persona con diversidad funcional no tiene deseos sexuales, ¿no será que algunas personas no se han hecho nunca esa pregunta? Es un tema delicado, pero de una urgencia suficiente como para ponerla sobre escena, dado que las personas sin una discapacidad o sin una persona cercana que la tenga no se ha hecho nunca esa pregunta necesaria. Toda persona tiene sus gustos, sus deseos y sus necesidades sexuales. Nada nuevo en la condición humana. ¿Y cómo solucionan, solventa o resuelven las personas con una discapacidad ese deseo natural? Es el interrogante que envuelve toda la obra y que no oculta otras verdades que incomodan al espectador igual o más que eso. Por ejemplo, la asistencia sexual, ¿se puede plantear como prostitución si es abonada? ¿Qué problemas conlleva la comprensión de la pareja de la persona que presta los servicios de asistencia sexual?

El estilo en el que escribe Carrodeguas recuerda mucho a Rodrigo García, en el fraccionamiento del texto, en la reiteración, en el humor, en la franqueza, en la dureza y en la sinceridad de sus frases y de lo tratado. Al menos recuerda mucho a los primeros textos de García (Notas de cocina, Haberos quedado en casa, capullos, etc.) y a su propensión a hacernos pensar de modo directo, con mucho sentido del humor, con una puesta en escena atroz, fiera, cruel, incómoda; la de García, digo, la de Iñaki Rikarte, no lo sé hasta que no vea la obra Supernormales en algún teatro.

La discapacidad se ha tratado en el teatro en diversas ocasiones, hasta Shakespeare lo trabajó en Ricardo III, pero esa esclerosis que poseía el duque de Gloucester, más tarde Ricardo III, provocaba en él la envidia malsana y lo arrastraba a traicionar sin bondad a su hermano Clarence, pero, hasta donde llega mi corta memoria, nunca se ha tratado este detalle y mucho menos de esta forma tan acertada al tiempo que desmedida. La obra de Carrodeguas toca un tema aparentemente delicado y lo es porque se ha mantenido escondido como un tabú, sin embargo, al llevarlo a escena y al naturalizarlo, deja de ser incómodo y delicado, se transforma en algo “supernormal”. La sexualidad y la discapacidad son temas tratados con una naturalidad y un desenfado tal que provocan risa y reflexión al mismo tiempo, algo muy de agradecer en una época en la que nos lanzamos a ladrar antes de pensar dos veces lo que el mensaje nos ha querido decir de verdad. Esa desmesura cercana al surrealismo con la que trabaja la autora es un despropósito maravilloso y acudo al término despropósito con todo el cariño del mundo y con toda la admiración, porque lo que ha creado Esther F. Carrodeguas es una obra que debería representarse en nuestro país de manera exponencial, porque muestra una realidad de la que no podemos y no debemos evadirnos y porque, además de traernos un tema provocador y, a priori, incómodo, nos hace pasar un rato estupendo, lleno de reconsideración y despreocupación. Un prodigioso despropósito.

Supernormales-Supernormais (Centro Dramático Nacional, 2021) | Esther F. Carrodeguas | Bilingüe | 144 páginas | 10 euros |

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