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Un día en la vida de Morad Mohamedovich

ILYA U. TOPPER | El título de esta crítica, lo digo por las generaciones que no recuerdan los premios nobel de hace medio siglo, remeda el de la novela corta Un día en la vida de Iván Denísovich, de Alexander Solzhenitsyn, que narra una jornada en un gulag, un campo de trabajo para presos políticos en la Siberia de Stalin. Recuerdo haberlo leído de adolescente, conociendo la enorme fama que había adquirido como obra literaria, y recuerdo haberme preguntado por qué: no construía ninguna historia, no había ni nudo ni desenlace. Solo el minucioso recuento de los actos y los pensamientos de un preso, desde el momento de levantarse hasta el de regresar a su barracón, trazando un arco por las numerosas horas de bregar contra troncos y nieve, siempre bajo el ojo negro del fusil de la guardia. Tardé tiempo en entender que su valor literario consistía en eso: no hacía falta crear una trama para entender la inhumanidad de un día en la vida de Iván Denísovich, es decir, del estalinismo.

Morad, hijo de Farida, se levanta, acepta el bocadillo envuelto en papel de aluminio y se encamina, encadenando transportes públicos de la gran Barcelona, al aeropuerto donde trabaja en una cafetería. Es un día de ramadán. La novela sigue sus actos —servir café, recoger platos— y sus pensamientos. «¿Comer? No, ¡comer no!».

Los pensamientos de un tío de veinte años que trabaja en una cafetería y no puede comer porque su religión se lo prohíbe, aunque él no se crea nada de esa religión, no son edificantes. Son como el chirrido continuo de dos piezas de metal mal ajustadas que se van calentando por el roce hasta el rojo vivo y en el momento menos pensado harán que la máquina salte por los aires. El roce es el de Morad con la realidad: la realidad no funciona como él. La realidad, en una cafetería del aeropuerto, come, bebe, flirtea, se manda besos, es libre. Morad es un preso. Y ni siquiera es él mismo quien se apunta con la pistola dispuesta a descargar la salva de la culpabilidad al menor movimiento. Es su madre. Farida. Él no lo piensa así, desde luego. Él solo piensa en lo mucho que ella lo quiere.

Matar al padre es algo fácil desde Freud y, en Marruecos, desde Mohamed Chukri. Lo que todavía es una gran asignatura pendiente, lo he dicho más de una vez, es matar a la madre. La argelina Malika Mokeddem lo consiguió, en nombre de todas las chicas del Magreb, en 2008, en esa lucha de titánides titulada Debo todo a tu olvido. Najat El Hachmi ha seguido por esta senda, con mucho acierto. Pero salvo Abdellah Taïa, desde su expresa posición de gay declarado, no lo ha hecho ningún chico. Y no me refiero a la literatura: me refiero a la vida real. Hay cientos de miles de Morad en España y países adyacentes que se levantan cada día, dispuestos a emborracharse en el piso de su colega Jordi hasta la madrugada, por muy ramadán que sea, pero solo a escondidas, siempre a escondidas de sí mismo, hurtando el acto a la conciencia, atrincherándose tras el recuerdo de su madre y su cariño y me quiere y no puedo hacerle eso. Frase que es cadena y alambrada más eficaz que las de un gulag.

Lo terrible de esto es que Morad, y los miles de Morad con los que nos cruzamos cada día, no solo son presos. Son también celadores, no solo de su propia libertad, sino de la libertad de los demás. Me corrijo: de las demás. «¿No sabes que estamos en el mes de Ramadán?, ¿qué haces comiendo? Debería darte vergüenza». Usted, lectora, podría dudar de que un camarero en un café de un aeropuerto español le espete esta frase a una cliente que no conoce de nada, solo por haber detectado, con ese olfato infalible que tienen los magrebíes, que ella también es mora. Podría pensar que las comillas en esta parte de la novela enmarcan un pensamiento, un diálogo interior. Le aseguro que no. Karima Ziali ha trazado la jornada de Morad con tanta precisión como Solzhenitsin la de Denísovich: porque la conoce a fondo. Es real.

Karima Ziali, nacida en Marruecos, criada en Cataluña, residente en Granada donde estudia un doctorado, con una licenciatura en Filosofía en su haber, ha trazado con esta primera novela el perfil del chico magrebí corriente con el que nos llevamos bien, con el que podemos trabajar, conversar de filosofía, incluso emborracharnos, y al que, sin embargo, probablemente no lleguemos nunca a entender porque no podemos imaginar el lastre que lleva a cuestas.

Esto no es una justificación. Mantenerse bajo ese ojo vigilante de la ternura maternal —Ziali la llega a describir en términos que podemos llamar sensuales, físicos: tanto más poderosa es como medio de chantaje— y someterse a sus designios implica formar parte de una maquinaria que sigue aplastando hoy día, y hoy quizás más que nunca, a toda una generación, utilizando a los chicos para apisonar, con mayor crueldad aún, a las chicas. Si estoy comparando Una oración sin dios con el libro de Solzhenitsyn no es porque crea que sea una obra literaria extraordinaria, ni porque vaya a mandar el nombre de Karima Ziali a las quinielas del próximo Nobel. Sino porque Un día en la vida de Iván Denísovich debe su fama a que exponía sin miramientos la terrible realidad del estalinismo como maquinaria de un poder despiadado que muchos, muchísimos intelectuales de la época no querían ver. Sería mucho pedir que la breve novela de Karima Ziali tenga un efecto similar, pero ya es hora de proclamarlo: sí, la amalgama de viejo patriarcado e islamismo nuevo que imponen a sus hijos e hijas tantas familias magrebíes en España y Francia o turcas en Alemania y Austria, para solo nombrar a los colectivos más numerosos en Europa, es un poder tan aberrante como las peores ideologías políticas del siglo XX, y de nada sirve cerrar los ojos hablando de diversidad y respeto a otras culturas. No estoy comparando la obra, sino la opresión.

La obra, siendo primeriza, tiene sus rizos juveniles. Por una parte, el lenguaje roza a menudo el preciosismo con adjetivos que buscan una carga tactil, visual, de sabor («En su boca se cuece un antiguo potaje con sabor a metal sangrante»), una tendencia que personalmente entiendo muy bien: cuando escribimos por primera vez en un idioma que elegimos por su belleza, pero que ni siquiera nos pusieron en la cuna como nuestro, dan muchas ganas de jugar con él, como si fuera plastilina, no tanto para mostrar la maestría con la que lo dominamos, sino porque produce placer. Confío en que a todos los que experimentamos esta tentación se nos vaya pasando: el actor, dejó dicho uno de los grandes, no debe emocionarse sobre las tablas. Debe emocionar al público.

En una primera lectura pueden también extrañar ciertos detalles: ¿te llevas un bocadillo si sales de casa al amanecer? Pues sí: si el ramadán cae en invierno, la jornada laboral puede perfectamente coincidir enteramente con la del ayuno, y toca cenar en el camino de vuelta. Que Morad hace ramadán al día siguiente de haberse emborrachado también le puede sorprender a usted, lector; a mí no tanto (aunque la mayoría de los magrebíes durante el mes de ayuno, no el resto del año, efectivamente huyen del alcohol como el diablo del agua bendita). Y no hace falta que vengamos los que entendemos de islam a decir que la religión no prohíbe a un chico musulmán casarse con una cristiana y que esto no debería ser motivo de ruptura familiar: Karima Ziali no ha escrito sobre el catecismo sino, repito, sobre la aleación entre el patriarcado y el islamismo de nuevo cuño, ese islamismo moderno que llama a los cristianos «infieles». Lo nueva, novedosa, que es esta religión solo lo expone Ziali en un par de párrafos, pero son párrafos fundamentales y precisos.

¿También se sorprenden ustedes de que el libro sobre el díficil tránsito de un chico marroquí hacia la libertad no lo haya escrito un chico marroquí sino una chica? Pues esto es síntoma de la realidad que nos rodea. Ellas —algunas son periodistas, ensayistas, escritoras, otras son anónimas, y muchas son amigas mías— dan ese paso con frecuencia, desde hace años, contra viento y marea, contra insultos, golpes, sangre. Y salen victoriosas, salen libres. Ellos lo dan raramente. Porque están menos oprimidos que las chicas, cabe aducir: no les hace tanta falta rebelarse. Esto es un factor. Y porque la opresión contra ellos es menos violenta y más basada en el chantaje, más dirigida a hacerlos cómplices de su encarcelamiento. Morad no cree en Dios. Cree en la madre. Esta es su tragedia, la suya y la de millones como él.

Era hora de contarlo y ha tenido que ser Karima Ziali quien nos lo cuenta.

Una oración sin dios (Esdrújula Ed., 2023) | Karima Ziali Itahriouan | 122 páginas | 14,00 euros

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