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Un dolor invisible con ruido de sirenas de fondo

La Ciudad SolitariaMANOLO HARO¡Lejos de aquí! ¡O muy tarde! ¡O jamás ha de ser!
Pues donde voy no sabes, yo ignoro adónde huiste.
¡Tú, a quien yo hubiese amado, tú, que lo comprendiste!

Charles Baudelaire

Me aventuro a afirmar que los máximos responsables de la destrucción de la ciudad como concepto heredado del mundo clásico tienen sus sedes centrales en San Francisco y en Dublín. El espíritu de Baudelaire dibuja lemniscatas en el aire buscando acomodo para sus vaticinios urbanos sin encontrarlo. Si el francés fundó la ciudad moderna literaria, Airbnb y Ryanair han fundado un concepto de urbe sin núcleo, un rizoma nervioso regado con las aguas cenagosas del turbocapitalismo que convierte cualquier capital de provincia en un caballo insomne y desbocado a cuyo lomo se sienta cualquier turista ágrafo. “¿Qué destino te apetece?”, preguntaba hace unos días una paseante (muy alejada de la de Baudelaire) a otra . “No sé”, contestaba, “Praga no tiene playa y Cerdeña dicen que es muy cara”. La dromomanía (entiéndase el término como la necesidad imperiosa de viajar a cualquier lado en todo momento) hace estragos en la masa democrática y en el tejido humano natural de los barrios. Por ello, por una añoranza patológica de encontrar acomodo al deseo de volver a una ciudad con ciertos rasgos de humanidad, me tiro a cualquier volumen que hable de ella. Así llegué a Olivia Laing y, por supuesto, me equivoqué.

Olivia Laing es una mujer que practica una deriva del ensayo acorde con estos tiempos de la autoficción. Sus títulos más celebrados han supuesto una contribución evidente a cuestiones de profundo calado contemporáneo como la dipsomanía (o el vínculo de los seres humanos hacia el alcohol, en este caso una interesante nómina de escritores dados a la celebración de ritos báquicos en el ámbito doméstico como Cheever, por ejemplo) o la experiencia urbana. La particularidad de Laing es que sus intereses elucubrativos pasan por los biográficos. El alcoholismo de su madre y su pareja por un lado, y la soledad a la que se vio sometida tras un desengaño amoroso en una ciudad desconocida como Nueva York por otro, la llevan a firmar los títulos que más rédito académico le han regalado: El viaje a Echo Spring. Por qué beben los escritores y La ciudad solitaria.

Las preguntas que se plantea serían las siguientes: ¿se puede llegar a intelectualizar la soledad?, ¿se pueden buscar respuestas, consuelo, en la vida de los otros? Laing se cuestiona sobre el valor de la soledad como experiencia urbana y busca en la vida de los otros las piezas que encajen en su puzzle demediado. Esos otros serán artistas que han experimentado la soledad en una ciudad tan solitaria como Nueva York. Es probable que el valor del volumen resida en que cierto público pueda llegar a encontrar claves, sentido en él, e, incluso, a conjurar una situación en progresión ascendente. Pero las almas que trae a su encuentro Olivia Laing son seres heridos, cuyas biografías están atravesadas por la polilla de la excentricidad, fruto ésta de escollos biográficos que marcarán la vida de ellos y la de sus compañeros de viaje.

Interesante resulta el rastreo bibliográfico que realiza Laing sobre el asunto cuando cita a Frida Fromm-Reichmann, psiquiatra alemana afincada en EE.UU., la cual firma el primer estudio sobre la soledad, concluyendo sobre la inefabilidad de ésta. De la mano trae igualmente las palabras de Robert Weiss, que defiende que la soledad sólo es erradicable mediante la relación íntima, pero que en los solitarios se activa la hipervigilancia de la amenaza social, dándosele más peso a las situaciones incómodas y agudizándose así la brecha, por lo que paliarla en casi un asunto de fortuna o de voluntad meditada. Estudios contrastados también afirman que existen alteraciones bioquímicas fatales en el trance de la experiencia subjetiva de la soledad, pero esto último forma parte de la estúpida fe hacia los estudios científicos en detrimento de la experiencia vital directa contada por los diarios, las cartas y toda la literatura del yo en torno a los solos. Por lo tanto, tal vez la indagación más certera y sus frutos se encuentren en el rastreo de sus existencias.

Su viaje comienza con Edward Hopper, cuya obra ha sido encumbrada por el merchandising ñoño de los calendarios y las carpetas y que posiblemente, si la Escuela del resentimiento supiera de los entresijos de la vida doméstica del pintor, sería expulsado del Olimpo de los pintores de postal. Hopper se casó mediada su vida (a los 42 años) con la también pintora Josephine Nivison, modelo estilizada de todas las mujeres de sus cuadros. Los ejercicios pictóricos de ésta fueron denostados por el esposo. Llegaron a las manos en ocasiones. “Siempre que habla conmigo se pone a mirar el reloj”, escribió Josephine en su diario. El pintor fue un solitario sistemático, un artista que, a pesar de que la crítica siempre dijo que su obra captaba el ambiente del país, siempre quiso, como él mismo afirmó, pintarse a sí mismo. Tal vez por eso, esgrime Laing, la actitud de soledad universal actual haga más atractiva su obra. Otro ilustre solitario, Andy Warhol, hijo de rutenos nacido en Pittsburg que siempre presentó una patológica tendencia al ensimismamiento y la soledad, también paseará por estas páginas como argumento de la obra. Merece la pena señalar que los hitos biográficos de todas las vidas que transitan por estas páginas (Hopper, Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, entre otros) suponen pistas interesantes para el estudio contrastado de existencias arquetípicas, pues las coincidencias en determinados pasajes de tales vidas pueden llegar a plantear que nuestro paso por el mundo está jalonado por circunstancias y oportunidades similares.

El libro de Laing es un viaje hacia dentro, un estudio autobiográfico acompañado por personajes entorchados por la soledad que le dan sentido a su estado. El trabajo de la autora ha de ser celebrado por su esfuerzo en la indagación de estas vidas y por conseguir que el lector avance por el proceloso mar de la intimidad con el afán de entender a su autora y a sí mismo. Escribir desde la experiencia conlleva unos riesgos; entre otros, desaparecer de sus páginas o estar demasiado presente. Laing logra el milagroso equilibrio. Este libro anfibio es producto de nuestro tiempo, donde la soledad se presenta como un mal invisible y casi inapreciable tras el ruido infinito de la tecnología y las ciudades. ¿Chautebriand y Montaigne de la mano paseando por Central Park? Libro de evidente y pretendida singladura feminista, La ciudad solitaria aporta noticias de las damnificadas de “ellos” (Josephine Nivison o Valerie Solanas) e irrumpe en el universo de los estudios culturales contemporáneos como un umbral luminoso desde el que avanzar. Su lectura en el metro, en un parque asediado por el tráfico en sus lindes, en un ascensor con luz parpadeante hacia un microapartemento, será bálsamo para los solitarios que aún no saben que lo están.

La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo (Capitán Swing, 2017), de Olivia Laing | 288 páginas | 18,75 euros | Traducción de Catalina Martínez Muñoz

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