JOSÉ M. LÓPEZ | Hace unos años un compañero de piso me pidió que le prestara una buena película de cine negro. Yo le dejé Sed de mal (Touch of evil, 1958). Pasados unos días le pregunté si le había gustado, y me dijo que no, que lo había pasado realmente mal viéndola, pero que se la había puesto más de tres veces esa misma semana. Supongo que lo de “pasarlo mal” visionando la obra maestra de Orson Welles se refería al ambiente claustrofóbico y la estética delirante que impregnan la cinta. Esa anécdota me hizo reflexionar acerca de la idea de las cosas que nos gustan o las cosas que no, me hizo pensar en el tipo de placer que disfrutamos -o padecemos- a la hora de contemplar una obra de arte, sensación que no siempre está relacionada con efectos agradables desde un punto de vista primario o superficial. Hay obras maestras que nos incomodan, nos golpean o nos hurgan en las heridas como irritantes hormigas, pero, a su vez, nos impactan, nos sorprenden y nos obligan a deliberar sobre cuestiones oscuras, de modo que permanecen en nuestra memoria por mucho tiempo. La última novela de David Grossman (Jerusalén, 1954), intelectual y novelista israelí, me ha hecho sentir algo parecido. No podría utilizar la expresión “me ha gustado” en relación a ella, pero sí es cierto que me ha revuelto algo por dentro que, hoy, semanas después de haberla leído, aún no me abandona.
Todo el tiempo narrativo del libro se ajusta a una especie de ‘show’ que realiza el cómico Dóvaleh en un pequeño cabaret de la ciudad costera israelí de Cesárea: “Buenas noches, buenas noches, ¡buenas noches, Cesárea, templo del espectáculo!” En un primer momento, su actuación parece ser contada en una aséptica tercera persona, pero ya en las primeras páginas nos topamos bruscamente con que el narrador está entre el público, y que es a él a quien el cómico se dirige primordialmente: “El público está encantado y ahora él se pone la mano a modo de visera y escudriña con la mirada la sala, que se encuentra prácticamente a oscuras. Me busca a mí”. Y, tras ese brusco giro del punto de vista, parece que ese humorista del escenario está dirigiéndose al lector, que no puede evitar sentirse como el James Stewart de La ventana indiscreta, cuando, una vez descubierto por el asesino, este mira fijamente a cámara y descubre a aquel que hasta entonces le estaba espiando impunemente.
El personaje del público es un juez jubilado que había mantenido cierta amistad con el cómico en la adolescencia, y ha decidido asistir a la actuación después de recibir una extraña llamada telefónica de este pidiéndole que lo hiciera. A partir de ahí empieza el espectáculo. Nos encontramos ante lo que se llama comedia en vivo, un monólogo cargado de humor negrísimo, sarcasmo, ironías y puyas continuas hacia Israel, la guerra de los sexos, la amistad, el amor, la muerte e incluso hacia el propio público. Todo políticamente muy poco correcto. El juez, el público, el lector, no puede evitar sentir cierto repudio y asco hacia aquel hombre esperpéntico que se encuentra en el escenario, aunque en ocasiones se le escape alguna que otra carcajada nerviosa ante lo ingenioso de su humor mal intencionado. Pero, en un preciso momento, el ‘showman’ empieza a intercalar, entre sus chistes, aspectos realmente traumáticos e impactantes de su adolescencia, que sabemos que son ciertos debido a que el amigo del público, que los presenció desde fuera, como testigo, los corrobora. Entonces este monólogo se va transformando en una incómoda confesión de un tipo realmente traumatizado por un hecho absurdo y crudelísimo que sufrió a los catorce años. Ante el durísimo relato de ese gracioso transgresor, el público, y el lector, no sabe cómo posicionarse, y termina dividiéndose entre la indignación y el placer, entre el aburrimiento y el jolgorio, entre la carcajada y el llanto contenido, entre el asco hacia este tipejo desagradable y la más inmensa de las ternuras hacia ese adolescente que ha sufrido la más terrible de las desgracias. El punto de vista del cómico a la hora de narrar la historia se enriquece entonces con el del juez, que, conmovido por los recuerdos, empieza ahora a tomar notas en unas servilletas acerca de cómo él vivió ese terrible suceso. Grossman es un novelista dotado de una gran inteligencia, y sabe agitar la conciencia del público, hacerle reflexionar y obligarle a nadar en lodazales de sentimientos que contienen, junto al limo más abyecto, el agua más pura.
La novela está protagonizada por dos tipos que apenas se conocieron durante su adolescencia, pero que, debido a la vergüenza de uno de ellos por mirar hacia otro lado ante la desgracia del otro, provoca en el primero, años después, sentimientos de dolor y rabia. Grossman nunca ha evitado en sus novelas el tema político, y siempre ha defendido una postura más conciliadora con Palestina en relación al conflicto que ataña a este pueblo con su país. Por ello, no considero descabelladas que, entre otras interpretaciones, se pueda desprender una reflexión política del libro. Me refiero al problema de la falta de empatía, de comprensión hacia el otro, o el ensimismamiento como enfermedad grave entre los pueblos o entre las personas.
En cuanto a la forma, la novela posee un estilo algo deslavazado y coloquial, supongo que intentando mostrarse coherente con el monólogo del cómico y con lo fragmentario de las notas tomadas por el juez. Eso sí, sin excesos, por lo que la prosa fluye con cierto arraigo a la norma formal. A pesar de este ameno carácter conversacional, el ritmo decae en la parte central del libro, justo antes de que el comediante empiece a profundizar en ese trauma del que antes hemos hablado. En ese momento yo me debatí, al igual que los espectadores de esa comedia en vivo, entre levantarme e irme, o permanecer atento a esta subyugante e indigesta historia. Ante este Gran Cabaret vosotros debéis decidir también qué hacer: os quedáis pegados al asiento escuchando este incómodo relato, os largáis y dejáis la representación a la mitad o ni siquiera entráis. Al final yo fui de los que me quedé. Y es cierto que no podría decir que el espectáculo “me gustó”, pero sí que me hizo reflexionar sobre temas engorrosos, que me reí y que me irrité a veces, y que, como mi compañero de piso al ver Sed de mal, sentí algo desagradable dentro de mí, como un extraño ardor en el estómago que aún hoy día padezco. Si me preguntáis -buena costumbre esta del buen colega Moraga– si recomendaría el libro, la respuesta es no. Más bien lo recetaría, como un jarabe amargo, desagradable al gusto, pero que, con los días, acaba curándote y haciéndote sentir mejor por dentro. O eso espero.
Gran Cabaret (Lumen, 2015), de David Grossman | 236 páginas | 17,90 € | Traducción de Ana María Bejarano