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Un mallorquín en los USA

ALEJANDRO LUQUE | Trabajito me ha costado encontrar este libro, a pesar de haber visto la luz en un sello potente, con National Geographic como apoyo y con la bendición de un premio serio como el Eurostars de viajes. Lo cierto es que me había pateado unas cuantas librerías y hasta recurrido a internet, y se resistía a caer en mis manos. Hasta que cerré el cerco y me hice con él.

El motivo de mi interés es que tengo a Eduardo Jordá como uno de esos pocos autores de los que leo todo lo que hace. A veces puede estar más fino y otras menos, como es natural, pero me gusta su mirada cosmopolita, sin duda herencia de su origen mallorquín, y su pericia como poeta y narrador, resultado entre otras cosas de su condición de buen lector y de buen traductor. Por eso, como devorador de libros de viaje que me considero, no quería perderme estos Pájaros que se quedan, aunque el destino no me resultara a priori particularmente interesante.

Carlisle, una pequeña villa universitaria del interior de Pensilvania (Estados Unidos), no es mi destino soñado, ni siquiera para viajar a través de la letra impresa. Pero ya digo que el autor me da confianza, de modo que de la mano de ese título emilydickinsoniano me dispongo a zambullirme en esa América interior, rural y un tanto cinematográfica, a la que Jordá llega en 2012 empujado por la necesidad: su economía vive horas bajas y le ofrecen un puesto de profesor para un semestre. Acepta de inmediato, claro, por la paga y por ese dejarse llevar en busca de experiencias que le ha marcado como viajero, desde Tánger hasta Tailandia.

Las primeras páginas no me sacan de mi reticencia hacia el lugar, pero muy pronto empiezan a interesarme los mecanismos que Jordá pone en marcha. Acierta, por ejemplo, en crear (quiero decir, dibujar del natural) personajes desde el principio, sin perderse en el paisajismo vano o en la excesiva introspección en que naufragan tantos colegas suyos. Aunque el arranque es un poco lento, quizá en sintonía con el hecho de establecerse en un lugar nuevo e ir descifrando sus claves, muy pronto la historia cobra un ritmo óptimo.

También demuestra Jordá su habilidad para jugar con su propia memoria mallorquina, los recuerdos familiares y los amistosos –con ese emocionado homenaje a Cristóbal Serra– con el presente. Nos demuestra así que un viaje es también un modo de vernos a nosotros mismos en la distancia, una forma de tomar perspectiva para entender mejor quiénes somos, qué es nuestro mundo y qué hacemos en él.

Por supuesto, ofrece información sobre el espacio que habita: un libro de viajes no debe olvidarse de servir un poco como guía al futuro visitante, incluso aunque le sirva para perderse. Pero no olvida escanciar unas gotas de humor, de aportar continuamente frescura para no caer en el frío registro de los hechos, y también sale a relucir su faceta poética para que la obra acabe poseyendo algo hermosamente orgánico, que se niega a ajustarse a un solo género.

A través de capítulos breves y sabrosos, el escritor saca el jugo a lo que podía parecer un poblacho anodino, con momentos desopilantes como la descripción del concurso de calabazas de la zona, inquietante como la amenaza del huracán Sandy (que yo mismo compartía esos días desde Nueva York), profundos como su pequeña obsesión por la batalla de Gettysburg o tan interesantes como los pasajes dedicados a Woody Guthrie. De modo que el relato circula entre la memoria íntima, la anécdota, el dato objetivo y la emoción en verso y en prosa, toma del pasado y del presente para que, a través de un proceso muy hábil, todas las piezas aparentemente dispersas acaben encajando y sirviendo en bandeja un final clamoroso.

Solo le falta un pequeño detalle a este viaje a Pensilvania para alcanzar la redondez total, y se refiere al yo narrador. Me gustan los viajes en los que la persona que parte sea distinta de la que regresa, que se haya operado en ella una transformación real a través de la experiencia viajera. No estoy seguro de que esto suceda con el Jordá de Pájaros que se quedan, por más que sucedan cosas significativas en el libro.

Lo que sí cambia es el lugar. Y el autor, ese pájaro que –él sí– levanta un buen día el vuelo para contarlo.

Pájaros que se quedan (RBA Libros, 2019) | Eduardo Jordá |256 páginas | 18 euros

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