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Un mediocre que llegó lejos

MANUEL MACHUCA| Cierro la lectura de la obra del escritor argentino Ariel Magnus y me pregunto qué es una novela. Estoy solo, Bécquer falleció hace ciento cincuenta años, nadie puede clavarme su pupila en mi pupila castaña, pero mi duda persiste y me sigo preguntando qué es: ¿una buena historia, una forma de contarla?

Escribir sobre personajes históricos de la talla de Otto Adolf Eichmann no es tarea fácil. Es más, tiene que ser tremendamente difícil porque hay que estar a su altura, y no me refiero a su estatura moral, evidentemente, sino a la de uno de los personajes más sanguinarios del siglo XX, que llegó a manifestar que, según aseguró el criminal nazi Dieter Wisliceny en el Juicio de Nuremberg, saltaría riéndose en su tumba porque tener a cinco millones de personas en su conciencia sería para él una fuente de extraordinaria satisfacción.

Eichmann resulta ser, sin duda, un personaje muy atractivo en lo literario. Un genocida ignorante que jamás completó unos estudios y que, sin embargo, ascendió de forma fulgurante en las SS. En poco más de doce años, pasó de soldado raso a coronel gracias a su pericia y liderazgo en la coordinación y logística de la deportación de los judíos europeos a Polonia, primero, y en su exterminio después. Un mediocre para el que los judíos no eran más que estadísticas, capaz de ejecutar actos salvajes e inhumanos porque creía que era su obligación o su trabajo. Un tipo que no se cuestionaba nada de lo que hacía si se lo ordenaba un superior, capaz de llevarse por delante, o mejor dicho, de ordenar que se llevasen por delante, no solo a aquellos miembros de razas inferiores sino a todo aquel subordinado que dudase de la misión encomendada. En definitiva, el mayor asesino de Europa, protagonista de no pocas obras literarias o cinematográficas, al que tomó como modelo la filósofa Hannah Arendt en el clásico Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal.

Ariel Magnus narra la historia de Eichmann durante su estancia en Argentina, donde permaneció huido y oculto, quizás esta no sea la palabra exacta, bajo el nombre de Ricardo Klement entre 1950 y 1960, cuando agentes de El Mossad lo secuestraron y lo condujeron de forma ilegal a Israel bajo pasaporte falso.

La novela se inicia en julio de 1952, cuando fallece Evita Perón y llega a Argentina la familia del genocida alemán. Argentina, al igual que Chile o Brasil, fue un país donde de forma más o menos velada vivieron muchos criminales de la Segunda Guerra Mundial, gozando de una cierta protección o vista gorda por parte del estado, pero temiendo a su vez por la delación de no pocos supervivientes a su exterminio. Mientras Estados Unidos se llevó para sus universidades a lo mejor de los científicos, en sentido puro y estricto de sus capacidades investigadoras, y no en otras consideraciones morales, América del Sur absorbió a buena parte a los peores criminales y buena parte de sus víctimas, hecho que explica bastante bien el devenir de estos países en las décadas posteriores.

La historia, pues, es una gran historia por contar. Un personaje complejo que ha protagonizado la obra más famosa quizás de la filósofa de origen alemán; un país tan complejo y poliédrico como el propio personaje, y unas subtramas, como las de la vida de estos criminales en Argentina, sus complejas relaciones familiares, sus valores, que resultan sin duda apasionantes y muy atractivos para una gran editorial.

Sin embargo, la historia hay que contarla, y hay que contarla bien para estar a la altura de las expectativas. El autor, como demuestra a lo largo del relato y en las fuentes de las que se valió para escribir la novela, hizo un profundo estudio del personaje. Como temía su padre, como temía él también, es probable que no salga tan malparado. Pero, en un retrato cercano, ¿quién puede salir así? Es imposible que, en un trabajo honesto, y este sin duda lo es, no surjan rasgos de la humanidad del protagonista. Esa es la gran tragedia humana, que un genocida, uno de los peores seres humanos del siglo XX, también es capaz de poseer sentimientos nobles, o al menos, de mostrar sus propias heridas, sus lagunas, la explicación a su forma de actuar. Que el autor lo haya permitido lo honra, lo enaltece, y más si pertenece a la comunidad que el Eichmann real intentó exterminar. En este sentido, me parece memorable la escena de la zanahoria como metáfora de su vida.

Creo que lo mejor de la novela está en el retrato del personaje. En cambio, me hubiera gustado otro tipo de narrador. En mi opinión, narrador y autor se confunden, y es algo que sucede con frecuencia a la hora de retratar personajes históricos a los que se ha estudiado en profundidad. Al igual que sabemos que esta es la historia novelada de Adolf Eichmann, creo que hay que elegir entre si lo que se quiere es publicar una novela o un reportaje periodístico. Y este narrador, con pensamientos personales, ironías, etcétera, es el que contaría la historia en un suplemento semanal o en una revista de historia. A mi juicio, hubiera sido más ortodoxo retirar todas esas elucubraciones, sarcasmos de la boca del narrador, y utilizar a los personajes y los escenarios para no sucumbir a lo fácil.

En cuanto a la forma de escribir he encontrado por momentos frases farragosas que se deberían haber depurado, y un cierto abuso, muletilla le llamamos, de alguna palabra, como el aun sin acentuar. Pero, por lo general, la historia goza de un tono monocorde que acompaña muy bien a la mediocridad del personaje.

El desafortunado es una obra muy recomendable para quienes se quieran acercar a la historia de los nazis en América Latina, y también, cómo no, para meditar acerca de lo que somos capaces de llegar a hacer los seres humanos. Y mucho más en este momento en el que los protagonistas de la banalidad del mal se abren paso de nuevo en nuestros parlamentos y vencen en los debates de barra de bar desconfinada. Es decir, Twitter.

El desafortunado (Seix Barral, 2020) | Ariel Magnus | 272 páginas| 19,00 € |

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