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Un novelista poco edificante

Limónov

ALEJANDRO LUQUE | Por supuesto, yo también me puse en su momento a la cola ante la caseta de Fulgencio Pimentel –el Pimentel bueno– para que Eduard Limónov me firmara mi ejemplar. Muy mal se me tiene que dar para que se me escape un cromo como ese.

Había solicitado entrevista, pero la editorial, muy juiciosamente, adujo que ya había overbooking de peticiones y que el hombre tiene 76 años y no está para muchos mareos. Bueno, salvo mis años en El País, siempre he firmado, a mucha honra, para medios pequeños, y sé que hay jerarquías inamovibles. Además, pensé, no es lo mejor hacer una entrevista con demasiados prejuicios negativos hacia el entrevistado, mientras que a la hora de hacer una reseña, pueden ser incluso buenos: si la lectura confirma que el tipo es un cretino y/o un pésimo escritor, puedes despacharte a gusto. Si por el contrario la novela te encanta, será un placer aparcar dichos prejuicios y reconocer lo equivocado que estabas. En ambos casos, te ves obligado a someterlos a examen, a no dejarlos al albur del capricho o de la antipatía.

En mi caso, los prejuicios que tenía contra Limónov eran sobre todo de índole, no sé si llamarla política, moral o humanitaria. Me bastó ver al tipo en un famoso vídeo visitando a Radovan Karadjic en las colinas de Sarajevo y disparando sobre la ciudad asediada, para confinarlo en la categoría de seres vomitivos clase A. No sé si el resto de la gente que hacía cola conmigo tenía unas ideas similares sobre el escritor, pero lo cierto es que había cierta excitación en la fila, propia de las visitas de las grandes estrellas. Es cierto que la cola de Moderna de Pueblo, en la caseta de al lado, era infinitamente más larga, pero en la nuestra había más fervor.

Para quienes pasaban por allí sin saber de quién hablamos, diremos que Limónov es el personaje protagonista de la mejor novela de Emmanuel Carrére, y que casualmente coincide con un señor de carne y hueso nacido en la industrializada Dzerzhinsk, cerca de la actual Nizhni Nóvgorod –abríguense si van por allá de peregrinación–, cuyas principales credenciales son que ha hecho de todo en la vida: desde ser criado de un millonario en Nueva York o poeta bohemio en París, hasta fundar una formación política, el Partido Nacional Bolchevique, que tuvo una ruidosa y efímera vida.

Pero sobre todo, Limónov es conocido como el escritor que se apuntaba a todos los bombardeos de su tiempo, ya se tratara de bombardeos contra Georgia a favor de Abjasia, contra Moldavia a favor de Pridnestovie, contra Rusia a favor de Chechenia, contra Kazajistán a favor de Rusia o contra Bosnia a favor de Serbia. Parece ese tipo de hombres de acción que no pueden evitar sentir el magnetismo de los follones sangrientos y fraticidas. Me pregunto, en el caso de que -dios no lo quiera- mañana estallara una guerra en Cataluña, cuántos limónovs no se alistarían a toda prisa para vivir en primera línea eso del ardor guerrero. Me temo que muchos.

Con estos antecedentes, descubro que El libro de las aguas que tengo en mis manos va, según adelanta el autor en el prólogo, de “guerra y mujeres”. Quienes suelen saltarse los prólogos también están avisados desde la portada. Balas y condones. Testosterona y pólvora. Habrá quien, con razón, opine que para eso ya tenemos a Pérez-Reverte, sin necesidad de acudir a productos de importación. Además, quienes mucho bravuconean de donjuanes y se cuelgan a sí mismos medallas de héroe suelen ser sospechosos de estrepitosos fracasos en ambos campos, cosa que en último extremo atañe única y exclusivamente a su conciencia. Sin embargo, vale la pena dejarse llevar por la memoria del escritor ruso para que él mismo vaya revelando sus cartas, que son intransferiblemente suyas.

La narración, sugestivamente unitaria a pesar de su carácter fragmentario, está compuesta por viñetas que saltan continuamente en el tiempo y en la geografía, con el mismo desorden juguetón con que suelen acudir los recuerdos a la mente. Sin embargo, el criterio que los agavilla es el hecho de estar relacionados con algún recurso hídrico, como dirían las ONGs en su abyecta jerga, de tal suerte que los capítulos llevan por título mares, ríos, estanques, lagos, bahías, fuentes, saunas y baños, lluvia…

Dejo al lector el juego de buscar metáforas en este sistema de ordenación: la sensación de flujo permanente, la navegación por el río de la vida, la imposibilidad heraclitiana de bañarse dos veces en la misma corriente o la posibilidad de lavar las suciedades propias y ajenas, todo sirve para justificar la estructura del índice. Sea como fuere, Limónov empieza a hacer correr la tinta con el tono más bien improvisado de las charlas de bar, pero que él sabe adornar muy certeramente con figuras poéticas y graciosos remates. Y creo que es esa mezcla de oralidad y elegancia, sumada a la sensación de verdad, de intimidad, de confidencialidad que transmiten las piezas, lo que nos va llevando de una página a otra con grata avidez.

No obstante, de un provocador nato como Limónov no se puede esperar lo que se dice una literatura edificante. Además de su afición a pegar tiros allí donde no le llamen, el autor de títulos tan bien escogidos como Los últimos días de SupermanCómo domar un tigre en ParísDiario de un fracasado o La muerte de los héroes contemporáneos no desaprovecha ninguna ocasión para mostrarse como un misógino de tomo y lomo, por más que diga y repita lo mucho que amaba a sus compañeras. Maltratador sádico, jactancioso pederasta, se recrea en el detalle de las lágrimas que lloraba su Yelena, a la que antes ha definido como “mi botín de guerra, territorio de conquista”, mientras “me apliqué a sus dos orificios contiguos hasta dejarla exhausta”. O el trato que le da a Liza (“¡Dios, cómo la quise!”), cuando, después de unos tragos en casa, ésta quiso marcharse: “Le di una paliza. Quedaron restos de sangre hasta en las cortinas. Porque eso no se hace”.

Capítulo aparte merece el nivel de autoestima que este señor se gasta. “A diferencia de los zoquetes de mis contemporáneos, era un aventurero, un lince”, leemos en un pasaje. Otras veces lleva ese narcisismo hasta el delirio, como cuando se califica entre las personas “sensibles a la percepción extrasensorial y a las ultraondas, individuos que, aunque no sepan prever el futuro, sí son capaces de intuirlo”. Y como escritor, cómo no, se coloca a la altura de Brodsky pero en narrador. Y así todo…

Políticamente tampoco hay por dónde cogerlo. Aunque su oposición a Putin debería granjearle algunas simpatías, el hecho de bautizar a Hitler como “el héroe del Anschluss” (¿hasta dónde llegará la ironía?) tampoco es para bañarlo en aplausos. En el fondo, uno intuye que Limónov cultiva una considerable ensalada mental que va del fascismo al comunismo, y que tendría su gracia loca, literariamente hablando, mientras no entraran en juego las armas y la sincera voluntad de poder.

¿Por qué leer a un tipo cuya idea de la mujer aborrecemos, cuya soberbia nos parece ridícula y cuyo ideario político se halla en las antípodas del nuestro? La pregunta no es gratuita en tiempos en los que muchos se preguntan siquiera si deberían tener entre sus amigos de Facebook y Twitter a votantes de Vox, o si se deben leer artículos de periódicos con cuya tendencia no comulgamos. Pero leer un libro no equivale a ser amigo del autor. Ni siquiera a coincidir con él. Ni disfrutar con las novelas de Céline o con la poesía de Neruda significa que iríamos juntos a votar por el mismo candidato, o que nos gustaría que se casaran con nuestra mejor amiga.

No, Limónov no me parece un ejemplo a seguir, pero El libro de las aguas merece las horas que se les dedique. Incluso para reconocer al pobre diablo que nunca ha logrado estar a la altura de las mujeres que le tocaban en suerte; al tipo que, necesitado de demostrarse a sí mismo su arrojo y cegado por una extraña pulsión de muerte, se lanzaba a hacer de rambo en todas las guerras de su tiempo; al individuo extraviado en las ciénagas del siglo XX, enamorado de sí mismo antes de que cualquier otra persona, causa o bandera, pero que se siente nacido para hacer la revolución, donde sea, contra quien sea.

El narrador cita a menudo a Baudelaire. Se percibe en él el gusto baudelaireano por utilizar palabras epatantes, cochambroso, fétido, mórbido, repugnante… Y sin embargo, hay una belleza latente en los escenarios que recorre, desde el Mediterráneo de Niza hasta el mar Negro, del Danubio al Hudson, de la fontana de Trevi a la moscovita fuente de la princesa Turandot, o esa fuente de la Quinta Avenida de Nueva York donde una noche se dio un chapuzón porque, como asegura la cronología, en 1972 “promete bañarse en cualquier extensión de agua que encuentre”. Toda la fealdad que arroja al lector a la cara tiene su contrapeso en alguna forma de belleza.

Eduard Limónov se redime en ella: él está podrido, pero el mundo no, no del todo aún. Y como nos sucede con Céline y con cierto Neruda y con tantos otros, la legítima rabia se traduce en tristeza: qué lástima que fuera así, qué pena ese talento puesto al servicio de una misión tan deleznable, qué diferente habría sido si… Y paramos ahí, porque esa no es la cuestión, probablemente nunca lo fue en literatura.

Limónov es como es. Genio y figura. Y desde luego, un producto de su tiempo, una síntesis de algunas de las peores cosas que ha producido la contemporaneidad, y algunas gotas de absoluta brillantez. Escribir un libro como este, un álbum de aguas de la memoria, se antoja un modo de impedir o retrasar nuestra suerte común: que todas corran, tarde o temprano, hacia el sumidero.

Publicado con anterioridad en M’Sur.

El libro de las aguas (Fulgencio Pimentel, 2019) | Eduard Limónov | 350 páginas | 21,85 € | Traducción de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea

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