El hombre sin rostro
Luis Manuel Ruiz
Salto de Página, 2014. Colección «Púrpura»
ISBN: 978-84-15065-93-7
224 páginas
16,90 €
Fran G. Matute
Por mucho que nos empeñemos en defender que la literatura con vocación de entretener es igual de “válida” (‘you know what I mean’…) que aquella que ahonda en los más profundos dilemas humanos la realidad es que, al final, la primera termina siendo mirada por encima del hombro por casi todo el mundo. Quizás la culpa la tengamos nosotros, sus propios lectores, que no sabemos exponer con firmeza las bondades del discurso que ofrece eso que llamamos “literatura de evasión”. Pienso que esto se debe a que cuando uno por fin se desinhibe del yugo cultureta y se atreve a confesar que ha leído tal o cual título de (supuesta) dudosa reputación, lo suele hacer en el marco de un corro nocturno o estando de sobremesa torera. Y en esos ambientes, ya se sabe, las palabras se las lleva el viento y el etilismo.
Esta sensación de desigual percepción cultural puede observarse también, por ejemplo, con la comedia en el cine, tan poco reconocida «artísticamente». Al actor que dedica toda su carrera (y su innegable talento) a hacer reír solo se le suele reivindicar en su senectud o previa interpretación de un papel dramático con el que poder demostrar que tras las muecas y los tropiezos hay un intérprete de raza. Puede parecer que me estoy yendo por las ramas pero traigo a colación esta pequeña (e insulsa) reflexión porque me siento como obligado a tener que gritar con más fuerza que nunca que El hombre sin rostro de Luis Manuel Ruiz, con independencia (o precisamente por ello) de que su trama gire alrededor de un proyecto científico secreto auspiciado por el gobierno de España que a finales del siglo XIX dio con una extraña pócima que permitía al que la ingería “camaleonizarse” a su antojo, es una portentosa, entretenida y divertidísima pieza literaria escrita por un novelista como la copa de un pino.
Por otro lado, el camino que parece iniciar Luis Manuel publicando en la editorial Salto de Página se presenta como justo el contrario al que haría un actor de comedias como el que mencionaba anteriormente. Porque Luis Manuel nació con el éxito, debutando en Alfaguara. Porque Luis Manuel ya ha indagado en su obra sobre los grandes dilemas del ser humano. Desde la filosofía, en todas sus acepciones, sí, pero también desde los géneros literarios. Así que tengo la sensación de que Luis Manuel no es un autor que esté, en estos momentos de su vida, necesitado de reconocimientos (bueno, nunca vienen mal, está claro) sino que más bien añoraba poder explorar una literatura en la que sentirse más cómodo. Y tras cuatro años sin publicar parece que, por fin, ha encontrado ese nicho literario en el que pasar el resto de sus días.
Lo anterior se percibe, en mi opinión, en la frescura y el desparpajo que desprende El hombre sin rostro. Una historia de asesinatos y misterios a la antigua usanza que conjuga brillantemente una prosa, con ciertos aires decimonónicos, que está como esculpida en mármol con el cientificismo imberbe propio de la época y el lugar en el que transcurren los hechos que en ella se narran: la España de Alfonso XIII, todavía altamente castiza, que venía de sufrir sendos varapalos en Cuba y Filipinas, coyuntura socio-política esta que Luis Manuel lleva a su terreno para justificar su particular “liga de los hombres extraordinarios”. Para que se hagan una idea: mezclen en una coctelera a Julio Verne, Wilkie Collins, Conan Doyle y H. G. Wells y de ahí sacarán, hechas papilla, las coordenadas más elementales en las que se mueve esta novela.
Sí, hay un tono clásico en la historia que nos cuenta Luis Manuel en El hombre sin rostro que poco o nada se aleja de los tópicos del género. Pero hay en la construcción de sus personajes principales un punto de desfachatez, un toque de humorada sanota, que resulta irresistiblemente encantador. Ver al profesor Salomón Fo, el científico más brillante de España, poniéndose hasta las manillas de piononos mientras trata de explicar una complicada reflexión con los bigotes llenos de crema hizo que la mandíbula se me abriera de par en par. Acompañar a la inteligentísima y fibrosa Irene Fo, hija del egregio profesor, y al joven y asustadizo periodista Elías Arce a lomos de un Simplex desbocado por las calles de Madrid, hasta toparse con una señora extrañamente familiarizada con el mundo de la automoción se vuelve una experiencia única y desternillante. Descubrir el motivo por el que el mayordomo de la familia Fo, el vampírico Nabucodonosor Orlok, tiene más de 200 años es simplemente delicioso. Así que, a los referentes clásicos del género fantástico y de aventuras, sumen todo un imaginario de formas y colores procedente del tebeo y los dibujitos animados. Y es justo ahí, cuando esa prosa tan apabullante deja transpirar su lado más gamberro, cuando la historia se vuelve comiquera y juguetona, cuando notamos que el autor está en modo disfrutón, es justo ahí, decía, cuando El hombre sin rostro brilla en la oscuridad, como el escarabajo con motas amarillas que es.
Si a una capacidad pasmosa para describir lugares y entrelazar acciones, para crear metáforas brillantes y narrar situaciones a ritmo de redoble, añadimos una historia más que solvente que además tiene voluntad de continuidad (El hombre sin rostro pretende ser el inicio de una saga, y yo que lo vea), ¿cómo hago para negar el disfrute sincero que me ha supuesto la lectura de esta novela? ¿Cómo hago para no estar ansioso de que lleguen más aventuras del profesor Fo? ¿Cómo os convenzo de que este “divertimento” tiene más entidad, más poso, más consistencia, más «literatura» que la mayoría de novelas supuestamente hondas y profundas que se publican en este país? Y sí, soy plenamente consciente de que para poder escarbar mínimamente en vuestras conciencias tengo que salvar otro escollo: el del amiguismo. Y me da mucha pena, no creáis, pensar que las entusiastas palabras que estoy vertiendo en esta reseña puedan llegar a caer en saco roto por el mero hecho de que el autor colabore de forme ocasional en este medio o porque el reseñista presente ciertas afinidades con el autor. Si, todo eso es cierto. No hay por qué negarlo. Al fin y al cabo, Estado Crítico no es The New Yorker. Ya sé, ya sé, vosotros lectores leguleyos estáis pensando aquello de ‘excusatio non petita accusatio manifesta’. Pero solo lo voy a pedir una vez: que confiéis en mí. Que os sentéis a leer El hombre sin rostro y os garantizo que antes de que os caiga el esqueleto de un diplodocus encima estaréis más que enganchados a este pionono relleno de letras.
Orfebre pastelero que mezcla con oficio y talento todos los ingredientes a su alcance para crear un producto goloso y adictivo, de catorce letras: Luis Manuel Ruiz.
Amigo Fran, sonrojo y amiguismos aparte, creo que te has ganado un buen par de cervezas esta noche.
Bueno, espérate, que todavía hay tiempo de cagarla… 😉