MANOLO HARO | Hubo un tiempo en el que Europa fue recorrida por voces sabias que intentaban colocar entre los resquicios que dejaba la Modernidad algo del pasado sapiencial de la Antigüedad Clásica. El exceso de luz y raciocinio que había prevalecido en el XVIII dejó demasiado expuestos a los vaivenes antojadizos de las cabezas dieciochescas los vestigios áureos de la cultura occidental. La razón asesinaba silenciosamente lo poco o lo mucho que podía decir el paganismo a esas alturas de la historia. Los acordes de la lira que resonaron profundamente en el mundo griego se apagaban con los cojines de seda que les colocaba encima una Ilustración que se quedó, en demasiadas ocasiones, en lo didáctico. El XIX fue un siglo feraz para el reencuentro con los tiempos de Homero, por lo que tuvo de vuelta a lo auroral, iniciando la búsqueda de un sentido secreto del mundo que ya no explicaba ni la razón desgastada de los ilustrados ni el materialismo incipiente. Entre todas esas voces sabias destacó John Ruskin, hombre juicioso que encontró en el mundo antiguo, en los pintores italianos del Renacimiento y en la naturaleza los motivos para dedicar su vida no sólo a buscar la belleza sino a ponerla ante los ojos de aquellos que tuvieron la suerte de asistir a sus conferencias o de leerlas en los diferentes medios en que las dio a conocer en la época.
Aparece ahora en nuestra lengua, con el nombre de La reina del aire. Los mitos griegos de la nube y la tormenta, un proverbial estudio en torno a la figura de Atenea, donde el inglés supo intercalar entre citas clásicas sus grandes preocupaciones en torno a la historia del mundo que le tocó vivir y, más concretamente, de Inglaterra. Como se advierte en el prólogo de la edición, al leer a los clásicos se ha de tener muy en cuenta que se trata de la puerta de acceso a los mitos y que estos, como dirá el propio Ruskin en el prefacio de su obra, la constatación de un saber al que ya en 1869 la ciencia de la época iba añadiendo verosimilitud mediante nuevos descubrimientos que demostraban que algunas intuiciones escondidas tras la mitología escondían algo más que meros cuentos. Escribe pues, entre otras muchas cosas, hace casi siglo y medio, sobre lo cambiante, deslucido y desmitificador de la existencia humana, donde la polución y los fenómenos naturales ofrecían un futuro poco halagüeño, tal como había escrito en su célebre ensayo Sésamo y lirios en torno a la destrucción de la belleza de Suiza. La profanación de la ciencia moderna es grande: luz, aire y aguas. Y este grito, en el huidizo fragor del nuevo y proteico amanecer de la ciencia –sepultada para siempre la alquimia y el saber ancestral– resulta la puerta de entrada a un estudio elocuente y magistral sobre la figura de Atenea, sustentadora de todo lo que el cientificismo ciego y engolfado en sí mismo comenzaba a poner en solfa en ese momento.
Ruskin se cuida mucho de llamar a los credos del pasado “superstición”, pues sabe que guardan un conocimiento profundo y valioso para aquellos hombres que vivieron en una oscuridad que no podían disipar de otra forma. De la misma manera reconoce que sólo los hombres de espíritus nobles son capaces de alcanzar la profunda significación que subyace en tales mitos. La lectura de estas páginas supone un delicioso ejercicio: la voz de John Ruskin avanza con el ímpetu de la fuerza de la imaginación emparejada con un discurso creativo con un lenguaje lleno de emblemas que guía la atención del que lee. El lector de este volumen será inquirido continuamente para que ejercite su pensamiento y establezca los paralelismos pertinentes entre Antigüedad y mundo contemporáneo. Cómo, si no, atajar las preguntas que plantea una frase como “el mito de una raza simple e ignorante debe significar necesariamente poco”. Fueron los conformadores de mitos hombres que observaron, conocieron extensamente y luego contaron en forma de fábulas. Ruskin no trata aquí del origen de los mitos, sino que los aborda sabiendo que estos florecen en la época más noble de una civilización. En Homero el pensamiento es más misterioso, pero, a la vez, más instintivo o involuntario; será con Píndaro y Esquilo, hombres abiertamente religiosos y sinceros según el propio autor, donde aflore con más concreción el saber mítico. Partirá de ellos para abordar una de las divinidades adheridas a los cuatro elementos constitutivos: el fuego de Apolo, la tierra de Deméter, el agua de Poseidón y el aire de Atenea.
Una de las cuestiones que plantea Ruskin con acierto es la explicación de que los mitos han sido vistos como un mensaje enviado de noche mientras soñábamos con la mayor claridad. La crítica de su tiempo no lo comprendía así (años después, Jung fue el que más se acercaría a estas intuiciones sin llegar a traspasarlas por completo, tal vez debido a un freno que él mismo se autoimpuso). El autor inglés defiende que el rastro y significado de los mitos han corrido por las venas de la cultura posterior, dándose el caso de que, más que la fría erudición, conviene abordarlos por medio de Dante, donde reverberan mejor los mitos homéricos, o de Keats, para entenderlos. Por lo tanto, es necesario que los temperamentos predispuestos a ello se repitan época tras época y continúen ofreciendo relecturas esclarecedoras.
Se ha de aclarar que los ingleses, como los alemanes, siempre tuvieron la nostalgia del mundo antiguo. Sus profundos conocimientos de la cultura clásica, pertinaces y austeros como la hiedra que trepa por el muro de piedra de la abadía, dan fe de ello. Ruskin se muestra como un erudito que rechaza la rigidez fría del dato. Llena con su aliento cálido cada cita y cada imagen. Como para Cyril Connolly, Grecia sigue resonando en la noche de los tiempos para sus mentes preclaras. Prendida la llama en la noche de aquellos tiempos, el farol hiende la tela oscura que separa la época del autor de aquella otra inaugural. Atenea se muestra ligada a tres esferas y atributos diferenciados: Atenea Chalinitis (Atenea en los cielos), Atenea Keramitis (Atenea en la tierra) y Atenea Ergane (Atenea en el corazón). A partir de aquí, con su particularísimo olfato de etimólogo audaz (algo tahúr a veces), John Ruskin va trazando sobre el laberíntico jardín de la literatura clásica la historia de las diferentes Ateneas.
Uno se pregunta cómo se tomaban en aquellos días sus discursos. Lo digo porque, en los entresijos de los temas que quedan esbozados, y que el lector atento podrá ir desentrañando, se plantean certeras preguntas que aún hoy la ciencia no ha logrado contestar. Por ejemplo, cuando Ruskin habla de los diferentes fuegos de la mitología (de Apolo, relacionado con el cerebro; de Atenea, con el corazón; y de Hefesto, con la mano), surge la cuestión sobre el origen del primo mobile, el poder transitorio en el que todo vive y se mueve y tiene su existencia. La exposición acerca del nacimiento y sentido de la flor, sustentando sus certezas en la biología y la botánica, guiadas además por los mitos, también sugieren la discusión. Cuando trata el tema de la representación de la serpiente en diferentes culturas y su asociación con el mal, habla del “más terrible de los misterios” (al que ni Freud ni Jung supieron dar una explicación convincente o, al menos, que atravesara las últimas veladuras del subconsciente y pasara a esferas más espirituales). El deleite es constante. A pesar de que la prosa de Ruskin requiere de una lectura exigente, el libro, con su colorido baile de temas (botánica, arte, política, economía, etc.) es un festín para aquellas personas que busquen un discurso lleno de significación.
Especial interés, bajo mi punto de vista, presenta la tercera de las conferencias dedicadas a la Atenea del corazón, donde se aborda el tema de la voluntad y la imaginación, y, por ende, el de la creación artística. En este tratado multidisciplinar, la sabiduría de su autor alienta nuestro pensamiento y engrandece nuestras intuiciones, provocando un tráfico de correspondencias en el cerebro de los lectores avisados y sensibles. Las musas acompañan a los hombres doctos y promueven el bello trabajo; en cambio, Atenea hace a los hombres prudentes y perspicaces, y enseña a hacer bien el trabajo. “Una vez hayáis aprendido a deletrear la más preciada de todas las leyendas –dibujos y edificios–, podréis leer los caracteres de los hombres y de las naciones, como en un espejo”. Ruskin sabía que el temperamento personal estaba atravesado por uno mayor que era el nacional y pone como ejemplo a Turner. Continúa jugando y saltando de liana en liana: una lección de política social y económica de corte cristiano y pseudo-ludista (es consciente de que la mecanización de la vida convierte a los hombres en ociosos y, por consiguiente, en seres desnaturalizados y desalmados); sobre la modestia y la libertad; sobre el dominio del arte; sobre los verdaderos artistas (defiende al discípulo de Leonardo, Luini, por encima de su propio maestro, al que acusa de quedarse colgado en una sonrisa arcaica durante toda su obra), etc. Ruskin observador del arte y de la vida, indistintamente, mezclando ambos planos vivifica el arte y ornamenta la vida. Ahí reside lo delicioso de la lectura.
Remata el volumen un discurso ofrecido en la Escuela de Arte de South Lambeth. En ella parte de la lectura de una moneda griega, en la que figura el Hércules de Camarina, para tratar asuntos caros a él como los méritos del arte griego, tratados aquí con agudeza crítica para guiar a los futuros jóvenes artistas que lo escuchaban, o los pintores que se han de tomar como guía para seguir un camino verdadero en el arte. Prueba de la sagacidad de Ruskin será el hecho de, tras una vida dedicada al conocimiento del arte clásico, no caer rendido a los pies del mismo, sino dejando bien a las claras que el arte griego puede ser un modelo, pero que el carácter nacional inglés no puede aspirar a él, pues sus corazones y cielos son diferentes.
No querría terminar esta reseña sin aplaudir, desde el fondo de la sala pero con rotunda entrega, el admirable trabajo de Alba Esteve y Javier Alcoriza, a la sazón traductores del libro, por haber conseguido verter la gran riqueza de matices de John Ruskin con un rigor etimológico que pocas veces se logra en autores por cuyas prosas hay que caminar con una sonda de profundidad. Pienso que sus nombres deberían de figurar en la portada. Igualmente aplaudo la valentía de la editorial Pepitas de calabaza por emplear su tiempo y esfuerzos en colocar en el mercado un libro que no corresponde a nuestro tiempo pero que resulta absolutamente necesario para atravesarlo.
La reina del aire. Un estudio sobre los mitos griegos de la nube y la tormenta (Pepitas de calabaza, 2017), de John Ruskin | 200 páginas | 17,00 euros | Traducción de Javier Alcoriza y Alba Esteve