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Un repeluco de nostalgia antigua

RAFAEL ROBLAS CARIDE | El niño del callejón es el nuevo libro de Francisco Robles, Pacorrobles para los amigos. “Novela” puede leerse en un costado de su portada. Sin embargo, no es cierto. Abro las páginas, me sumerjo en ellas y voy de la mano del niño que no fui –aunque me reconozca en él– recorriendo una nostálgica Sevilla que ya no existe. Su argumento, proyectado sobre el desconchado muro de una casa vecinal de Santa María la Blanca, es bien simple: la autobiografía lírica y sincera de un autor que recientemente se ha reenganchado a la vida agarrando las manos de Dios y de su inseparable Lola. ¿Novela? No. Definitivamente no es una novela esta obra que hoy llega hasta los lectores. Sí, quizás, una confesión abierta, un ajuste de cuentas con la memoria, el olvido y los fantasmas del pasado. Y un canto de amor hacia el futuro. Un respeto.

Formalmente, el relato se estructura en torno al desarrollo del año natural, comenzando por junio, el mes del nacimiento del escritor. Corresponden a este inicio algunos textos donde Robles reflexiona sobre asuntos existenciales y metaliterarios, desbrozando la naturaleza del contador de historias e, incluso, del hombre que sobrevive a su propia vida. También es este el momento de asistir al conmovedor testimonio de la víctima que ha mirado fijamente los ojos de ese verdugo que nunca perdona:

Ahora ha llegado el momento crucial. Es hora de pensar en ella. Nunca he estado dispuesto a cometer semejante abuso de intelectualidad, pero no es eso lo que estoy dispuesto a hacer. Se trata de otra cosa muy distinta. Algo que, en origen, tiene muy poco que ver con el resultado de todo esto. Estamos hablando de la muerte. Sin más composturas ni más tonterías. La muerte como lo más natural del mundo.

Luego, como contraposición, la explosión de la vida. La germinación del niño que disfruta la cara y la cruz de la moneda de la vida corralera en la Sevilla de los sesenta; los estertores de una sociedad tradicional que pronto abandonaría el tipismo incómodo del cada vez más insalubre corral de vecinos en beneficio de la teórica comodidad del despersonalizado piso situado en la periferia. Cada capítulo va avanzando con cadencia y ritmo exacto, líricamente, en torno a una serie de breves apuntes aparentemente inconexos y desordenados que van apuntalando los pilares de su mundo en blanco y negro: el patio, los vecinos, la Semana Santa, el colegio, la Navidad, los comercios de la zona. Y la madre, omnipresente, sobrevolando el relato, dando unidad a la vida, aunque esté fuera del encuadre del lector:

«No puedo ver a la mujer que está junto a mí [en esta fotografía], cuidándome para que no haga ninguna barrabasada. Ella se limita a mirar, y sonríe. Así la imagino. Cuando termine, habrá dejado una parte de ella en la foto. No sale. No aparece. Es mi madre.»

 Y siempre, ¡siempre!, la mirada infantil –cernudiana creadora de nuevas palabras–, acodada en la baranda del recuerdo, recuperando instantes que a nadie importaban entonces, salvo al “tiempo sin tiempo” del reloj del niño.

«En el rincón que forman los dos corredores de aquella casa, ya no hay nadie absorto en la vida minúscula que va a perecer en cuanto la mosca sea el fruto insaciable de la lagartija, de la salamanquesa o de la salagartija. Seguirá así, siendo la cazadora más atrevida de las que existen, la que se convierte en animal mítico para todo niño que se precie de serlo.»

Son retazos de una vida mucho más pausada e inocente. Más cálida y humanizada. También más incómoda y fría, pese a los rigores de un verano antiguo sin aires acondicionados ni climatizadores. Desbrozos de la dureza de una posguerra tardía que prolongaba sus tentáculos a perpetuidad: la cabalgata de Reyes –indefiniblemente nocturna en aquella misma esquina– disimulando con el oropel de la ilusión la carestía de las familias; la generosa convivencia en torno a los fuegos comunes del patio y a la briega del lavadero femenino; la cotidiana rutina presidida por el tic tac de la radio de cretona sobre el rústico aparador, antes de la llegada del lujoso televisor; el mágico aterrizaje de la primavera a la ciudad que “es suya y su costumbre”, sin avisar, con sus luces y colores.

«La primavera no empieza ni en marzo ni en abril. Puede volver una mañana soleada con el viento tranquilo y la calma dejándose ver. La primavera viene, en tu ciudad, cuando a ella le da la gana. Y punto. […] Hay años en que la has visto llegar tan de repente, sin avisar a nadie, que tú mismo te has quedado sorprendido. En otras ocasiones has sido el receptor de vagas señales que se ha tirado un día detrás de otro esperándola.»

Y, con la llegada de la primavera, el advenimiento de una nueva Semana Santa –de la Feria no tiene vivencias el niño– que da sentido a los más remotos arcanos de la ciudad y pone en marcha el corazón de sus paisanos. Muy emotivos resultan los textos en los que el autor narra la primera estación de penitencia realizada en las filas nazarenas de la Borriquita, experiencia empañada por una mañana de Domingo de Ramos entre rayos y truenos. Aunque, de parecido tenor son los que más adelante refieren su Primera Comunión en la iglesia Santa Cruz, instante grabado en una fotografía sepia donde el tiempo se detiene sobre una época de costumbres mucho más morigeradas, momento exacto para la sincera confesión y ajuste de cuentas con el cariño al cabo de los años:

«Entre los invitados estaba María, la costurera que fue amiga de mi madre, y su hijo que se llamaba Juanito. Creo que también fueron los tíos de Patro, Francisca y Cristóbal. Pero sobre ellos emerge Patro con Manolo. Eran la pareja perfecta para mí, la que yo habría formado si me hubiesen dado el poder de hacerlo. Era como si fuera mi madre, pero mucho más joven. Hoy vive felizmente. No tengo palabras para ella. Solo  puedo decirle que la quiero. Con toda la fuerza de mi corazón.»

Francisco Robles ha enhebrado en El niño del callejón unos relatos que, partiendo del alma y el recuerdo, alternan la descripción con la narración para recrear anécdotas del pasado (el niño dentro del frigorífico, el calambre del balcón, el terremoto del 69, la tragedia del electrocutamiento en el sótano) y rescatar en la memoria de la colectividad una serie de tipos costumbristas que ya desaparecieron: los juegos de los niños, las tiendas del barrio, las peleas (y pasiones) de la vecindad. Unificando ambas, la pátina personalísima de un lenguaje lírico muy directo y limpio (casi transparente), heredero de la estirpe sevillana más pura y nostálgica. Y, por otro lado, el marchamo crítico –muy de la casa–, que atiza entre líneas, haciendo dudar al lector de que “cualquiera tiempo pasado / fue mejor”.

«[…] ¿Cómo podía vivir una familia de tres personas de aquello? Era algo inexplicable; nadie se había detenido un momento a buscarle las causas. Pero al final se salía adelante. Con un cubo que recogía la suciedad, con una palangana donde le daban un pase como fuera al cuerpo, pero estaba limpio y escamondado. Después vendrían otros miramientos, pero esa es otra historia.»

Al llegar a junio de nuevo, la ¿novela? cierra su círculo con un epílogo centrado en el presente, en el aquí y el ahora de la recuperación del escritor tras el accidente vascular que sufriera durante el confinamiento del infausto 2020. Mas no por este salto en el tiempo, la historia pierde  su sentido lineal- Al contrario, con la narración del ictus y sus consecuencias, Robles concluye su confesión personal mirando hacia el futuro y agradeciendo, esta vez en presente, la nueva oportunidad que le da la vida. Ningún afán morboso. Solo la entrecortada voz del hombre nuevo que pronuncia el nombre de los pilares fundamentales que le sustentan en la actualidad: sus hijos y su mujer. Y suyo es el final –perdón por el destripe–, como no podía ser de otro modo:

«Que Jesucristo y María sigan dándome la razón para levantarme cada día. Y que cada mañana pueda decir buenos días como si dijera “Te quiero, Lola”.

***

Paso la última hoja. Miro al techo. Respiro. Un deje de gozosa nostalgia me invade. Son las brumas de Bécquer, las de Cernuda, las de Montesinos. En este momento podría concluir tentando a la suerte. Ya lo advierte, con colmillito, el autor: “Descuida, porque [aquellos que se creen con derecho a juzgar] no te lo dirán. Y mucho menos ahora, con el peso de la enfermedad sobre las páginas escritas”. Yo sí voy a decírtelo. Me la juego, amigo. Mi particular análisis hoy es una sonrisa tendida al sol de la sinceridad. Ha regresado Pacorrobles. Y compruebo que, dentro de su pecho, continúa latiendo –malgré le roman– su corazón de poeta. Mucho cuidado.

El niño del callejón (Algaida, 2023) | Francisco Robles | 256 páginas | 19,90 euros

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