
ILYA U. TOPPER | Era una fría tarde de febrero, gris y con algo de neblina sobre el Bósforo. Todos tiritábamos un poco bajo el abrigo y a mí se me congelaban las manos en el agarre de la cámara. A pocos pasos tenía a Ishak Alaton, uno de los hombres de negocios más ricos de Turquía, judío, y un poco más lejos, Zülfü Livaneli, escritor y músico. Todos mirábamos durante unos largos minutos de silencio el mar, donde 70 años antes, en 1942, había estado fondeado durante dos meses un viejo carguero rumano, el Struma, con 765 pasajeros a bordo, judíos intentando exiliarse a Palestina, parados en Estambul por presiones del Gobierno británico. No les permitieron desembarcar. Al final, un día de febrero, el barco, con las máquinas averiadas, fue remolcado al mar Negro y…
Disculpe, lectora, estaba a punto de contar el final de la novela. Pero yo me sabía este final cuando abrí Serenata para Nadia, obra de Zülfü Livaneli aparecida en España en 2023; me lo sabía desde aquella tarde de febrero de 2012 en la orilla del Bósforo en la que acabé entrevistando a Ishak Alaton, uno de los promotores de la silenciosa manifestación, y escribiendo una nota para mi medio, la agencia EFE. Por lo tanto, no entendía del todo el aparente secretismo que planea sobre los primeros capítulos de la novela, en los que una académica turca, Maya Duran, encargada de coordinar la visita de un catedrático de Harvard, Maximilian Wagner, de repente se ve seguida a todas partes por un Renault blanco con tres tipos dentro, que solo pueden ser espías. Queda por saber quién los ha enviado. Y por qué un catedrático de 87 años de origen alemán despierta el interés de los servicios secretos.
Me temo que estoy contando la historia al revés, pero quédese con esto: hay una visita de un profesor extranjero, hay una académica turca que anda por los treinta y seis, divorciada, madre de un hijo adolescente bastante complicado, de esos que se refugian en un mundo interno, hay un exmarido, un amante semirregular, una amiga médico, un rector, un chófer del que haríamos bien en no fiarnos, un hermano que es militar y hay esos tres hombres del coche blanco. Y lógicamente empiezan a pasar cosas.
Serenata para Nadia es de esas novelas en las que pasan cosas, se perfila una trama, hay intriga, nos preguntamos qué pasará después y cuándo se disparará ese violín colgado en la pared. Que es algo enormemente de agradecer, especialmente desde que gran parte de la literatura mundial en general y de la turca traducida al español en particular se empeñan en lo contrario. Desde el punto de vista literario, en este caso, se plantean dos preguntas: una es si el autor ha sabido llevar a buen puerto las intrigas planteadas en los primeros capítulos, disparando los fusiles necesarios, cosa que en la Serenata se puede responder afirmativamente: sí. La otra es si el calibre era el adecuado para la historia. Y ahí tuve la impresión, a media novela, de que Livaneli está matando moscas a cañonazos. ¿Tanto servicio secreto y espía por algo que, al fin y al cabo, todos sabemos?
Luego se me ocurrió mirar en internet la fecha de la primera publicación de la obra, dato que, por cierto, debería constar por ley en todos los libros, y resulta que es 2011. Un año antes de aquella silenciosa protesta en la orilla del Bósforo. En una entrevista que pude hacer en otoño pasado, el autor me lo confirmó: hasta que él, Alaton y algunos otros lanzaran una campaña pública para confrontar la sociedad turca con esta parte de su propio pasado, el destino del Struma era efectivamente un secreto de Estado. Y toda la investigación de Maya Duran, convertida en detective, era plenamente realista. En otras palabras: es esta novela la que ha convertido en exagerada esta novela.
Exagerada quizás, pero lejos de innecesaria, especialmente para esta sociedad turca, que sigue gustando de cerrar sus ojos ante su propio pasado. Porque de paso, Livaneli también toca otros episodios, tan oscuros —oscuros de sangre nunca secada— como el del Struma, masacres de las que nadie quiere saber nada hoy. Y no solo hablamos de los armenios, aunque también (y también tener ascendencia armenia era más tabú en 2011 de lo que es hoy, gracias a figuras como Livaneli, entre otros).
Es una de las aspiraciones del escritor, probablemente en todas sus obras: colocar a sus contemporáneos un espejo, abrillantado sin piedad, para que se reconozcan y, sobre todo, reconozcan qué hay detrás de ellos, de dónde vienen, de dónde venimos. El violín de Maximilian Wagner es un instrumento potente para despertar el pasado.
Hacer esta muy necesaria labor política con pluma ligera, mediante una novela de amor y detectives, contando una historia que cualquiera puede leer sin más deseo que el de pasar una tarde entretenida o superar unas horas de tren, tiene mérito. Quizás no haya salido exactamente una obra de gran profundidad, pero bien hilada sí, con las costuras de la intención didáctica muy bien ocultas bajo la trama narrativa. Hacer arte político para las masas también es arte. Algo así como agarrar un micrófono y ponerse a cantar ante treinta mil personas dispuestas a bailar, pero hacerlo en el histórico teatro griego de Éfeso, Turquía, junto a Mikis Theodorakis y Maria Farantouri. Que es exactamente lo que ha hecho Livaneli (en 1988), y es para quitarse el sombrero. Y para bailar.
Serenata para Nadia (Galaxia Gutenberg, 2023) | Zülfü Livaneli | Traducción de Rafael Carpintero | 432 págs. | 23 €