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Una comedia humanística del Boston de los ’70

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La rata en llamas

George V. Higgins

Libros del Asteroide, 2013

ISBN: 978-84-15625-51-3

221 páginas

17,95 €

Traducción de Magdalena Palmer

 

 

José M. López

Los amantes de la novela negra debemos agradecer a la editorial Libros del Asteroide la labor de rescate de la obra de George V. Higgins, uno de los autores americanos más influyente en el género, tanto en literatura como en cine. Tras Los amigos de Eddie Coyle, su primera novela, y Mátalos suavemente, que os sonará por su adaptación cinematográfica de 2012, protagonizada por Brad Pitt, ahora aparece en nuestras librerías La rata en llamas.

Si en Los amigos de Eddie Coyle Higgins circunscribía toda la trama en torno a la figura del soplón o chivato, los sinvergüenzas que pululan por las páginas de La rata en llamas no pertenecen al mundo de la mafia ni al crimen organizado. Son, en apariencia, gente decente (policías, fiscales, agentes de seguros o del espectáculo), pero que se ven animados, o tienden al delito debido a un ambiente, a una tendencia social que les empuja a ello. Los personajes que delinquen lo hacen porque es la única manera que conocen de salir airosos de ciertos problemas cotidianos que les colocan la clásica soga bastante apretadita a sus cuellos. Son estafadores no habituales, que trabajan desde dentro del sistema, y que se valen de esta posición para salir del atolladero en el que se ven inmersos o, por qué no, para ganar algunos dólares extra. No se creen delincuentes con mayúsculas, pero quizás la herida social que provocan sea más desgarradora y persistente que la de aquellos criminales de carrera. En definitiva, la trama gira alrededor del asunto de las estafas relacionadas con los alquileres de viviendas.

Jerry Fein es el propietario de un deteriorado edificio de apartamentos. También es agente de artistas de medio pelo, a lo Danny Rose de la película de Woody Allen. La mayoría de sus arrendatarios no le pagan el alquiler, a pesar de lo cual él debe seguir afrontando las diferentes facturas de luz, agua, basura y demás impuestos. Nos encontramos ante el tema de los desahucios -de penosa actualidad-, pero ahora contado desde el punto de vista del arrendador asfixiado por las deudas que no consigue cobrar a sus inquilinos. Para escapar airoso de ese callejón sin salida solo ve una solución, y cómo no, fraudulenta: hacer que arda el edificio para persuadir a sus inquilinos de que se vayan y, así, además, cobrar el seguro. Con el fin de llevar a cabo este plan se ve obligado a rodearse de toda una fauna de tipos “marca Higgins” de dudosa moralidad, y que estarían dispuestos, a cambio de algunos fajos de mil, a dejarse corromper. Estos malhechores provienen de diferentes estratos sociales, y, aunque sus inicios en las prácticas ilegales comienzan siendo coyunturales, todos terminan haciendo del delito un modo de vida, cada uno en la medida de sus posibilidades: desde los ladrones de poca monta que tendrán que incendiar el edificio, hasta los encargados de seguro que deben hacer la vista gorda o los inspectores de policía que deben mirar hacia otro lado. Todos y cada uno de los seres que pueblan las novelas de Higgins son corruptos, todos son delincuentes, todos tienen culpa. Quizás las ratas que vagan por el edificio, y a las que se pretende atribuir el fraudulento incendio, sean los únicos seres con cierta higiene moral de toda la novela.

A diferencia de otras novelas de Higgins, esta vertiente más social que encontramos en La rata en llamas, esta cara más cercana del delito, permite que los delincuentes que nos presenta no nos sean tan ajenos y los comprendamos en parte, aunque nunca justifiquemos sus acciones. No nos encontramos aquí a hampones de la mafia, soplones o ajustadores de cuentas. Los tipos que deambulan por el libro son culpables, en efecto, pero su culpa aparece determinada por un contexto social que les “obliga” a actuar de esa manera, lo que, inevitablemente, nos acerca a estos seres corruptos desde un punto de vista emocional, y nos anima a mirarlos con algo más de indulgencia. The New Yorker calificó a Higgins como el Balzac de los bajos fondos de Boston. Debido a este determinismo social del que acabamos de hablar, los personajes de esta novela me han recordado también a aquellos que vagaban por las novelas de Zola, y que intentaban escapar, sin éxito, de su trágico ‘fatum’.

En La rata en llamas Higgins es fiel a su estilo eminentemente dialógico. La novela consta, casi en su totalidad, de transcripciones realistas de las conversaciones que se dan entre sus personajes. Estos diálogos frescos, directos y cargados de verosimilitud suponen la columna principal de cada capítulo. El humor y crudeza de estos coloquios (cuya relación con Tarantino ya se debatió por aquí) aportan a la obra de Higgins una frescura nunca antes vista en ningún otro escritor de novela negra. Tanto es así, que nos llegamos a preguntar si Higgins es realmente un narrador. A excepción de un par de capítulos, todo es diálogo en esta novela. La acción no se muestra, tan solo se sugiere, y este es otro rasgo genial y vanguardista de su estilo. Es el lector el que, a través de la superposición de conversaciones de los protagonistas, debe ir reconstruyendo en su cabeza qué es lo que realmente está pasando entre capítulo y capítulo. Este libro va de unos tipos que prenden fuego a un edificio para cobrar el seguro, pero este delito no se muestra en el libro; tan solo se nos deja ver los preparativos y, más brevemente, las reacciones de los involucrados después de que este sucediera. Es como si rodásemos una película de un atraco, pero ese atraco no apareciera en escena (lo siento, Tarantino otra vez). Por ello, me veo en la obligación de aconsejar a todo lector que se enfrente a una novela de Higgins que borre de su horizonte de expectativas los estándares de una narración al uso, y piense más en la lectura de una obra de teatro, o, para precisar más, en las denominadas “comedias humanísticas” del siglo XVI. Estas eran obras dialogadas en prosa, pensadas para la lectura, no para la representación, que trataban temas de actualidad, con interés especial por las clases humildes y centradas en la vida cotidiana. Probablemente, el autor de Massachusetts nunca tuvo la intención de ajustar sus escritos a este género, pero las coincidencias entre las novelas de Higgins y obras como La Celestina o La Dorotea de Lope de Vega -en menor medida- me parecen asombrosamente numerosas.

Son, en definitiva, estos pequeños bocados de realidad, estos hilarantes diálogos, los que aportan a la obra de Higgins una modernidad asombrosa, y, lo que es más importante, los que me han provocado numerosas carcajadas tras la lectura de las ingeniosas barbaridades que sueltan por sus boquitas la caterva de sinvergüenzas que callejean por el libro. Y esto vuelve las novelas de este autor realmente adictivas. Y es por esto por lo que no podemos parar de leer. Y, al final, se nos va el libro en una tarde. Porque los personajes de Higgins nunca paran de hablar. Y cuando acabamos su lectura, tenemos la sensación de que estos delincuentes de medio pelo continúan conversando, continúan lanzándose ácidos y desternillantes insultos, a pesar de que hace ya varios minutos que hemos cerrado el libro.

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