Asesinato en el kibbutz
Batya Gur
Siruela, 2014
ISBN: 978-84-7844-691-9
374 páginas
19,95 €
Traducción de Maria Corniero
Ilya U. Topper
Un clásico ‘whodunnit’, así se presenta esta novela de la escritora israelí Batya Gur, tercera de la serie que le dio fama. Un ‘whodunnit’ (del inglés ‘who [has] done it?’, quién ha sido) es una novela de detectives en la que se trata de averiguar la identidad del asesino.
La trata de averiguar el detective, desde luego; Michael Ohayon en el caso que nos ocupa, israelí, judío marroquí, divorciado, solitario, pensativo. El lector, así lo mandan los cánones, no debe averiguarla hasta las últimas páginas. Para mantener la tensión, la autora ha de presentar a varios personajes con motivos para cometer el asesinato, sembrar pistas falsas, dejar planear las dudas. Personajes a media luz, con un punto de misterio.
Eso siempre es un equilibrismo de cuerda floja porque por una parte debe ocultarse cual es el verdadero asesino y por otra no se le debe engañar al lector, como hacen, sin rubor ni vergüenza, tipas como Agatha Christie o hasta Edgar Wallace, capaces de narrarte la vida sentimental e interior del asesino sin decirte que todo el rato pensaba en el hacha ensangrentada bajo su cama. Eso es hacer trampa y es muy feo.
Batya Gur no hace trampa. Juega honesta. Casi demasiado: me temo que a mitad del libro ya sabía yo cuáles eran las pistas sembradas para confundir y cuál el personaje del golpe mortal. Lo del arma homicida –veneno– está muy conseguido, por cierto. Pero Gur tarda demasiado, casi tres cuartas partes del libro, en armar por fin una trama realmente coherente que sirva de pista falsa creíble. Y la ventila en un par de capítulos. Una pena, porque esa pista falsa era mucho más interesante que la verdadera.
Porque en este libro, como en toda la serie de Batya Gur, quién lo hizo es lo de menos. Lo que importa es lo que la autora nos narra por el camino. La vida en los ‘kibbutz’, en este caso. En el fondo, Gur quiere hacer literatura seria: el ‘whodunnit’ es apenas un pretexto para contarnos esa lucha titánica en los ‘kibbutz’ entre la cosmovisión de sus fundadores –todo se comparte– y la de la generación siguiente, portavoz de profundas reformas hacia el individualismo. Ese conflicto que nadie puede entender que no haya vivido en un ‘kibbutz’, dicen.
El detective, Michael Ohayon, nunca ha vivido en un ‘kibbutz’. Yo sí (días sueltos), y quizás por eso me quedo insatisfecho. Los parámetros del conflicto -¿residencias para ancianos?- se repiten hasta cierta saciedad, pero poco o nada se dice sobre el lugar que los ‘kibbutz’, aquella célula germinal de la que nación Israel, ocupan hoy en la sociedad hebrea. ¿Aún son viables, siquiera? El ‘kibbutz’ (ficticio) en el norte del Néguez ya no vive de la agricultura, sino de exportar una crema facial (semificticia), pero ¿y los demás? Se insinúa que están todos en bancarrota pero no se saca una conclusión de lo que esto significa para la ideología, originalmente de izquierdas, de Israel. E incluso me había hecho la ilusión de que una novela así supiera decir algo más sobre el laicismo y la igualdad entre chicos y chicas en el ‘kibbutz’, algo que no se limitara a decir, como si fuera dogma, que ducharse juntos de críos es un trauma.
(Ni tampoco se esperen encontrar en este libro nada sobre el conflicto palestino: aunque las cremas faciales están modelados, hasta en su nombre, según los del asentamiento Mitzpe Shalem, situado -a diferencia del ‘kibbutz’ ficticio- en territorio ocupado, la novela sigue el uso habitual en la literatura israelí, congruente con el sentir de la población judía, de reducir la existencia de Palestina al concepto difuso de un lejano planeta donde pueden correr peligro los hijos de los protagonistas).
Asesinato en el kibbutz es literatura seria, sí. Demasiado seria. Se agradece que una novela negra se meta en la psicología de los personajes, pero se agradece un poco menos que se meta tan profundamente en la mente de tantos personajes (secundarios, terciarios, aquella tía que se escapó del holocausto…) hasta que la novela más que una trama presente un caleidoscopio psicológico. Sobre todo cuando lo de las cremas faciales y las acciones en la bolsa y la situación económica de los ‘kibbutz’ podría haber dado tanto juego, tanto… Casi todo lo que ocurre en la sociedad israelí, empezando con el origen marroquí de Michael Ohayon, podría haber dado más juego.
Pero no se olviden: es una novela negra en condiciones. No como la tramposa esa de Agatha Christie. Si no tienen miedo a las 374 páginas, la disfrutarán.
Esto de que el autor toma un homicidio, un asesinato o un caso a resolver como pretexto para hablar de otras cosas más importantes es algo que he leído yo en las reseñas de todos los autores de novela negra del mundo. De Chandler a Camilleri. Y esto, en caso de ser cierto, hay que amonestárselo al autor, por dos motivos. En primer lugar, por no saber hablar de estas cosas de suma importancia sin tener que fallecer nadie. En segundo lugar, si al autor realmente sí le importaba el asesinato y la chica fatal, el reseñador nunca se da cuenta, lo que dice igualmente poco de nuestro autor.
Otra cosa sería que el reseñador no tomara como seria ninguna novela negra, y tuviera que justificarse ante el respetable por haberla leído, atribuyéndole unas intenciones al autor que para nada tenía. Entonces habría que exculpar al autor, pobrecillo, inmediatamente.
Aunque la más alabada, para mí es la menos interesante de las novelas de Batya Gur, cuyos whodunnit son tan «falsos» como los míos propios… en el sentido de que la resolución del crimen en el fondo nos importa tres pepinos: lo fundamental es su circunstancia. El kibbutz podría haber dado más de sí, estamos de acuerdo, y quizá su autora deje demasiadas incógnitas secundarias en el aire, cierto. A pesar de los pesares, me quedo (y comparto) su concepción de la novela policíaca como un armazón en el cabe todo. ¡Ahí está «Aquel trueno» para demostrarlo!