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Una de monstruos

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Londres después de medianoche

Augusto Cruz

Seix Barral, 2014. Colección «Biblioteca Breve»

ISBN:  978-84-322-2255-9

368 páginas

19,50 €

 

 

 

Daniel Ruiz García

Probablemente una de las expresiones de la cultura popular más o menos reciente que la literatura ha abordado con mayor generosidad y profusión, sea la del cine de terror o el cine de monstruos. Nos estamos refiriendo, principalmente, al cine de género de la Universal de los años 30, que tuvo su continuación en el cine de la Hammer de los 50 y que fue derivando y degenerando hacia otras expresiones del cine de monstruos instalados en la Serie B como las películas del estudio japonés Toho, con su buque insignia, Godzilla, a la cabeza. Intento encontrar la justificación a las simpatías de la literatura por este cine, que contraviene la tendencia habitual de desdén de lo literario hacia las manifestaciones culturales populares, y pienso que probablemente tenga que ver con su potencia estética, que ejerce una indudable capacidad de contagio, y también con su riqueza simbólica, gracias a la condición mítica de la mayor parte de los iconos generados por estas ficciones, que abren muchos caminos a un mayor desarrollo literario. Buena parte de estos monstruos saltaron en su día del papel al celuloide, y la literatura sobre monstruos que se ha producido en los últimos años parece empeñada en hacer el camino inverso, dando consistencia literaria a personajes que alcanzaron la celebridad cinematográfica.

En este sentido, no puedo dejar de recordar el caso de Manuel Puig y El beso de la mujer araña, obra cumbre para un modesto servidor de la novela del siglo XX, y toda una lección sobre construcción narrativa que de hecho forma parte del temario obligatorio de estudio en escuelas de guión cinematográfico de todo el mundo. En aquella novela, las películas narradas por el protagonista en primera persona constituían, más que una excusa, un eje conductor de la trama, si bien no escondía tanto una reflexión sobre el monstruo como una reflexión sobre la sexualidad y también, indirectamente, sobre política. Quizá la ficción literaria más perfecta sobre la manera en que convivimos con los monstruos esté en El padre de Frankenstein, novela de Cristopher Bram que se centra en los últimos días de la vida de James Whale, director de Frankenstein y su inolvidable secuela.

Gracias a la aportación de expertos en el género como David J. Skal, el estudio sobre el cine de terror y de monstruos ha trascendido su condición minoritaria, adquiriendo rango académico, gracias a ensayos exquisitos como Monster Show, de J. Skal, publicado en España por Valdemar en el año 2008,  y que no puedo dejar de recomendar. De forma paralela, se ha producido un culto creciente hacia figuras tradicionalmente asociadas a la Serie B, como el célebre técnico de efectos especiales Ray Harryhausen, de cuyos dedos surgieron algunas de las criaturas más célebres del cine de monstruos de los años 60 y 70, o Forrest Ackerman, más conocido como «Mr. Science Fiction», y, además de autor y editor del género, uno de los mayores coleccionistas del cine de terror y ciencia-ficción de todos los tiempos.

La premisa de la novela que hoy comentamos aquí no puede ser más seductora para todos aquellos que sentimos adoración por este cine: un agente retirado del FBI es contratado por el mismísimo Forrest Ackerman, ya enfermo -Mr. Science Fiction murió en 2008-, para que cumpla uno de sus últimos y febriles deseos de coleccionista antes de morir: encontrar la última copia de la primera película americana de vampiros que se rodó, Londres después de medianoche, interpretada por Lon Chaney y que supuestamente desapareció en un incendio ocurrido en un almacén de la Metro años atrás. Sobre la cinta sobrevuela una leyenda negra (la leyenda negra de las cintas, otro estupendo territorio simbólico en torno al género) por la que los actores cayeron en desgracia (¿Poltergeist?, ¿El Exorcista?) debido a que, para el rodaje, se contó con vampiros reales.

Para más suculencia, el agente retirado del FBI, McKenzie, y a quien se le encomienda la misión de encontrar la cinta maldita, fue nada menos que asistente personal de J. Edgar Hoover, el célebre y temido creador de la oficina federal norteamericana, que sobrevivió a ocho presidentes del Gobierno y cuya historia es recreada de forma paralela a la trama principal a través de los recuerdos del protagonista.

Con esta premisa resulta difícil no sentirse seducido, tanto más cuando el autor, Augusto Cruz, se desenvuelve con desparpajo en el género, manejando abundantes referencias de una forma nada forzada, y con una fuerte vocación narrativa. Es por ello que, antes que digresión, antes que metaliteratura (que también), hay mucho músculo, peripecias, acción. Es una novela que sabe recoger y asimilar bien la dinámica del ‘pulp’, algo que se deja sentir en la construcción del propio protagonista, puro ‘hard boiled man’, a la manera hammettiana, que más que decidir va dejándose llevar por unas circunstancias con un pie en la rareza (algunos críticos han querido ver ecos del cine de Lynch, pero no estoy muy de acuerdo) y con otro en el guiño. Ya que hay guiños permanentes, algunos más explícitos que otros, al cine de aventuras, al cine de terror, al cine de monstruos, al cine de gángsters. Es una novela que juguetea con los géneros de manera tan natural como deslumbrante, y si algo hay que achacarle a Londres después de medianoche es, quizá, su excesiva tendencia a rizar el rizo, a la vuelta de tuerca, al efectismo, lo que no deja de ser, en sí mismo, una coordenada propia del género.

Una novela, pues, muy recomendable, que habla de monstruos pero también de sueños, de ambición, de anhelos que están por encima de lo humano. Pero que nadie busque excesiva hondura: a este libro se viene a pasarlo bien.

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