RAFAEL CASTAÑO | Hace ya dos años que Tusquets publicó este libro, por lo que vulnero aquí venialmente la ley no escrita de estos escritos, que es hablar de libros publicados, como muy lejos, el año anterior. No obstante, y tratando de salvar con más audacia que vergüenza mi falta, debo decir que este tipo de libros, los libros europeístas, no han dejado de publicarse, y que año tras año, sin remedio, siguen siendo necesarios porque todos, sin excepción, fracasan de uno u otro modo en su intento.
Parecen palabras injustas con este ensayo, construido con las herramientas de un periodista como Guillermo Altares, hombre curioso y comedido, que sabe cultivar y entretener a su lector. Eso siempre se agradece, pero creo que debemos pedirle algo más a esta obra y a todas las de su cada vez más larga estirpe.
Cuando hace años leí las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer, me volví un europeísta convencido. Zweig, que en su dickensiano inicio (“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”) cuenta cómo su generación vio en un puñado de décadas lo mejor y lo peor de lo que era capaz la humanidad, defendía la idea de una comunidad erigida en torno a los ideales de paz y cultura, espejo de la Viena austrohúngara oficial.
Hoy mi europeísmo adolece de la convicción de hace años, porque a todo ideal se le acaban viendo las costuras, los remiendos, los parches. Del mismo modo que cuando uno ve Downton Abbey olvida el colonialismo y la violencia que permitían la acomodada vida de las familias ricas de la época eduardiana, cuando lee El mundo de ayer olvida que bajo el orden –también colonial– de finales del XIX se ocultan las raíces de las dos guerras mundiales –como ya indicó Karl Polanyi en su canónico La gran transformación–. Y siguiendo esta estela de desengaños, Europa es hoy un continente cuqui que no deja de recordarnos a esos perfiles de Instagram de gente felicísima que, en el fondo, zozobra en la angustia y la depresión.
No es solo que Europa haya contradicho buena parte de sus valores con la crisis de los refugiados. Más importante aún es que todos esos sinsabores han ido cristalizando en partidos que, en menor o mayor medida, han logrado capitalizar el desencanto, constituyéndose en importantes interlocutores del poder o, finalmente, llegando al mismo en países como Polonia o Hungría. También las raíces de estos fenómenos nacen mucho antes de esta última crisis, por supuesto, pero es ahora cuando vemos afianzarse sus frutos en buena parte del continente y del mundo. No es casualidad que Zweig se suicidara en Brasil, pensando, pese al reciente fracaso de la Operación Barbarroja, que el nazismo dominaría el mundo.
Es este desmoronamiento de la retórica de la Europa idealizada el que fermenta en libros como el de Guillermo Altares, quien se propone conformar una historia europea centrándose en lugares y épocas distantes, comenzando por las pinturas rupestres, en los que podamos vernos reflejados y superar, con la ayuda de la perspectiva, nuestras etiquetas y fronteras nacionalistas. No hemos dejado de ser nacionalistas en la Europa de hoy, que tanto quiere acercarse al proyecto que dio lugar a los Estados Unidos pero debe luchar con la falta de una lingua franca realmente efectiva o con un pasado demasiado largo y demasiado reciente de matanzas y odios larvados, así como con la reciente constatación de que existen dos Europas bien distintas, y que como en todos sitios y tiempos, existen más raseros que longanizas.
Hay libros que asientan y libros que remueven. Y tal vez sea más necesario un libro visceral que un libro liberal, como entienden en Estados Unidos este término. No es casualidad que Imperiofobia haya vendido mucho más que Imperiofilia, escrita con demasiada erudición. Aprendemos mucho con Una lección olvidada, pero el lector olvida pronto sus lecciones. Es significativo que en el último capítulo, sin solución de continuidad, Altares embuta un breve colofón que pretende condensar el mensaje del libro pero que parece escrito con prisa e improvisación, cuando el resto del libro está mucho más cuidado. El viaje es placentero, aprendemos mucho, pero uno acaba sintiéndose como el niño que, sin ganas de ir a misa, espera impaciente que el cura diga “podéis ir en paz” para irse a casa a jugar al Fortnite.
Una lección olvidada (Tusquets, 2018) | Guillermo Altares| 480 páginas | 22,90 €