JORGE ANDREU | En 2006 yo aún no había leído un puñetero libro. Con dieciséis años y pocas ganas, apenas si me asomaba a las lecturas obligatorias del instituto cuando se daba el caso, y a veces tampoco. Recuerdo haber entregado un trabajo hecho por un compañero el curso anterior y no haberle cambiado una sola coma, una tarea sobre un libro que nunca he leído hasta el día de hoy. Se sumaba además que no tenía conexión a internet en casa y, para ir a un cibercafé a buscarme las notas, prefería disparar a la cabeza en aquel videojuego que se me daba mucho mejor.
En clase de Matemáticas, un amigo me pasó por debajo de la mesa una letra de canción que dejaba el corazón en los huesos. Desde aquel momento, me puse a leer sonetos como si no hubiera un mañana. Dos años después me sabía de memoria la discografía de Joaquín Sabina y de Javier Krahe, y aparcaba los estudios de Chopin, tanteados a escondidas de mi profesora de piano, para canturrear que nos sobraban los motivos en una guitarra enmohecida que afiné dos o tres veces en más de una década.
Ese amigo, en mayo del 2008, después de haberme dado a leer algunas novelas históricas como quien da pan al hambriento, me llevó a la Feria del Libro de Sevilla para escuchar un recital de Sabina y Benjamín Prado en una carpa de la plaza nueva. Me acuerdo de que reconoció la localización exacta de un McDonalds por el olfato, y que se compró tres o cuatro libros, y que yo llevaba las manos vacías y no más de veinte euros en la cartera.
Pero teníamos a Platón reciente y la selectividad a la vuelta de la esquina. Y habían lanzado una colección por fascículos de un premio Nobel que, en el anuncio, caminaba igual que Krahe. Cuando nos dimos el primer paseo por la Feria del Libro, me detuve en una fila entera con su nombre. La librería se llamaba El Gusanito Lector, qué iba yo a saber, y la dueña me atendió amabilísima y me regaló un marcapáginas que aún está dentro de ese ejemplar. La novela hablaba de un alfarero que se negaba a dar cerrojazo a su negocio, que dudaba tanto como el narrador y miraba a los ojos a su perro. Un hombre que se daba una vuelta por un centro comercial y descubría los avances tecnológicos que habían acabado con su trabajo. Y que encontraba un cartel donde se daba la bienvenida a la caverna. Compré el libro atraído por el mito platónico y luego me pasé un verano leyendo uno tras otro los libros de aquel señor mientras escuchaba aquellas canciones en un puf de cuero barato.
He cumplido treinta y cuatro, tengo un hijo de tres años, una mujer maravillosa y un perro al que miro a los ojos cada día. Me dan seguridad, lo que le faltaba a Cipriano Algor en la novela. Y juro que es cierto todo lo que he dicho. Nunca le he agradecido a mi Sócrates particular que aquel verano me sacara de la caverna.
La Caverna (Alfaguara, 2000, reed. 2022) | José Saramago | 424 págs. | 20,90 euros