Motorman
David Ohle
Periférica, 2013
ISBN: 978-84-9286-575-8
160 páginas
16 €
Traducción de Juan Sebastián Cárdenas
Fran G. Matute
Que la Guerra de Vietnam (1956-1975) fue un trauma espantoso para muchos norteamericanos es cosa sabida por todos. De aquella fricción surgió una conciencia antibelicista en la que participaron no solo los civiles que vieron partir a sus seres más queridos hacia un territorio desconocido por culpa de una guerra sin sentido sino que muchos de los soldados que sufrieron el conflicto en sus carnes se sumaron a la masa crítica, a su vuelta. Desde el mundo de la cultura surgieron también numerosos productos que lidiaron con el horror de aquella guerra tan inútil desde todos los ángulos posibles. Las revueltas a pie de calle, la conspiranoia gubernamental, el fragor de la batalla, la vuelta del soldado a casa… Siempre me ha gustado esta temática. Y los americanos han sabido “paquetizarla” adecuadamente creando una estética llamativa basada en una iconografía muy potente que ha calado hondo en las generaciones venideras. Me confieso atraído por dicha subcultura, que he consumido profusamente desde niño. Pero nunca me había topado con una lectura sobre la Guerra de Vietnam tan extraña como la que propone David Ohle en su novela Motorman (1972).
Ya no es solo que el texto pretenda captar, como defiende la nota de prensa que ha preparado la editorial Periférica, la sensación de desazón e incomunicación que se vivió en los EE.UU. durante dicho período sino que hay en esta novela escenas y atmósferas perfectamente asociables con el conflicto o, mejor dicho, con esa iconografía sobre el conflicto a la que hacíamos referencia antes. La marisma, como punto de unión entre el hombre y la naturaleza; la falta de agua y comida, que nos recuerda las dificultades que se viven en la jungla para la supervivencia; la comunicación entre los personajes, prácticamente limitada al teléfono o la correspondencia, que potencia el aislamiento de la persona (del soldado) y desnaturaliza el trato humano; los imposibles partes meteorológicos que sobrevuelan el cielo, como helicópteros, como ondas hertzianas que tratan de transmitir algo, un mensaje válido, pero que terminan siendo ecos sin utilidad aparente; la realización de test ridículos, que nos remite a la deshumanización del ciudadano-soldado, que es visto como una mera herramienta (ese Universal Soldier al que cantaba Buffy Sainte-Marie), programada para el cumplimiento automatizado de las instrucciones; el viaje en barca a través de un río “denso y caprichoso” que, por qué no, nos retrotrae a la mítica travesía que propuso Conrad en El corazón de las tinieblas (1899), que terminó subsumida por la narrativa belicista… y luego está la Guerra de Pega, el detonante de todo, causa y origen del mundo distópico que Ohle imagina en este inquietante Motorman que bebe tanto de Philip K. Dick y Anthony Burgess como de William S. Burroughs o Samuel Beckett (esos personajes chupando guijarros…). Y a pesar de todo lo dicho, no deja de revolotear sobre mi cabeza la ya famosa frase que Groucho Marx le decía a Margaret Dumont en Una noche en la ópera (1935): “Todo lo que hay en usted me recuerda a usted, excepto usted”.
Hay otras dos obras literarias, coetáneas de Motorman, que trataron, también desde puntos de vista diferentes, la Guerra de Vietnam. La primera de ellas, Deliverance (1970) de James Dickey, una travesía cuasigótica por el sur más profundo de los EE.UU., que funciona como perfecta alegoría sobre el conflicto en Vietnam, sobre la lucha contra los elementos, sobre la invasión involuntaria de un territorio inclemente que se desconoce. La segunda novela sería Primera sangre (1972), escrita por el canadiense David Morrell, que tuvo la mala (o, la buena, según se mire) fortuna de ser la creadora de un personaje que terminaría volviéndose tópico y ridículo hasta la extenuación durante los años ochenta: John Rambo. Sin embargo, aquella primera novela de Morrell ofrecía una visión única sobre el conflicto. La del soldado que vuelve a casa trastornado por los horrores que ha vivido en el combate y que termina convirtiéndose en una amenaza para el país, que es a su vez víctima y responsable del problema.
Podría argumentarse -de forma muy forzada, soy consciente de ello- que Motorman lo que viene es a conformar una especie de trilogía “temática” con las dos obras antes citadas. Pues, en su esencia, el texto de Ohle a lo que remite -como lo hace el de Dickey y el de Morrell- no es tanto al conflicto en sí como al desconocimiento reinante que había en la época sobre lo que estaba ocurriendo en Vietnam. El protagonista de Motorman es Moldenke, una especie de ‘cyborg’ que vive gracias a dos corazones que tiene implantados. Aunque eso de que vive es casi un eufemismo pues Moldenke se encuentra confinado en su apartamento, aislado de cualquier contacto humano, salvo a través de alguna que otra esporádica llamada de teléfono o alguna que otra carta intercambiada con un viejo amor, sometido a un control exhaustivo que apenas le permite decidir nada. Moldenke desconoce lo que ocurre fuera de las cuatro paredes en las que está atrapado a pesar de que es capaz de observar, a través de los ventanales, las siete lunas que coronan el cielo (pronto averiguaremos que ni siquiera son verdaderas dichas lunas). Y la única información que recibe del exterior le es dada a través de conversaciones insulsas con una especie de científico-supervisor y los partes meteorológicos que se reportan a diario por los altavoces de la ciudad. Ayuda a resaltar esa sensación de aislamiento, de aturdimiento, de desconocimiento de la realidad, la estructura tan fragmentaria sobre la que está montada la novela, así como esa especie de narrativa sincopada que se nutre de un vocabulario futurista (gelatestas, zarapitos…) que recuerda mucho al de La naranja mecánica (1962).
A pesar del mensaje tan desolador que transmite el futurismo psicodélico de Motorman encontramos en sus páginas momentos de verdadera belleza, alojados en las cosas sencillas, en los detalles más escurridizos, en los lugares más insospechados. Seguro que no es casual que Ohle eligiera un artilugio con forma de bellota como símbolo de la relación amorosa que vive Moldenke con Cock Roberta, y que, posteriormente, sea un colgante similar el que, a modo de péndulo, se utilice para auscultar uno de los deteriorados corazones de Moldenke y poder salvarle así la vida. Que nadie ponga en duda que Ohle, a pesar de esta rareza que se marcó a principios de los setenta, sigue creyendo en el amor, tiene esperanzas en el ser humano. El que probablemente no tenga ya esperanzas en David Ohle sea yo. Porque Periférica amenaza con seguir publicando el resto de su obra y hasta me dicen que hay como una especie de segunda parte de este Motorman. Y no tengo yo tan claro que vaya a querer mirar dentro de más bellotas. Creo, honestamente, que con esta dosis tan reluciente he tenido David Ohle para un buen puñado de lunas de plástico.
sois idiotas todos.¿Porque? Porque eh preguntado en Google como se abren las bellotas y no dice ¡nada!
idiotas mas que idiotas… 🙁 NO ENCONTRÉ NADA DE NADA