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Una tragicomedia intrauterina

2824ee17187a8f0507ca8a7f123ab9a0d6e27890Necesito a alguien que escuche el lenguaje que no tengo. Necesito que imagines el mundo del que tengo que partir.” (Jenny DiskiLike mother)

REBECA GARCÍA NIETO | Que un narrador no tenga nombre es algo que ya hemos visto antes. Así a bote pronto me viene a la cabeza La hermana de Katia, de Andrés Barba; Rebeca, de Daphne du Maurier o algunas novelas de Cormac McCarthy. Lo que hace diferente al narrador de esta nueva novela de Ian McEwan es que todavía está ‘in utero’ y sus padres ni siquiera han pensado un nombre para él. Al igual que la peculiar narradora de la novela de Jenny Diski, llamada Nony (diminutivo de Nonentity), el feto que lleva el peso de la narración en Cáscara de nuez no tiene entidad. En la novela de Diski, el narrador es un bebé que ha nacido sin encéfalo; en la de McEwan, en cambio, es puro cerebro. A pesar de su supuesto “poco mundo”, el nonato ofrecerá al lector elaboradas reflexiones sobre asuntos de actualidad como el futuro de Europa o los inmigrantes. En ese sentido, es tan intelectual como el físico Michael Beard que protagonizaba Solar o el neurocirujano de Sábado.

Además de ser un pequeño intelectual, el feto en cuestión es también un poco snob, así que tiene conversación o mejor dicho, monólogo para rato. Como ha conocido los placeres de “un buen Sancerre decantado a través de una placenta sanaporque su madre le da un poco a la bebida, es capaz de hablar de un Sauvignon o un Pinot noir con la soltura de un sumiller. También es aficionado a las buenas lecturas y se emociona con el Ulises aunque su madre se duerma al leerlo. Curiosamente, en esta obra maestra Joyce expuso su personal teoría sobre Hamlet. La tragedia de Shakespeare está muy presente en la novela de McEwan, desde el título hasta el nombre de los protagonistas. De hecho, esta Cáscara de nuez puede leerse como una vuelta de tuerca (o mejor dicho, de cordón) a la tragedia del príncipe de Dinamarca. Al igual que éste, nuestro protagonista se debate entre el ser y el no ser. Su madre, Trudy, mantiene una relación adúltera con Claude, el hermano de su marido (John), a quien planean asesinar. El feto intentará dar al traste con los malignos planes de su progenitora y su tío, porque “El deber sagrado, imaginario, del hijo de padres separados es unirlos”, pero no lo tendrá nada fácil, ya que habrá de enfrentarse a peligros insospechados, como por ejemplo tener el pene del rival de su padre a escasos centímetros de su nariz…

El sentido del humor es clave en la novela, tal vez porque el tema de fondo sea demasiado triste. Pero ¿cuál es en realidad el tema de fondo? ¿El adulterio?, ¿la muerte del padre? En mi opinión, lo que está en peligro de muerte no es sólo el padre, sino también la poesía. El padre del futuro bebé es un poeta poco reconocido que cultiva una poesía chapada a la antigua, “demasiado bonita” para los estándares de la época. Trudy está tan harta de poesía que no quiere volver a oír un poema en su vida y Claude es un agente inmobiliario que nunca ha creado nada, por eso nuestro narrador se pregunta cómo ha podido rebajarse su madre “de John a Claude, de la poesía a un goteo de clichés”. Además de conocer los placeres del vino, ha cultivado el gusto por la poesía, en parte porque lo ha heredado de su padre, en parte porque, después de una dolorosa resaca, empezó a tener conciencia. Pese a su corta edad, ya ha conocido el dolor: Dios dijo: Que haya dolor. Y hubo poesía. Al final”. La bebida dará alas a su vena creativa: “a la segunda copa florece en mis reflexiones esa licencia que llamamos poesía. Mis pensamientos se despliegan en pentámetros bien hilados, en una variación agradable de versos con pausa métrica” y no se cortará a la hora de opinar sobre la poesía actual: “La mayoría de los poemas modernos me dejan frío. Demasiado ego, demasiado frío glacial con los demás, demasiadas quejas en un verso demasiado corto”.

A diferencia de su poético padre, su tío asesina a diario a la poesía con sus lugares comunes. Claude es un hombre “cuyos comentarios repetitivos son un babeo sin ton ni son, cuyas frases se agostan, burdas, y mueren como polluelos sin madre”. Muy hábilmente, McEwan revela “la taquigrafía fraterna” contraponiendo los dos discursos en forma de diálogo:

“—¿Y esos inmigrantes, eh? Menudo problema. ¡Y cómo nos envidian desde Calais! ¡La selva! Gracias a Dios por el Canal de la Mancha.

—Ah, Inglaterra, cercada por el mar triunfante, cuya costa rocosa repele el envidioso asedio”.

Como es habitual en él, el estilo de McEwan es elegante y cuidado. La trama está bien resuelta y es interesante ver cómo, tirando de oficio, logra sacar tanto partido de tan pocos elementos. La poesía ya no es la que era, parece querer decir McEwan con esta novela. La maldad tampoco. A la perfidia maquiavélica tradicional, encarnada en Claude, hay que sumar ahora la maldad propia de esta época de la “posverdad” representada por la madre. Las mentiras que la madre del narrador se dice a sí misma para justificar el asesinato de su marido serán su verdad. Una verdad que la permitirá seguir adelante con la conciencia tranquila. Bajo el disfraz de novela entretenida, esta Cáscara de nuez contiene mucho más de lo que parece a simple vista. Después de la (para mí) decepcionante La ley del menor, es un placer volver a leer a un McEwan ingenioso, inteligente y tan elegante como siempre.

Cáscara de nuez (Anagrama, 2017) de Ian McEwan | 224 páginas | 18,90 € | Traducción de Jaime Zulaika

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