ALEJANDRO LUQUE | Lo primero es evitar aquel error atribuido a Esperanza Aguirre, que siendo ministra de Cultura y en una visita a la Fundación Alberti, no tuvo otra ocurrencia que preguntar: ¿Ah, pero Rafael también era pintor? No caigamos en eso: Kiarostami, creámoslo, era poeta. Y artista plástico. Y fotógrafo. Y también lo que todo el mundo sabe, uno de los cineastas más libres y delicados de nuestro tiempo. No hagamos como Aguirre, pero no nos limitemos a disimular. Leámoslo. Por ejemplo, en esta hermosa edición de Salto de Página.
El viento y la hoja se abre con un revelador, imprescindible prólogo de Santos Zunzunegui. No hagan como de costumbre, no se lo salten. Ahí se nos explica que la brevedad de los poemas de Kiarostami es tan deudora del haiku japonés como de la tradición iraní de los joravaní; se nos anima, muy acertadamente, a eludir la tentación de establecer demasiados paralelismos entre la poética visual de sus películas y la que sustenta sus proyectos literarios. Y se recomienda entender que lo que vincula ambos empeños es, a lo sumo, su constante voluntad de “hacer más con menos”, esa economía que le llevará a amar lo “inacabado e incompleto”, reclamando siempre del espectador la tarea de completar los eventuales vacíos de la obra. Con eso nos basta.
No sé si es una buena idea agrupar por bloques temáticos piezas tan breves, pero Kiarostami lo hace. Empieza con la luna como protagonista, y sigue con la nieve, la lluvia, la guerra, los alimentos, el amor, la soledad, los sueños… Como si fueran ciclos de un orden natural propio, hace repetir las palabras más sencillas como mantras. A veces, entre una pieza y otra se establecen, a través de variaciones, pasadizos secretos, parentescos inesperados.
Otras, todo hay que decirlo, esa búsqueda de esencialidad a la que aludíamos antes roza lo absurdo, lo anecdótico, lo banal (“¡Chitón!/ papá está dormido”), sin que al autor, sucesivamente transformado en pintor, su vocación juvenil, en fotógrafo o en metafísico –entre otros registros sutilmente barajados–, parezca importarle demasiado. Todo merece su atención, todo es digno de cobrar forma de poema.
El libro entero acaba siendo, como acaso toda la obra del iraní, una invitación a detener el ruido y la prisa cotidiana y contemplar la vida como es, en su desarmante sencillez y en su complejidad impenetrable. Objetos anodinos, gestos mecánicos, luces que señalan el momento del día, todo es susceptible de ser observado y pensado. Entonces unas palabras escritas hace mucho tiempo, muy lejos, pueden cobrar una insólita proximidad y vigencia: “La sentencia de desahucio/ se emitió/ para una casa con pocas cosas”. Otras pueden encerrar, en su brevedad, toda una novela. “El quiromántico/ se fija en la palma de la mano/ la muchacha/ en el quiromántico”. O provocar extrañas emociones con apenas tres golpes de pincel: “Vine/ no estabas/ me fui”…
No todos los textos reunidos en El viento y la hoja se hallan a la misma altura, obviamente. De eso se trata. El escritor hace sus propuestas, pero son las palabras, las imágenes generadas por ellas, los sonidos, los que tienen que saltarle a la cara al lector, sacudirlo, estremecerlo o hacerle cerrar por un momento el libro, posarlo sobre sus rodillas y perder la mirada un buen rato en el horizonte. Y sí, puede incluso que los más obstinados entrevean imágenes de filmes como El sabor de las cerezas o A través de los olivos, llenos de curvas y árboles recortados en el horizonte. “Doscientos kilómetros/ conduje/ veinte minutos/ otros veinte kilómetros/ dormí sobre el volante”. O: “Fui a un campo/ no había cultivo alguno/ ni labriego,/ solo un espantapájaros decapitado”.
Como espléndido colofón, se nos ofrece un diálogo de Kiarostami con Ahmad Taherí, donde entre otras cosas se habla de la importancia de la poesía en el día a día de Irán, y de la intención del autor de conciliar las formas poéticas breves de Oriente con la nueva cultura del SMS, de tal suerte que los jóvenes pudieran recibir y transmitir a su vez mensajes deudores de tradiciones muy enraizadas.
Hace unos meses traté de contactar con Abbas Kiarostami para invitarlo a un evento en España. Se excusó aludiendo que se encontraba en La Habana, no sé si rodando o impartiendo algún curso. Me gustaría saber qué pudo registrar el director en su cuaderno durante aquella estancia, qué poemas les sugerirían las calles de El Vedado o las espumas del Malecón, tan diferentes (¿o no?) a su lejana Persia. La otra noche, al saber que había fallecido, volví sobre El viento y la hoja y busqué uno de los textos que tenía marcados, uno de los más sencillos y hermosos: “El glorioso día del nacimiento/ el amargo día de la muerte/ entre ambos unos días”.
El viento y la hoja (Salto de Página, 2015) de Abbas Kiarostami | 160 páginas | 13,50 € | Traducción de Ahmad Taherí y Clara Janés | Prólogo de Santos Zunzunegui