ANTONIO RIVERO TARAVILLO | Guillermo Sheridan (1950) es profesor e investigador del Centro de Estudios Literarios de la Universidad Autónoma Nacional de México (UNAM) y uno de los críticos de poesía más importantes de su país, autor de los indispensables Los Contemporáneos ayer (1985) y Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde (1989). Pero no sólo eso, es también pluriarticulista y novelista singular (El dedo de oro, 1996). En 2004 comenzó la publicación de una tetralogía, Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, obra en marcha aún que –con el hilván de los estudios sobre diferentes aspectos de la vida de Octavio Paz a partir, sobre todo, de sus textos– ha ofrecido ya las tres primeras partes (Poeta con paisaje la primera; en la segunda el título ha pasado a ser Habitación con retratos; y en la tercera, Los idilios salvajes). Es una obra sin precedentes que, desde el principio, ha sentado las bases de trabajos posteriores como el extenso Octavio Paz en su siglo, de Christopher Domínguez Michael (2014).
Si el tomo inicial estaba dedicado a la formación de Paz, a sus primeras actividades políticas y literarias, a su boda con Elena Garro y los viajes a Yucatán y a la España en guerra de 1937 con un grupo de intelectuales mexicanos, estos dos siguientes, aparecidos en un breve lapso de tiempo, se ocupan de los años cuarenta hasta mediados de la década de los sesenta, sin evitar los saltos en el tiempo. De algún modo, los dos primeros tomos tienen como presencia femenina (tan importante siempre en Paz) a Elena Garro, su amor y desamor, su turbulencia; y el tercero, aunque también a aquella, a la pintora Bona Tibertelli de Pisis (de Mandiargues es su apellido de casada), con quien Paz, pese a intentarlo, no llegó a contraer matrimonio y mantuvo un intermitente y también tormentoso ménage à trois durante años. Por su parte, la venidera cuarta entrega correrá paralela a la relación con Marie-José Tramini, ya atisbada al final del volumen tercero, quien se convertiría en la segunda esposa de Paz hasta la muerte de éste en 1998.
Paz fue muchas cosas: fundador y animador de revistas, crítico, traductor, alguien que parecía tener vela en todo entierro estético o intelectual y aun político. Pero por encima y debajo de todo, al lado y en su tuétano, poeta. Alejandro Rossi escribió (y Sheridan cita): «Me asombra la vida de Octavio Paz. Quiero decir que me asombran el ritmo y la plenitud de su desarrollo. Como si contempláramos un proceso en el cual las diferentes etapas se han cumplido sin desperdicio de facultades y talentos. El suyo no es el caso de una juventud gloriosa, de una temprana iluminación y luego una lentísima decadencia, o el de una madurez inspirada y una vejez insípida y distraída. Me parece, al revés, que cada tramo de su vida llega a su cumplimiento, aprovechando las oportunidades creativas que cada edad ofrece».
Sheridan, que conoció a Paz y tuvo mucho trato con él hasta el punto de que el propio Nobel lo eligió para dirigir su fundación, ha recorrido toda la obra del poeta y ha ido viendo y expresando aquí el correlato vital de los versos, aportando copiosa información y numerosas interpretaciones sólidas. Muchos de los capítulos ya los adelantó o se fraguaron en su artículo mensual de Letras Libres u otras publicaciones periódicas. Y no sólo bucea en los poemas, sino que rastrea epistolarios publicados o inéditos, glosa, abrevia, difunde cartas que aquí se dan a conocer por primera vez.
Es lástima que los libros, publicados por Ediciones Era en México, no estén disponibles en las librerías españolas y acaso del resto de Hispanoamérica, aunque es posible comprarlos en versión digital. Habitación con retratos se abre con el poema dedicado por Paz a Roman Jakobson que declara: «La poesía / siembra ojos en la página, / siembra palabras en los ojos». Y disecciona la cólera de Paz, por lo sucedido en España, por el dinero, contra ciertos tipos de poetas, contra la ciudad de México. Pero, también, contra sí mismo. Contra el mundo en general, porque como señala Sheridan: «La caída de Paz en el desencanto en los primeros años de la década de los cincuenta es absoluta. El escenario no puede ser más sombrío: ni la guerra abrió la puerta de la revolución ni la libertad sublevó al mundo». Son destacables las páginas sobre el erotismo en Paz, quien tira a lo tántrico, en las que brillan erudiciones etimológicas que el autor sabe hacer amenas. Inevitablemente, dado el carácter independiente de muchos de estos ensayos, hay reiteraciones y no sólo en el mismo volumen. Hay aquí algunas menciones a El amante de lady Chatterley y a D. H. Lawrence (quien llegaría a visitar la Casa Alvarado, de Coyoacán, en la que moriría Paz varias décadas más tarde). También dedica un capítulo al humor y la risa, que «lo condujo como a tantos modernos a lucubraciones de índole metafísica».
Sheridan ha tenido acceso no sólo a los epistolarios publicados, sino a cartas envidas por Paz a Charles Tomlinson, a Octavio G. Barreda (con su fundamental revista El Hijo Pródigo), a José Bianco, a Victoria Ocampo, a Carlos Fuentes y a Elena Garro, conservadas en diferentes instituciones y bibliotecas. Contribuyen a aportar muchos datos y a siluetear mejor al protagonista de estos libros y son, sin duda, algo en lo que se basarán futuros estudiosos. A Barreda, Paz le remite una «pesadilla atroz» que Sheridan cita, resume y glosa, llena de comentarios acerca de Diego Rivera, Frida Kahlo, Daniel Cosío Villegas, José Luis Martínez, Jaime Torres Bodet, Salvador Novo… A veces se pone sentencioso, como cuando le escribe a Bianco: «Tener ideas –o sombras de verdaderas ideas– es relativamente fácil; lo difícil es vivirlas, encarnarlas». Y no ahorra diatribas: «No reprocharía a los jóvenes la audacia: me contraría, precisamente, su falta de osadía, su poca imaginación. No me importaría que fuesen brutales, no les perdono que sean vulgares; me gustaría verlos insolentes y rebeldes, los veo groseros y arribistas. Comprendo que la perfección les aburra; me apena que sólo busquen el éxito. (¿No han sentido la seducción de la derrota?)». También le abre su corazón en lo relativo al distanciamiento de Elena y la relación con Bona.
Retoma Sheridan asuntos ya tratados en el primero de los volúmenes, y así vuelve los pasos sobre la familia y tenemos de nuevo ante nosotros al abuelo Ireneo y al padre Octavio Paz Solórzano, más una de las queridas de éste y la hija que tuvieron, a la que Paz quiso favorecer más adelante consiguiéndole un empleo. Cuando el padre murió destrozado por el tren, ¿fue accidente propiciado por la embriaguez o un asesinato por venganza pasional? No se aclara, aunque bien pudo haber sido esto segundo. Lo que es cierto es el estremecimiento de los versos de Pasado en claro (1974): «Del vómito a la sed, / atado al potro del alcohol / mi padre iba y venía entre las llamas. / Por los durmientes y los rieles / de una estación de moscas y de polvo / una tarde juntamos sus pedazos». También se dedica un capítulo a Josefina Lozano, la madre del poeta, nacida no en Cádiz o en Puebla, como se creía, sino en la Ciudad de México, aunque de padres gaditanos (de Medina-Sidonia él y de Jerez o de Arcos de la Frontera ella). Aquí, como en algún otro dato, el libro se beneficia de las investigaciones de Ángel Gilberto Adame. Sheridan reproduce varias cartas en las que las maternales faltas de ortografía subrayan el carácter familiar, inmediato. Igualmente dedica su atención a la hija (Helenita, La Chata) y al primo Guillermo, con su historia de vida y muerte un punto inverosímil.
Por su relación con la literatura y la creación en México destaca el ensayo «Hacer revistas». Hay que recordar la vinculación de Paz con grandes revistas literarias de su época, y su protagonismo en varias de ellas, como Plural (cuyo primer número vio la luz en octubre de 1971) y luego, un lustro después, Vuelta. También se fija Sheridan en Efraín Huerta o en la fiesta de los toros (Paz había visto torear de niño a Ignacio Sánchez Mejías, que tanta relación tendría luego con los poetas de la generación del 27). Y en las drogas, la religión, las estrellas y en los proyectos de novela que Paz acometió (una emprendida en la Mérida de Yucatán en 1937 y otra en 1944, en California).
Pero Los idilios salvajes es aún mejor, si bien puede resultar algo tedioso en la parte en la que analiza muy sagazmente el poema de 584 versos «Piedra de sol», para muchos una de las cumbres de la poesía paciana, aunque a su autor a partir de cierta fecha le resultó antipático por razones de índole personal –es decir, biográfica–, pues tiene mucho que ver con el frustrante amor, rara vez pleno y sin sacudidas, con Bona. Paz escribió a ésta en una carta inédita de 1963, recogida por Sheridan en este volumen, que «todo lo que yo escribo es biográfico, una tentativa por dar sentido espiritual a mis experiencias vitales, y por eso –buena o mala– mi poesía es mi otra vida». La cita le viene de perlas al autor de estos ensayos sobre la vida del Premio Nobel de 1990 para subrayar su tesis de que «hay una alta tensión autobiográfica en la poesía de Paz», y se apoya asimismo en las palabras prodigiosas de éste cuando, al morir Cernuda, señaló que una biografía solamente puede ser poética «a condición de que las anécdotas se transmuten en poemas, es decir, sólo si los hechos y las fechas dejan de ser historia y se vuelven ejemplares» (en el sentido de únicos). Y esto tiene como corolario una declaración de principios que Sheridan ofrece en el preliminar del volumen: «Más que de su autor, pues, este libro quiere ser la biografía de unos cuantos poemas de amor, de unos poemas escritos en y desde, hacia y contra el amor, el centro fulgurante de un armónico sistema poético; quiere ser, digamos, la biografía de cómo unos poemas de amor redactaron la vida de un poeta».
El amor, la mujer, es –en este tercer tomo– Bona, de quien los antepasados andaluces de Paz bien podrían decir, popularmente, que lo trajo por la calle de la amargura. Basándose en Paz, Sheridan habla de la higuera, del símbolo sexual de ese árbol, y se demora en sus frutos, que son mitos que a su vez robó y devoró el autor de El arco y la lira. Si en el volumen anterior se recogía una lista de afinidades e intereses que Paz envió a Tomlinson, ahora es Sheridan quien establece una genealogía –irreprochable, me parece– del amor trascendente que persigue el poeta: «En su etapa formativa, Paz es un postulante a la cofradía que se reúne bajo el árbol que echa raíces en Orfeo, en Pitágoras y Platón, lanza su ramaje a la neoplatónica Alejandría, cobija a Dante y Petrarca, da sombra a la Provenza, se injerta en Florencia y Careggi, crece en Weimar y Jena, florece en el París del XIX, regado con el agua esotérica del “simbolismo universal” como escribe André Breton, y culmina en la modernidad surrealista».
Se merodea el significado de la feminidad para Paz, y se evocan las lecturas licenciosas de la biblioteca del abuelo Ireneo, donde el niño y adolescente Octavio accede al erotismo. Sheridan dedica muchas páginas a esto, y hasta acuña un neologismo junguiano-freudiano y resultón que le sirve para estudiar las relaciones con la madre: arquedipo. Aquí se enlaza con la higuera que presidía el jardín de la casa de Mixcoac, a un tiempo imagen de la madre y de la mujer en general, que remite a la Diosa, a la Noche, a la Muerte no menos que a la Vida y el nacimiento (y aquello que lo antecede: lo prenatal). El libro no es en esto tanto crónica como acronía; es decir, lindero de lo mítico y primordial, tiempo suspendido que no regresa porque jamás se ha ido. Enlaza con la sabiduría tradicional (sobre la que el surrealismo fijó también su mirada) y en juicios que Paz emitió sobre Rubén Darío y, especialmente, sobre López Velarde al hablar de la mujer desconocida y epifánica que nunca ha dejado de rondarlo, que es «el principio femenino, la Dama, la Imagen de nuestra propia alma o, para emplear el vocabulario moderno, la proyección de nuestra psiquis, nuestra Ánima […]. El alma desea reunirse con su ánima, esto es, consigo misma. Lo que busca el amante en la amada es su identidad perdida. El sufismo, que es casi seguramente una de las raíces orientales del “amor cortés”, llama Ángel a esa parte gloriosa del alma. En la tradición mazdeísta, al tercer día de nuestra muerte, nos sale al encuentro nuestro Ángel, como doncella de belleza resplandeciente, y nos dice: Yo soy tú mismo». Palabra por palabra lo podría haber dicho Juan Eduardo Cirlot; de hecho, éste escribió numerosas variaciones sobre lo mismo en sus cartas y explicaciones sobre el ciclo Bronwyn, que cubrió el final de su vida. ¿Conoció Paz la obra poética del barcelonés, o tan sólo, como demuestra Sheridan, el Diccionario de símbolos tradicionales, citado casi textualmente tras su aparición en 1958? Pere Gimferrer, que trató brevemente a Cirlot, pudo haberle hablado de éste años más tarde, aunque no hay rastro de ello en la correspondencia recogida en Memorias y palabras. Cartas a Pere Gimferrer 1966-1997 (1966 fue el año precisamente en que Cirlot vio con los ojos del cráneo y los visionarios la película en que aparecía –se aparecía– Bronwyn. A Cirlot, por su parte, le habrían gustado, pero seguramente no los leyó, estos versos tan celtizantes de Paz en Pasado en claro: «Yo escribo porque el druida, / bajo el rumor de sílabas del himno, / encina bien plantada en una página, / me dio el gajo de muérdago, el conjuro / que hace brotar palabras de la peña».
En este tercer volumen, Sheridan transcribe y extracta cartas, además de las correspondencias publicadas y las que cité al comentar el segundo volumen, a Bona, a Nicanor Vélez, a Dore Ashton, a Emir Rodríguez Monegal o a Juan García Ponce, entre otros. Es lástima que no existan unos Luis Cernuda Papers en alguna institución que custodie la mitad del epistolario de Paz con Cernuda (las cartas dirigidas por el sevillano al mexicano, en poder de la viuda de éste, Marie-José Paz, aún no han podido ser consultadas).
Como palanca para abrir la puerta de la relación con Bona, aún en Los idilios salvajes vuelve a hacer de Elena (o Helena) la protagonista de un buen número de disquisiciones, justificadas en esta ocasión por la lectura de unas cartas en las que el poeta se manifiesta desnudo, en la intimidad dialogante que es una relación epistolar con la persona amada (que irá dejando de serlo). Aquí asistimos además al comienzo de su noviazgo, a sus altibajos, a las dificultades que tuvieron que vencer, a los escenarios de interior yucatecos o californianos (es decir, cuando estaban separados, que es cuando se escriben cartas cuyos contenidos de otra forma serían orales, es decir, ya silencio), en pasajes mucho más biográficos que filológicos. No obstante, el autor es capaz de aducir versos que ilustran esas turbulencias y zozobras.
Sigue una formidable y minuciosa exposición de la génesis y el sentido de «Piedra de Sol», poema de correspondencias que «acata el principio tradicional para el que todo está en todo» y aborda la numerología maya y las fechas personales, el calendario no ya astral sino íntimo de la amada que ocupa en su cielo el lugar de la estrella eclipsada Elena, y se centra luego en el romance con la casada Bona, que lo torea como quiere en varias plazas y al final, sin entrar a la suerte de matar (el matrimonio) lo dejará por otro mexicano, un pintor indio que la maltratará –para exasperación del colérico Paz–. También nos trasladamos a la India, cuando Paz recibió el encargo de abrir embajada allí, donde permaneció hasta los sucesos de Tlatelolco.
Sheridan indica los principales usos retóricos del poeta: «El oxímoron tendría un sitio especial pero no único. Podría inventariarse también su afición a las secuencias trópicas que trenzan metáfora y metonimia (del tipo «palabras que son flores que son frutos que son actos») así como su proclividad a la paralipsis, otra figura cara a los místicos: la conciencia de que el poema dice sin decir o, más bien, de que su decir va a contrapelo de su expresión». Pero además sabe realizar conexiones con numerosos autores, como queda de manifiesto en la impresionante bibliografía manejada: las muchísimas pilas o baterías que han servido para que alumbre la linterna con la que ha escudriñado, y los lectores con él, la vida que es obra y la obra que es vida de Octavio Paz.
Estos formidables libros de Sheridan son en efecto un work in progress en el que el autor avanza, regresa, corrige, matiza, amplifica. En consonancia no deliberada pero muy conveniente a la postre con el tema de una gran inteligencia en desarrollo, de alguien que supo de ciclos y cosmovisiones distintas, no es rectilíneo, sino una recurrencia de bucles. Hará falta ordenar toda esta información y asimilar sus interpretaciones, pero el lector asiste a las investigaciones de un gran estudioso y conocedor de Octavio Paz, acaso su exégeta supremo, con la impresión de observar desde una atalaya privilegiada cómo se va rellenando un cuaderno casi interminable, un borrador al que habrá que expurgar, peinar, ajustar la talla y las medidas, pero que hoy es, sin ningún género de dudas, el titánico paño, hilado en el telar del esfuerzo y la inteligencia, más completo que existe sobre el autor de Los hijos del limo, paralelamente a todos sus ensayos y vislumbres uno de los grandes poetas en español del siglo XX.
Publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos
Poeta con paisaje, Ensayos sobre Octavio Paz, 1 (Ediciones Era, México D.F., 2015 (2004)), de Guillermo Sheridan | 569 páginas | 299.00 $ MXN
Habitación con retratos, de Ensayos sobre Octavio Paz, 2 (Ediciones Era, México D.F., 2015), de Guillermo Sheridan | 303 páginas | 225.00 $ MXN
Los idilios salvajes, Ensayos sobre Octavio Paz, 3 (Ediciones Era, México D.F., 2016), de Guillermo Sheridan | 533 páginas | 295.00 $ MXN