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Unos cardan la lana

Ilya U. Topper

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Bajo treinta. Antología de nueva narrativa española

VV. AA.

Salto de Página, 2013. Colección «Púrpura»

ISBN: 978-84-1506-553-1

158 páginas

11,90  €

Selección y prólogo de Juan Gómez Bárcena

 

 

Un respeto para el fotógrafo. Porque él no tiene la culpa. Así titulaba un galería suya Wilhelm Busch, el inventor o al menos el maestro de la novela gráfica, allá en 1890, cuando aún hacía falta quedarse quieto ante el objetivo. Y si el sujeto no era capaz de aguantarse, ¿qué culpa tenía el tipo detrás de la lente de que la fotografía saliese como salía?

Diferentes son las antologías. Cuando alguien quiere hacer una foto fija del estado de la literatura en su país y a tal fin reúne en un volumen obras selectas de, digamos, una decena de autores menores de treinta años, sí tiene la culpa. Tiene libertad para pedir y para rechazar. El lector, por su parte, no lee la obra de cada uno de los autores: sólo conocerá lo que el antólogo ha tenido por bueno salvar de la criba. Al menos, éste es mi caso: sin que sea mérito de mi parte, antes al contrario, no soy, por circunstancias más bien geográficas, seguidor de la narrativa española de la última década. Y por esas extrañas carambolas del destino o la conspicua ausencia de ellas, no conozco a ninguno de los autores personalmente, ni tengo referencias de ellos, ni me he informado en esa crónica de la humanidad que algunos llaman internet. Ah, y conste también que esta lejanía emocional y geográfica -me protegerá contra el peligro de que me escupan en la copa de pacharán el próximo sábado noche en la Alameda- es uno de los motivos por los que me ha caído tamaña responsabilidad de reseña.

Empezamos mal. Empezamos con Guillermo Aguirre (Bilbao, 1984), pero no un relato sino con un capítulo de la novela Leonardo. Y qué quieren que les diga. El antólogo, Juan Gómez Bárcena, defiende en el prólogo «la pertinencia de incluir no sólo relatos sino también fragmentos de novela» para no «prescindir de la aportación de autores relevantes«, pero descarta los relatos de estos mismos autores por no estar a la altura de sus obras más largas. Meter un relato malo en lugar del fragmento de una novela buena habría sido «un desprecio al propio género del relato, que habría quedado relegado al papel de escaparate, de recurso comodín para que los novelistas pudieran demostrar su valía«. ¿Y a qué ha quedado relegado, díganme ustedes, si se mezclan relatos de verdad, es decir el más noble y el más difícil de los géneros literarios, con un conjunto de páginas arrancados de su medio natural? Esto no quiere decir que Leonardo sea una mala novela. Pero no me pidan juzgar a partir de un trozo de dedo si una señora es bella o fea.

Yo mataré monstruos por ti, de Víctor Balcells Matas (Barcelona 1985) sí es un relato, apenas tres folios, construido como un recuerdo infantil sobre la muerte del abuelo. Lo malo es que se lee como si fuera realmente un recuerdo infantil, como si relatar una sensación personal fuera toda la pretensión del autor. Lo que en los talleres de literatura llaman un ejercicio de estilo. Similar al de Aloma Rodríguez (Zaragoza, 1983) en Delfines: si alguien necesita diez líneas para describir las diversas relaciones entre abuelos, padres y tíos de su familia para relatar un entierro, es que aún le falta reemplazar el álbum familiar por la creación de personajes. Y tampoco pasan de ejercicio las elucubraciones sobre un esqueleto de clase de anatomía que hace Almudena Sánchez (Mallorca, 1985) en Cualquier cosa viva. Ni mucho menos La última obra de arte, un monólogo ante mamá que Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) colocó de prólogo a una novela -nos informan- y que tampoco quisiera juzgar. La novela, digo.

Muy distinto es En la antesala, de Matías Candeira (Madrid, 1984). Esto sí es un relato construido con ganas. Con ganas terriblemente malvadas. No me va mucho el gore, pero aquí se destila con más sorna que unas gotas de cabernet-sauvignon envenenado en un decantador de cristal de bohemia.

Los hombres que miran, de Irene Cuevas (1991), se inscribe más bien en una corriente minimalista, que relata poco, pero consigue crear una ambientación sutilmente erótica, al menos original. Al igual que Marta González Luque (Santander, 1984) en Vietnam: aquí el ambiente recrea una opresiva soledad adolescente que deja huella. Más, en todo caso que Cristian Crusat (Ibiza, 1983) con Piedras, donde parece haber una historia que pugna por salir, sin alcanzar más que otro ejercicio de estilo. Aunque, eso sí, mejor que Romperse, de Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988), que se queda en una única escena de un deportista obsesionado con su alimentación: un retrato psicológico, sí, pero un retrato no es un relato.

O prueben leerse Verlaine hijo de María Folguera (Madrid, 1984) prescindiendo de la palabra Verlaine, que parece más un reclamo publicitario que otra cosa: queda una confusa reflexión sobre violencia familiar y homoerotismo, demasiado confusa.

La viuda, de Jenn Díaz (Barcelona, 1988) es otro capítulo de novela, pero no lo adivinaríamos si no lo advirtieran: sí tiene forma de relato. Eso sí, basado en algo que parece poco más que un chascarillo de pueblo ambientado en ese espacio-tiempo indefinido que tiene la ventaja -para el escritor, no para el lector- de que no hay que intentar ser realista, pero no nos queda claro para qué sirve aquí el irrealismo. En eso acierta Julio Fuertes Tarín (Valencia, 1989), con un inverosímil mono de circo heroinómano y ladrón de sombreros en Una deslumbrante muestra de esplendor heterogéneo: aquí, la incredulidad del lector es precisamente el efecto buscado y bien construido.

Y queda por dilucidar qué pretende Cristina Morales (Granada, 1985) con Yo no iba a venir, un relato, perdón, otro capítulo de novela, en el que describe, nombres reales y correos electrónicos incluidos, su participación en una mesa redonda para escritoras. ¿Denunciar el machismo inherente a la promoción literaria oficial, por crear mesas redondas aparte para escritoras? ¿lucirse un poco al sol del nombre de Juan Bonilla? ¿hacerse la graciosa? En todo caso, no hacer literatura.

Bien. Me quedo con Candeira y con Tarín. El resto, al menos en las facetas que muestra de ellos Bárcena, parece escogido para confirmar la segunda frase del prólogo de éste: «que las nuevas generaciones no son capaces de generar literatura de calidad«.

Pero esperen. Hay una segunda oportunidad. Vamos a la repesca.

 

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Última temporada. Nuevos narradores españoles 1980-1989

VV. AA.

Lengua de Trapo, 2013

ISBN: 978-84-8381-150-4

424 páginas

19  €

Selección y prólogo de Alberto Olmos

 

 

Segundo pase. Nos encontramos con ocho nombres conocidos: casi todos los de Bajo treinta. Esta vez, el antólogo es Alberto Olmos, y el criterio es haber nacido entre 1980 y 1989: es decir, todos menores de treinta y tres y mayores de veinticuatro. Veamos.

Primera sorpresa: aquí, Aixa de la Cruz está brillante, con Abu Ghraib. Estoy seguro de que ustedes han oído hablar de la tortura que consiste en someter al preso a música continua. Lo que a nadie se le ha ocurrido antes es plantearse qué siente el compositor. No se rían. La historia es tremenda porque es difícil huir de la sensación de que podría ser hasta verdad. (Posdata: tecleen en internet el nombre del grupo canadiense Skinny Puppy: la noticia salió este mes. Aixa de la Cruz se adelantó, y mucho).

Matías Candeira no decepciona con Zoopatías: otra entrega con su toque gore, algo menos conseguida quizás, pero suficiente en su perfil de un empleado de zoo celoso de los delfines. Me reconcilio con Juan Soto Ivars: en Olé los tanques muestra unas excelentes dotes de narrador, de saber contar una historia seria con trasfondo político (el golpe del 28-F) con suficiente gracia y ritmo como para enganchar al lector de verdad. Doy nota a Guillermo Aguirre con Las Obras entre las que se pasea un anciano director de cine: un paisaje sólo casi urbano, más bien periférico, donde se borra la frontera entre obras muertas y máquinas vivas, entre el último hombre en el mundo y los personajes alrededor. Nivel. También María Folguera mejora notablemente con Descenso: no ocurre nada, esencialmente, pero el relato tiene el aire lírico y detallista de un capítulo de El Jarama, esa gran novela donde tampoco ocurre nada. Si se queda en ejercicio de estilo, al menos es uno muy conseguido. Igualmente mejor está Jenn Díaz con El vuelo del moscardón, aunque a la larga pelea de enamorados y una mujer con muchas dudas, no sé, le sigue faltando un argumento.

Víctor Balcells no está del todo mal en Televisión man, con su duro perfil de dos hermanos en esa difícil edad de la infancia que no es aún adolescencia y, si no es más difícil de vivir, probablemente sí lo sea de narrar. Eso sí, entre la crítica soterrada al consumismo infantil y la presión ambiental adolescente, se hacen largo diez páginas para un desenlace más bien de andar por casa. Aloma Rodríguez, en cambio, confirma la primera impresión: aunque Agosto, Teruel está bien narrado, totalmente realista, la impresión inevitable es que esto sigue siendo el álbum familiar, donde la escritora simplemente hace de ella misma, un día cualquiera de su vida. Más ejercicios.

Y de nuevo desconcierta Cristina Morales: lo que ya tenemos claro es que quiere llamar la atención y, a toda costa, pasar por activista del feminismo. Con un título como Fatoumata Tourai y veinticinco hijos de puta, eso es fácil. Quizás demasiado fácil: hacer un panfleto no cuesta nada, si se escoge una mujer negra, inmigrante ilegal, perseguida por el patriarcado africano y -para que no falte ningún detalle- la ablación del clítoris, y se le añaden un par de funcionarios de inmigración justo en el límite donde el machismo y racismo cotidiano y verosímil rayan en la caricatura.

Cierto, esta vez sí hay un relato, aunque tal vez siguiendo el consejo de cierto escritor de ciencia ficción: coger dos asuntos nada relacionados, echarlos juntos a la cazuela y ver qué pasa. Aquí se cocina la historia de Fatoumata junto a la de la traductora de la comisaría del aeropuerto, a punto de casarse, y no sólo por papeles, con su amante argentino, lo cual exige una entrevista oficial para aclarar que no sea sólo por papeles. Sí: cómo consigue Morales dinamitar este trámite mediante un diálogo de muy alto voltaje sexual, también en el límite de lo verosímil, eso merece un respeto. Aplaudo el desparpajo y el arrojo, la capacidad de hacer literatura (muy) erótica. Pero en conjunto, la chispa cómica de esta parte casa mal con la denuncia dramático-oenegera de la otra. Y tampoco veo la necesidad de abultar todos los diálogos con Fatoumata, ‘all of them’, con sus preceptivas repeticiones en mediano inglés, ‘in what Spanish people think is English’.

Y vamos con los nuevos. Roberto de la Paz (Madrid, 1982) ofrece N, un relato que combina bien la sensación de soledad con un fin abierto casi onírico y un personaje femenino capaz de fascinar, aunque sea por sus silencios. Onírico, pero tirando hacia pesadilla realista es también Llamarse nadie de Salvador Galán Moreu (Granada, 1981), con la persecución nocturna de un imperdible de colores que regresa de la infancia, aunque al final le falta sutileza, le faltan las ganas de mantener entretejida la realidad con lo imposible: hay que leer más a Juan Rulfo. Prefiero el sueño apocalíptico de las Bellas Ruinas de María Zaragoza (Campo de Criptana, 1982), la alocada risa de una pareja en un mundo donde el hormigón se disuelve de forma espontánea. Sobre los escombros aletea el gozo de quien no tiene nada que perder, quien tiene el privilegio de contemplar fascinado el fin de la civilización. Me gustan los apocalipsis, confieso. Pero huyo del derribo personal e interior de alguien, si necesita doce páginas de monólogo espeso y confuso para narrarlo, en alguna parte entre la cordura y el desvarío, como le ocurre a Pablo Fidalgo Lareo (Vigo, 1984) en ¿Qué quieren estas personas que llaman de madrugada? Y también me pierdo en Todos bien, de Daniel Gascón (Zaragoza 1981), pero no por el estilo, ágil y atractivo, ni tampoco porque no sepa qué es un cónsul honorario, sino porque no pillo quién es. Está bien ponerle al lector pistas y dejar las cosas a medio decir, pero a medio, no una cuarta parte, oye.

Con Los gusanos de seda de Paula Cifuentes (Madrid, 1985) volvemos a los recuerdos de infancia condensados en forma literaria, la materia prima más ubicua del mercado, parece; debe de venderse al por mayor y en rebajas. No de infancia sino de juventud mediana son los de Juan Gómez Bárcena (Santander, 1985), el antólogo de Bajo Treinta, que aquí aparece con Griselle, otro ejercicio correcto que explica de cierta manera las selecciones de aquel tomo. Y también de adolescencia, o postadolescencia inmadura de esa clase baja española que nunca se ha enterado de que es clase baja -porque siempre se ve reflejada en los concursos televisivos millonarios- es el monólogo de Laury, el personaje de Jimina Sabadú (Madrid, 1981), muy fiel reflejo, hasta el patazo gramatical del título Ojalá nos cogerían, de acuerdo, pero una materia así o hay que darla en plan realista, quizás con un argumento clásico (¿por que los escritores de hoy tienen tanto miedo a dar un argumento a sus relatos?) o bien hacer algo de fantasía, pero quedarse colgado en medio con una bola brillante como un ‘deus ex machina’, no. Para eso mejor las cuatro páginas de locura densa y progresiva de Rebeca Le Rumeur (Santander, 1981) en Mis animales.

Fantasía hay de sobra en Cafeteras de Otro Mundo Vanderbilt, de Laura Fernández (Terrasa 1981). Todo un mundo fantástico, ubicado en otro planeta, donde la publicidad ha avanzado tanto que tu cafetera de invita, mediante amables charlas, a comprar lo que no necesites. Algo así como el mundo de Goomer (Ricardo & Nacho) pasado al relato. Lo malo es que una cosa es una divertida parodia de ciencia ficción, como nos lo enseñaron a hacer el genial Douglas Adams o el maestro insuperable del género (de todos los géneros), Stanislaw Lem, y otra cosa es hacer una caricatura. Ponerle a todos los personajes de otro planeta nombres anglosajones ya tiene delito, pero ya escribir en el idioma que sólo los traductores malpagados de novelas inglesas tienen por castellano – «Uhm, esto huele francamente bien, chica, -dijo Mel-» eso es peor que meterle chicoria a la cafetera. No, no faltan ni siquiera las obligadas «jodidas fresas«. Si una ya no sabe escribir «putas fresas», quizás debería cambiar de lectura para un rato. O leer a los autores americanos en su ‘fucking’ original.

Me he dejado para el final el caramelo: Miqui Otero (Barcelona, 1980), Se busca insecto palo. ¿Es el mejor? No sé. Ni me importa. Me gusta. Me hace meterme en la piel del personaje, un joven sin blanca que intenta ligarse a la cajera del supermercado, que en lugar de Flor se llama María Angustias y acaba en una fiesta tan alocada que es del todo verosímil. Me gusta el truco de meter marginalias de lectura crítica: aunque no sea nuevo, aquí da una importante, fundamental, pista sobre qué pasa tras el final abierto. Me gusta el estilo de sorna contenida, la sonrisa burlón del antihéroe y, cómo no, el atrevimiento del autor, fíjense qué osado, de contar una sencilla historia de amor.

Si hay que poner premio, está entre Miqui y Aixa. Por divertir uno, por ahogarnos el grito la otra. Y ahora tengo ganas de leer a Alberto Olmos.

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