72 páginas.
10 euros.
VIII Premio Emilio Alarcos.
Juan Carlos Sierra
La vida y la muerte del pelícano, imagen elegida por el poeta granadino Fernando Valverde para dotar a su último poemario de un elemento articulador, recuerda en cierto sentido al albatros de Charles Baudelaire: ambas aves deslumbran en su medio, el aire marino; el ave baudelaireana por su belleza y la de Fernando Valverde por su precisión en la pesca. Pero detrás de esa plenitud existe un destino trágico. En el caso del albatros, todo se vuelve torpeza y chanza una vez que toca la cubierta del barco y se ve rodeado de crueles marineros y, según nos revela Darío Jaramillo Agudelo en la contraportada del libro de Fernando Valverde, el pelícano está abocado a la ceguera y, en consecuencia, a la muerte tras tantos encuentros violentos contra el mar para buscar su sustento.
Para Charles Baudelaire, el albatros se correspondía con la imagen del poeta, bello en su medio –la literatura-, pero torpe y maltratado cuando se enfrenta al resto de la humanidad, es decir, a la vida; para Fernando Valverde, el pelícano también es trasunto del poeta, pero de este poeta en concreto y, por consiguiente, de todo aquel que se golpea una y otra vez contra la tozudez de la vida, de todo ser que enfrenta sus sueños a la realidad.
Los ojos del pelícano se abre y se cierra con sendos poemas ‘familiares’ –quizá los más entrañables del conjunto del poemario-: ‘La caída’ dedicado a su madre y ‘El último minuto’ dedicado a su abuelo. Entre ellos media el pelícano y cómo gestionar la ceguera causada por las numerosas frustraciones que han ido dejando su huella sobre la nieve de los proyectos y de los sueños. Tanto en una dimensión social como privada.
En la segunda sección de Los ojos del pelícano, titulada ‘El peso del agua’, el fracaso probablemente tiene nombre de país sudamericano, Nicaragua, pero independientemente del lugar, lo importante aquí es el análisis poético de una geografía, que aboca irremediablemente al desengaño, a la desesperanza, a la muerte en vida: “Zuleyma quiere un sueño que obedezca,/ un pedazo de amor y una sonrisa/ que sostenga el futuro.// Pero ella sólo intuye que le han robado el mundo,/ y sonríe, y espera, y juega a ser feliz” (‘Zuleyma’). En este contexto el personaje poético es mero espectador que observa y empatiza, pero que no pertenece al paisaje ni al paisanaje; por eso “Solo queda el regreso” -‘El amor desde el Vedado’-.
Pero esa misma sensación de fracaso se instala en la intimidad del personaje poético a partir de la tercera sección del libro ‘Es inútil seguir la sombra de los faros’, porque es inútil seguir lo que se ha perdido definitivamente, como el amor. No obstante, lo más terrible no es esto, sino las consecuencias de este hecho, perderse a uno mismo, como dejan bien claro los poemas ‘Madrugada’ –primero de los tres con el mismo título- o ‘El bosque”.
Llegados a este punto, parece que la única salvación se encuentra en la memoria de la infancia, según parece intuirse en ‘El tacto de la arena’, la sección que cierra el libro. Se trata de volver al principio para ver exactamente dónde se rompió el hilo de la narración de causas y consecuencias lógicas que hasta cierto momento fue la vida. Asimismo, el personaje poético se halla en el momento justo de realizar su particular estado de cuentas del presente –‘Un lobo’ y ‘El final’-.
A pesar de ciertas irregularidades del conjunto del último poemario de Fernando Valverde, los poemas del autor granadino cumplen la función que ha de desempeñar el verso: la indagación en lo más profundo del ser humano en un lenguaje poético rico e imaginativo que se aparta de la pobreza dialéctica del blanco y negro instalada en el discurso apresurado de la prosa de la vida, aquella que causa la ceguera del pelícano.