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Vindicación del bolsilibro

La Ley de CarterJOAQUÍN BLANES | Existen determinados géneros literarios que viven gracias a los estereotipos, de otro modo no podrían sobrevivir. Si Philip Marlowe no fuese tan flemático y pagado de sí mismo no podría enfrentarse a una cáustica y mordaz partenaire como es la Vivian Sternwood de El sueño eterno. Si James Bond no tuviera ese buen ver, esa prestancia, ese donjuanismo y su Aston Martin y los mil recursos que le proporciona Q, no sería James Bond, posiblemente sería Anacleto, agente secreto, y no 007. Si Jack Carter no fuese tan sereno e impasible, si no vistiera con pulcritud y elegancia, como un detective de la vieja escuela, no sería Jack Carter, ni repartiría sopapos, ni chuparía alcohol como una esponja, ni se enfrentaría solo a un destino incierto y arriesgado.

Nos guste o no, a determinados géneros les acompaña un tono, una actitud, un repertorio de personajes de dudosa moral, un paisaje de bares y locales de baja estofa y una trama de giros y sacudidas llenas de traición y blasfemia. Jack Carter tiene lo que hay que tener, ya se sabe, la masculinidad de un orangután, como para partir piñones a pellizcos, y la testosterona de un adolescente. Para disfrutar de esta literatura hay que aceptar los códigos y la impostura del género, de otra manera, no merece la pena ni asomarse a ella.

La literatura de Ted Lewis (Manchester, 1940 – Scunthorpe, 1982), que ahora rescata Sajalín Editores en la colección «Al margen», cumple con cada uno de los estándares del detective que creara Raymond Chandler en los años 40 con su Philip Marlowe y, sin embargo, Jack Carter es un sicario, no un detective, aunque actúa como investigador privado. Es la mano derecha de los hermanos Fletcher, dos empresarios del hampa, que son traicionados por otro sicario al que otros hermanos, los Coleman, adversarios de los Fletcher, han pagado para tenderles una trampa y quedarse con sus negocios. Como ven, un folletín.

La narrativa de Lewis es directa, sin florituras, poco detallista, salvo cuando describe la forma de vestir de los personajes, que entonces se detiene y se vuelve minucioso, el resto es una breve descripción de acciones que avanzan la historia a ritmo palpitante, para de repente, en los momentos de acción, detenerse y volverse prolijo en la descripción de la escena. Quizás esa sea la mayor virtud de Lewis, el detenerse para narrar los momentos de acción más trepidantes, y lo hace como si todo lo que sucede en pocos segundos se dilatase en el tiempo a cámara lenta. La descripción es ágil y muy visual, pero esa agilidad en la acción de los personajes está descrita meticulosamente.

La ley de Carter, en su conjunto, tiene el encanto de la literatura de bolsillo, los bolsilibros, los libros de a duro que nuestros abuelos, los de una generación ya madura y sosegada, compraban o intercambiaban en los quioscos, los mismos donde nosotros comprábamos dos chicles Cheiw y un Chester suelto. Libros que tienen más de oficio que de arte, sin desmerecer un ápice el oficio de escritor de género, que también tiene su arte, pero que lleva en sí misma la frugalidad de la narración. Lo que se esperaba de estas novelitas de a duro, no era un festín bíblico ni un Thomas Mann, se esperaba una historia vibrante, bien urdida, continuidad de acción, que no diese respiro al lector, personajes vigorosos, con mucha personalidad, tanto ellos como ellas, eso sí, estereotipados. Personajes y situaciones que cambiaban de paisaje y podían suceder hoy en el lejano Western, mañana en una nave espacial, pasado mañana en un templo bajo ritos demoniacos oficiados en nombre de Abaddon y el siguiente en paisajes urbanos de malas calles. La ley de Carter es eso mismo, estereotipo, acción, violencia, sexo, disparos y puro entretenimiento a ritmo vertiginoso.

La vida personal de Ted Lewis tampoco iba muy despareja de su personaje Carter, especialmente en lo tocante a su adicción al alcohol que fue lo que terminó con su vida prematuramente. Lewis, como autor, tuvo un reconocimiento efímero gracias a una adaptación cinematográfica de éxito, titulada Get Carter (1971) que aquí se llamó Asesino implacable y cuyo atractivo era que el papel de Jack Carter lo interpretaba Michael Caine, quien ya era célebre por Alfie (1966). La editorial Sajalín editores, aprovecha, acertadamente, la imagen de Michael Caine en el papel de Carter para las portadas de la saga de Ted Lewis que está editando.

Algunas críticas hablan de que la obra de Ted Lewis es fundacional de la novela criminal británica, la verdad es que eso es hilar muy fino, teniendo entre sus escritores a Sir Arthur Conan Doyle y a la gran dama del crimen, Agatha Christie, pero que su novela abre de nuevo la puerta al género criminal en los años setenta en Gran Bretaña, pues igual eso sí es más acertado. Sin olvidar que Lewis bebe mucho de Raymond Chandler, guiño que encontramos, primero en el comienzo de El sueño eterno en el que Philip Marlowe describe cuidadosamente cómo va vestido antes de entrar en la casa de los Sternwood, algo muy recurrente en la narrativa de Ted Lewis, la descripción extremada de la forma de vestir de sus personajes y, en segundo lugar, en la versión cinematográfica, al comienzo del film, cuando Jack Carter viaja en el tren está leyendo, curiosamente, la novela Farewell, My Lovely (Adiós, muñeca) de Raymond Chandler, lo que supone un reconocimiento claro y sincero a un estilo y a un género del que Ted Lewis quiso participar, creando un personaje que perdurase en el tiempo y en la memoria colectiva de la literatura. Que lo haya logrado o no, solo el tiempo lo dirá, pero el arrojo de Sajalín editores al apostar por la saga Carter, es netamente un acto valiente, propio del mejor género criminal.

La ley de Carter (Sajalín editores, 2018), de Ted Lewis | 257 páginas | 20 euros | Traducción de Damià Alou

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