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Y caben tres

La reina en el palacio de las corrientes de aire.

Stieg Larsson.

Destino, 2009

ISBN. 9788423341610.

854 pág.

22,50 euros.

Traducción de Martin Lexell y Juan José Ortega Román.

Luis Manuel Ruiz.

A Stieg Larsson le ha cabido el honor de convertirse, junto con la inevitable Ikea, en el principal embajador de la cultura sueca en la Tierra. Si las bolsas de papel, las regaderas y los estantes de la famosa fábrica de muebles han contagiado ya la vida doméstica de gran parte de la humanidad, lo mismo cabe decir de la trilogía Millennium, contra la que el observador, avezado o no, tropezará sin remedio una y otra vez en el autobús, la sala de espera del ambulatorio y la zona de tumbonas que rodea el chiringuito. En realidad, los productos de una y otra firma comparten más de un aspecto. Cómodas y aparadores baratos, diseñados con un máximo de funcionalidad, resultones, adaptables a cualquier contexto, revestidos con un barniz de modernidad (lacados, cromados, lunares, ángulos y curvas), efímeros y joviales es lo que nos ofrece la gran multinacional de los apartamentos de solteros. La trilogía de Larsson no transita por derroteros muy alejados: tramas esquemáticas, bien aprovechadas, desmontables, modulares, adaptables tanto a la playa como al café, folletines de toda la vida con una mano de pintura metalizada que parecen fabricados ayer y que no soportarán más de dos veranos en el anaquel, antes de ser reemplazados por el nuevo diseño de turno.
Visto desde la perspectiva que otorga el punto final de la última parte (la llaman trilogía, pero al parecer Larsson se dejó antes de morir una cuarta en el estómago del ordenador, al que más temprano que tarde aplicarán un emético), lo que el autor parece haber intentado a lo largo de sus dos mil cien páginas de peripecias sin resuello es un personal homenaje a la literatura negra, convertido, también, en resumen y refrito de sus principales tópicos. La cosa comenzó con un relato al clásico estilo policíaco, Los hombres que no amaban a las mujeres, el título más flojo de la serie, donde se trataba de desentrañar los motivos de una misteriosa desaparición con enigmas cifrados de por medio y el espacio cerrado de rigor, en este caso una isla. Luego llegó La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, el mejor por goleada, un thriller cardíaco donde Larsson muestra a las claras su dominio de los hilos de la narración mezclando a Perry Mason con Jason Bourne y Jean-Claude Van Damme y que ha hecho las delicias, muy comprensiblemente, del mismísimo Quentin Tarantino. Mirada en ese espejo, la última entrega que nos ocupa, La reina en el palacio de las corrientes de aire, resulta levemente decepcionante. Es cierto que supera al primer episodio, que a veces tendía a mostrarse apático y desorientado, pero se halla en clara desventaja frente a su secuela: algo comprensible, si tenemos en cuenta las cumbres de tensión, adrenalina y buen hacer que el texto había sabido coronar en las doscientas páginas finales de dicho episodio intermedio. Por lo demás, las tres novelas (en realidad una, o una y media, prolongada hasta la saciedad al mejor estilo de las sobremesas venezolanas) tienen en común el mismo conjunto de virtudes y de vicios que casi hace posible referirse a ellas como un bloque; lo que anoto a continuación vale, por tanto, lo mismo para La reina… que para sus dos directas antecesoras.
Definitivamente, el fuerte de Larsson se halla del lado del montaje argumental. Tomando prestados sin rubor recursos más televisivos que cinematográficos, distribuye la información en tomas y nos presenta simultáneamente lo que sucede en la comisaría y en la cocina de casa, dotando así a la historia de un dramatismo muy visual que sin duda acelerará el pulso del espectador de teleseries (“Lo que nuestro héroe no podía suponer es que en ese justo instante, a dos manzanas de allí…”). Su otro gran hallazgo se encuentra en los personajes, en especial el de la protagonista, Lisbeth Salander. Mientras Mikael Blomkvist (el galán) mueve a la antipatía por su integridad a prueba de manchas y sus éxitos amatorios, mientras el elenco de malvados (Zalachenko, el abogado Bjiurman, el gigantesco Niedermann, el misógino de tebeo Hans Faste) tienden a incurrir en la falta de espesor, Lisbeth, con sus problemas de afectividad, su sospechosa maestría con las computadoras, su síndrome de Asperger, su amor por el boxeo y por los tatuajes, sí deja una impronta duradera en la memoria del lector y consigue un compartimento en ese poblado museo de iconos que han ido generando la novela negra y sus alrededores.
En cuanto a lo peor de Millennium, para este reseñista, es probablemente lo que muchos de sus admiradores más aprecien. En primer lugar el estilo, o la carencia absoluta de él, esas parrafadas burocráticas que lo mismo despachan un mal de amor que los trapicheos financieros de la protagonista, que no se atreven a un adjetivo o una frase que pudiera desentonar en el acta de un notario; las metáforas y los símiles o están prohibidos o son tan rudimentarios y se repiten tanto que uno no puede evitar acordarse, una y otra vez, del pepino del gazpacho (invito al lector eventual a contar el número de veces en que Larsson anuncia que un acontecimiento resulta “tan inesperado como un relámpago en un cielo claro”). Otro desdoro es la extensión. La trilogía adolece de un exceso de páginas que no disculpan ni el detallismo ni la introspección, las pocas veces que la hay: por aquí y por allí, uno puede subrayar párrafos, diálogos y hasta capítulos enteros que podrían haberse saldado con dos menciones de pasada o, mejor aún, eliminarse del todo. Claro que con eso no se habría conseguido uno de los objetivos de todo best-seller, macarra de discoteca y amante chusco, que es de abrumar con su tamaño. Ya puestos, creo que hasta una de las novelas sobra. Pero ya sabemos que donde caben dos, caben tres, ese principio indiscutiblemente sueco.

admin

3 comentarios

  1. Reconforta leer reseñas como ésta: claras, al grano, sin acritud, pero sin cortarse, señalando los fallos de fábrica de un objeto. Hay que atreverse, Jesús, hay que atreverse. Pero tu reseña de la Mano de Fátima no estaba nada mal y parte de eso decía…

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